miércoles, 28 de diciembre de 2016

EL ÁNIMA


Juliana llegó a casa medio arrastrando el resuello; carcomida por el ansia de contarle a su hija la espeluznante noticia. 
—¿Ya vuelve, madre? Ni tiempo ha tenido para hacer la compra. 
—Calla, hija, calla, que la congoja no me cabe ya en el pecho; que parece que hubieran dejao sueltos hoy to los demonios por el pueblo. ¡Virgen Santísima! No quisiera tener que vérmelas con ellos. 
—Madre, ¡si está lívida! ¿Qué le ha ocurrido? 
—Anda, ponme una tila a la lumbre y en cuanto recobre el ser, te daré `salutación´ de to. 
Pero no pudo esperar por las hierbas para desembuchar. 
—¡Qué cosas pasan, Jesús, María y José! —Se santiguó, dispuesta a espetarle la letanía entera—. Tú escucha, escucha, que hasta el aliento se te va a quedar helao.
 »Cuando iba a los recaos esta mañana, me llegué un momento donde Paca, pa interesarme por su marido, que lo cogió un aire y anda con la tripa suelta. Na más llegar, ni tiempo se dio pa contestarme. En un verbo, se echó el chal a los hombros y me llevó pa fuera, pa la linde de “el Lucero”. Le pegó un buen repaso a to por el camino; pa refrescarme la memoria, digo yo. 
—Claro, menudo sacrifico para ella. Total, no le gusta darle al pico… 
—¿Te acuerdas, hija, del Ambrosio el de Chela, Dios se apiade de su alma? Que bien de veces te lo habré mentao. Apareció esta mañana tirao cerca de esa linde, como dormido, pero ¡bien muerto! 
—¡Qué dice, madre! Si Ambrosio el de Chela, hará unos cuarenta años que murió! 
—Claro que sí, diquiá unos meses se cumplen. Pero lo hemos visto la Paca y yo, con estos ojitos; de carne y hueso, y rodeao de gente por to las partes. Se lo encontró Pedro “el Tapacestas”, camino de la huerta; con la fresca. Aún le tiemblan las carnes. Lo halló tumbao junto a la antigua tierra del difunto. ¡Hay que ver, qué tragos nos manda el Señor! Estaba el pobrecico casi como el día de su muerte. Eso sí, algo más ajao, que los años no pasan en balde ni pa las ánimas. Y con la ropa intacta. El alma debe haberle regresao al cuerpo después de tantos años de vagar su fantasma por el pueblo. 
—¡Madre, tenga cuidado, que está la niña delante! 
—¡Di que sí, abuela, cuéntamelo! 
—Déjala que aprenda, que ya va siendo mayorcica. 
—A tu madre le he contao yo la historia esta del Ambrosio cientos de veces. La más sonada de tol contorno. Y esto de ahora… ¡Pa que luego diga que to son chismes en el pueblo; y supersticiones! 
»Pues bien, siendo el Ambrosio, ¡en paz descanse!, un mocetón como la copa un pino y muy bien plantao; casao con una joven muy formal, y con una criaturica de pocos meses, perdió to las tierras el pobre desgraciao. ¡Qué digo! Se las quitaron, lo echaron a patadas. Desde entonces, no volvió a ser persona. No tenía el hombre ni donde caerse muerto. Y nunca mejor dicho, que la frase viene que ni pintá para esta historia.
 »Cuando no estaba bebiendo en el bar, estaba durmiendo la cogorza, al raso. Un día lo encontraron en mitá el campo con un tiro a bocajarro. Pero, el diablo siempre enreda y, mientras la Benemérita lo organizaba to pa levantar el cadáver, el cadáver desapareció sin dejar rastro. No hubo forma de encontrarlo. Verdad es que rastrearon hasta reventar. Aquello sí que fue morrocotudo, ¡qué diantre! Las bocas a chitón, porque había miedo: to parecía obra del mismísimo demonio. 
»Unos, que si lo habían matao los Churras, pa acallarlo; los que se adueñaron de las tierras, que les removía las entrañas tanto verlo por allí. Otros, que si la mujer, pa quitarse de encima al borrachín. Los menos, que si un ajuste de cuentas por las deudas y las borracheras. De to se dijo. El suicidio se descartó, porque el muerto desapareció, y pa hacer desaparecer a un muerto se necesita un vivo. 
»Pa mí que fueron los Churras, pa que no les buscase más las vueltas. ¡Si se vía venir! La mujer…, ¡pa qué os voy yo a contar!, hundida; con el corazón a cachos. Desde aquel maldito día el alma de Ambrosio, Dios lo haya perdonao, no reposó en paz. Son muchos los que han visto su fantasma merodeando por las tierras que eran suyas. 
—Madre, deje en paz a los espíritus. 
—¡Vaya cuajo tienes, hija mía! Pues yo… a las pruebas me remito. Que si lo pones en duda, ahorica mismo pues ir a verlo con tus propios ojos, que esta vez no se ha ido. Ahí sigue bien tieso, y con la gente en danza, alrededor suyo. 
»Como os iba yo diciendo, cada noche su ánima rondaba por las tierras y las removía, hacía agujeros acá y allá; en un sitio y en otro sin parar. Y pa muestra, un botón; porque él se esfumaba, pero los hoyos quedaban allí. Tol mundo vio claro que buscaba sin descanso el sitio donde reposar tranquilo; pero aquel asunto de la tierra le envenenaba el alma y no encontraba el lecho de su gusto. Y así, año tras año, noche tras noche, aullando como el viento en la negrura. ¡Hasta cuando caían chuzos de punta, el ánima se aparecía! Mucho ha sido el tiempo en que la vida les atragantó a los cabronazos esos, ¡que se ensañaron a rabiar con el desdichao! 
—¡Madre! ¡Contenga esa lengua! 
—¡Quia! Es el coraje el que me la suelta. ¡Pa qué andarse con remilgos! Ellos han tratao de encubrirlo, pa evitar habladurías, pero el alma insatisfecha volvía una y otra vez a remover la tierra, como buscándole un sitio al cuerpo.
La mujer, la pobrecica, acabó emigrando a Francia, pa sacar adelante al pequeñajo y librarse de las malas lenguas. Nunca más volvió pal pueblo. 
Y mía tú por donde, ahora, a poco de morir el ladrón del Emeterio “el Churra”, el alma del Ambrosio ha decidido regresar al cuerpo, pidiendo sepultura. Él mismo ha indicao dónde debe ser enterrado. Se lo han encontrao junto a una fosa excavada, espatarrao sobre la tierra y con las manos juntas. Que parece que rezaba cuando se cayó de bruces. 
Eso, eso mismo es lo que buscaba, tanto remover tierras y cavar agujeros de acá pallá: su sepultura. 
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En París, Alberto tomó un avión con destino a España y emprendió aquella desconcertante aventura. No estaba seguro de que su decisión fuera la más acertada, pero el remitente de la carta parecía sincero: le rogaba encarecidamente que se personara con la mayor urgencia en un pequeño pueblo de León para cumplir las últimas voluntades de su padre, quien acababa de morir. 
Tenía que tratarse de un error o de un engaño. Tal vez fuera otra persona, su padre murió cuando él era un crío; una muerte que quedó sellada por un oscuro misterio. No existía una tumba donde recordarlo, y ni siquiera un muerto existía. Extrañas circunstancias rodearon el fallecimiento. Su madre, mientras vivió, evitó remover los posos, para no sufrir. Hablaba de ello lo justo: 
—Tu padre era un buen hombre, hijo mío, nunca le hizo daño a nadie. En el pueblo muchos creen que yo lo maté. Sólo Dios y el criminal saben que no lo hice, y qué ha sido de su cuerpo. Me hubiera gustado averiguar por qué lo mataron y cómo se deshicieron del cadáver, pero jamás se descubrió nada. 
Alberto, poco antes de finalizar el vuelo, volvió a leer la carta que el desconocido le remitía. Miró una vez más la foto que la acompañaba, y volvió a compararla con la de su padre el día de la boda. Desde luego, parecía el mismo, aunque mucho más viejo.
Apenas traspasar con el coche alquilado las primeras casas de aquel pueblo, un hombre le hizo señas. Se detuvo. 
—Perdone —dijo el hombre— usté debe de tratarse de Alberto, el hijo del Ambrosio, ¡que en Gloria esté! Es su vivo retrato. 
—Sí, yo soy. Por favor, suba usted al coche. 
Llegaron a una casa sencilla, pero confortable. Alberto echó un vistazo alrededor y reparó en una foto de la boda de sus padres, exacta a la que él tenía. 
—¡Qué guapo estaba ahí el Ambrosio! ¿No cree usté? Su padre le quería mucho, pero no acertó en la vida. Tome usté asiento y eche el tiempo que necesite pa leerse esta carta que él le escribió hace un tiempo, por si le ocurría lo peor —El hombre le tendió un pliego de papel doblado en cuatro, que empezaba ya a mustiarse—. Cuando acabe hablaremos despacio. 
Alberto abrió la carta, confuso. 

«Hijo mío, no quería dejar este mundo sin haberte hablado alguna vez, aunque sea de este modo. Aunque te lo he puesto muy difícil, procura perdonarme. En estos últimos años una vecina del pueblo, afincada en Francia, me ha tenido al corriente de vuestras vidas. Dos veces estuve cerca de ti y de tu madre, pero me faltó el coraje necesario para dejarme ver. En ocasiones los fantasmas del pasado no son bien recibidos. Mucho os he querido, aunque mi conducta no lo haya demostrao. Al principio, mi afición a la bebida y la falta de posibles me retuvieron; después me enteré de que a tu madre la pretendía otro hombre, bien situao. No quise estorbar. Más tarde la muerte de tu madre… ¡Cómo me dolió! Me las he sabido apañar pa estar enterao de que te iba bien en la vida. 
He sufrido mucho, pero las manos de la tierra han tirao siempre de mí, y yo las he respondido como se merecen. Me he volcao en ellas. 
Bueno, hijo, ha llegado el momento. Manolo, que ha sido como un hermano para mí, te pondrá al corriente de todo. Te dejo lo que me pertenece, que no es mucho, y, mientras vivas, recuerda que siempre te he llevao en el corazón. Ya sólo te pido que hagas lo esté en tu mano para que mis restos reposen en nuestra tierra. Nada de cementerios». 
Alberto dobló la carta pensativo y antes de que pudiera decir nada, Manolo ya había tomado la palabra. 
—Mire usté, Alberto, esta casa y las tierras que la rodean pertenecían a su padre. Ahora son suyas, pa que haga con ellas lo que quiera. Lo único que su padre pide es que le entierre aquí, entre su propias tierras o que mezcle con ellas sus cenizas. 
—Perdone usted, mi padre habla de sus tierras. Esas están en el pueblo en que nacimos, pero ya van muchos años que no nos pertenecen. 
—Permítame que le cuente una curiosa historia, pa que usté comprenda to. A su padre lo encontré un día en el majuelo, sangrando y casi desfallecido. Con tan mal aspecto que poco me faltó pa ponerme a vocear. Como buen cristiano, lo llevé a mi casa pa curarlo. No supo o no quiso dar explicaciones de su vida. Lo cuidé hasta que se pudo defender. Más tarde, el Soplao, un terrateniente de la zona, le dio trabajo. Así salió palante. Tol dinero lo ahorraba. Era reservao y se le veía poco por la calle. Después de varios años de no gastar un duro, se compró este terreno y se construyó esta casa. Nos hicimos muy buenos amigos, casi como de la familia. 
»Un buen día, le vino aquella manía... Se le metió en la cabeza que tenía que recuperar sus tierras; las pocas que heredó de su familia, pa pasárselas a su hijo, y que si no lo conseguía de una forma, lo conseguiría de otra. A partir de ese momento me atrapó pa un buen embolao. ¿Y qué podía hacer yo? Por no contradecirlo, le di gusto como buen amigo. Que se le metió en la mollera, oiga usté, que si no se podía ir a su tierra, se la traería pa aquí. Y ahí nos viera a los dos, como taraos, echando viajes al pueblo de usté y de él, que no pue decirse que esté aquí al lao. Conducíamos un viejo remolque, que nos traíamos casi siempre bien cargao de tierra, ¡de las suyas claro! Siempre de noche, como bandidos, con el alma en un puño por si nos pillaban. Muchos viajes echamos, muchos. Y nunca nos cogieron, que he oído contar que creyéndose la gente que rondaba un ánima en pena, no se atrevían ni a asomar. El tractor siempre listo pa arrancar, por si había un lío. 
»Le puedo asegurar que ya hay más tierra suya aquí, en este suelo que ahora pisa, que en su pueblo natal. Pero la última vez… fui un cobarde, lo confieso. Estábamos cargando tierra, como de costumbre. De pronto su padre se encontró mal, y antes de decir ni mu, cayó de bruces al lao del hoyo. Intenté ayudarlo, pero bien se vía que estaba tieso. ¡Pobre Ambrosio! Me entró tanto miedo que me subí al tractor y tiré palante. Si llegan a echarme mano, ¿cómo. hubiera explicado to aquello? Comprenderá que los míos no son años ya pa acabar con los huesos en presidio. 
»Ahora usted verá lo que hace, yo ya he cumplido. Si anda ligero, todavía lo encontrará en el depósito y podrá reclamar el cuerpo, pa que repose aquí, bajo sus tierras. 
Alberto antes de cruzar la puerta se volvió intrigado y preguntó:
—Oiga, ¿es posible que mi padre le dijera qué persona intentó matarlo?
—¡Qué iban a intentar! Él mismo se pegó el tiro; pa quitarse del medio, que estaba amargao y no quería amargar también la vida de su esposa y la de usté. Se encañonó la sien, pero le temblaba el pulso, ¡que pa matarse hay que tenerlos bien puestos! El tiro se desvió y le llevó un buen tajazo de la frente. Se desmayó del susto y de los nervios. Cuando recobró el sentido y vio toda esa bulla alrededor, salió corriendo como alma que lleva el diablo, sin mirar pa atrás. Con el barullo, nadie reparó en que el muerto se marchaba. ¡Na más! 
»A trancas y a barrancas, sus pasos le trajeron hasta aquí, por mera casualidad. Llegó medio desangrao. Con los años se alegró de que le fallara la mano. 
Alberto sonrió con ironía. Habían sido demasiadas revelaciones para un solo día. 
Arrancó el coche. La vida lograba ser desconcertante. ¡Quién le iba a decir que sabría de su padre después de cuarenta años muerto. Y recién fallecido por segunda vez!
 

sábado, 10 de diciembre de 2016

NUBES


    Borreguitos de algodón, globitos de sueños.
    Diseño a mi antojo las sombras ...
    que mi mente idea.
    Plastilina esponjosa que obsequia deseos,
    Retazos del alma empapados
    en dulces y besos.

sábado, 3 de diciembre de 2016

DESGRANAR UNA GRANADA



Hace poco vi una técnica, que circulaba por el WhatsApp para quitarle los granos a dicha fruta. Según lo veías, parecía ser la cosa más fácil del mundo y... ¡TAN LIMPIO!
Lo probé al día siguiente, en cuanto compre una granada. Yo intento aplicar los buenos inventos o recetas. Aparentemente todo es fácil, pero, a la hora de la verdad..., tiene su intríngulis. No quedó mal, pero no tardé poco. Sé que de tenerlas que desgranar así, acabaría no haciéndolo.
Luego busqué y busqué en Internet y encontré métodos parecidos, algunos mas y algunos menos complicados. Al final decidí seguir con la técnica que me enseñaron hace un tiempo, y que os muestro en imágenes:

  1.- Se corta al medio.
  2.- Se ahueca la cáscara tirando de los lados, alrededor, estirándola o apretándola. Sin romperla, esto es muy importante.
  3.- Por último, se golpea con la parte plana de una cuchara hasta que se desprendan todos los granos.

   Limpiad un poco los restos. Es una opción bastante aceptable. Si no lo habéis hecho ya de este modo, probad.

 

 



martes, 29 de noviembre de 2016

LOS RETOS DE ENJAMBRE

       
                 Por fin se abría la trampilla; el momento que yo esperaba con ansia y desazón. Noté una cálida oleada de sosiego, que ralentizó mi corazón desbocado lo suficiente para que no me estallara. Me sentía como el gladiador que irrumpe en la arena a ciegas, dispuesto a machacar a un rival sin rostro, despersonalizado. Con la consigna de vencer o perecer luchando. Autoinoculada de valor. 
Las multitudes aparecerían pronto, tenía que evitar que me arrasaran, aunque, por suerte, había conseguido adelantarme. La clave estaba en el tiempo, en la agilidad y en la astucia. En realidad, en la acertada combinación de las tres. Prefería no pensarlo. 
Me vi de pronto en medio de un círculo del que arrancaban no pocos caminos. Cabía la posibilidad de que todos me condujeran a la victoria, pero ¿y si no era así?  
Me sentía confusa y perpleja, pero no podía permitirme demoras. Eché un rápido vistazo a los caminos, con la ilusión de encontrar un signo, distintivo, señal…, que, sin embargo, no hallé. Me lancé hacia el más cercano y corrí. Nada, absolutamente nada en el trayecto llamaba mi atención. Mi intuición me reiteraba que por allí no llegaría a los `Trofeos´. 
Los Trofeos lo eran todo, por ellos nos inmolábamos. Significaban la honra, la gloria…, el laurel. Tenía que conseguir el mayor número posible para salir victoriosa. Y eso… no resultaría fácil. 
Me detuve y me di la vuelta. Casi choqué con otro cazador. El uno frente al otro: rígidos, estáticos. Nos sostuvimos la mirada. 
Arranqué a correr de nuevo, me golpeé con otros dos ojeadores, que venían en dirección opuesta. Nos tambaleamos. Dolió. Apreté el ritmo, sin mirar atrás. 
Me introduje como el rayo en un nuevo sendero, pero mi inconsciente protestaba: mi instinto, mi “Pepito Grillo”…, qué sé yo. 
Tres intentos, tres fracasos. Sin perspectivas, y mi moral decayendo. Gracias a la intrepidez de mis piernas, abordé la cuarta vía. Mi mente se agitaba y dispersaba en un universo de desesperanza. Se hacía tarde. 
De pronto me vi atrapada por una avalancha de fanáticos, que me arrastraban. 
Me resistí.
 No me sirvió de nada, me desplazaba, a pesar mío, entre aquella imparable horda humana. Luché por zafarme de la masa, inútilmente. Perdí el equilibrio y me aferré al más cercano. Su expresión iracunda me fulminó, y arrancó mi mano de su ropa, con resentimiento. Constaté la impiedad del ENJAMBRE. Era deprimente, y lo más deprimente es que yo misma formaba parte de esa turba. Todos mutamos a monstruos en determinadas circunstancias. 
Fui atropellada y pisoteada. Piernas impasibles y automatizadas deambularon sobre mí. Me revolví, busqué un asidero. Me icé. 
Comprendí que me sería totalmente imposible retroceder, así que decidí avanzar entre los cazadores. Después de todo, las tendencias populares tienen mucho acierto; y, puesto que todos avanzaban en esa dirección, debía de ser la correcta. Sin embargo, ¿qué Trofeos quedarían para mí cuando alcanzase la demarcación? Demasiada ansiedad, demasiados rivales, demasiada presión… La batalla se presentaba complicada. Desestimé el triunfo pleno; pero sin renunciar a mi empeño y a mi entusiasmo. 
Que nadie me pregunte porque no sé cómo lo hice (desgarrones, arañazos, magulladuras…): conseguí adelantar puestos y situarme entre la primera tanda. ¡Arribé! 
Una hermosa explanada dilató mis pupilas e insufló de placer mi corazón. Allí estaban Ellos. Espléndidos Trofeos, relucientes en sus anaqueles; enmarcados por rótulos y luces resplandecientes. La tentación en bandeja. Uno de ellos me deslumbró y, palpitante, enfilé hacia él. Lo agarré, lo contemplé con delirio. No llegué a estrecharlo contra mí, cuando una zarpa (que no mano) empezó a tirar de él. Yo lo apreté con ahínco; me lo arrebataba. Los dos tirábamos con frenesí. Me lo arrancó, se lo apropio y desapareció como una exhalación. Enrojecí y palidecí casi a la vez. No era momento de lamentos, mi honor y mi salvación estaban en juego. Arremetí contra un nuevo Trofeo. Otra disputa, otra tortura, pero esta vez yo me lo quedé. 
Cuando acabó la lucha y los mejores Trofeos se extinguieron, me hallaba en posesión de tres. El gozo me desbordó. Nadie me tildaría ya de fracasada. Exuberante, y con mi orgullo enhiesto, volví al hogar. He de reconocer que llegaba destrozada; casi a gatas tuve que subir el único tramo de escaleras. 
Un breve descansó y revisión de trofeos antes de presentarlos.
                                                                 
Un Blackfriday y un Cibermonday medianamente aprovechados: 
Una hermosa cuerda de escalada, tirada de precio. En aquel momento todavía no se me ocurría para qué usarla, teniendo en cuenta que no había practicado ese deporte en toda mi vida, ni creía que a mis cincuenta y cinco años me apeteciera iniciarme. Tal vez viniese bien para cubrir algún regalo, pues era de primera calidad. 
Un chollo de bañera `retro´, divina de la muerte, que tendría que disimular en alguna esquinita del piso, por si algún día decidía remodelar el cuarto de baño. Es que era tan mona… 
Y… dos docenas de calzoncillos de algodón, de la talla XL, porque estaban ¡nada menos! que al 80%. Tendría que echarme un novio bien fornido. 
Pero he de agradecer el no volver con las manos vacías. 
Eso sí: soy consciente de que tengo que entrenarme metódicamente porque ya están casi encima las “Rebajas de Navidad”. 


martes, 22 de noviembre de 2016

LAS PERLAS Y EL TRAJE NEGRO

—Abuela, ¿cuándo me contarás la historia del cuarto sellado?
—Aún es pronto, mi niño, todo a su tiempo —repetía la anciana con el alma anclada en el ayer—. Todo a su tiempo.
Pero el tiempo pasó y el crepúsculo se llevó a quienes podían contarle el secreto de la historia, antes de lo que cabía esperar; a hurtadillas.
Abel creció arropado por la incertidumbre. La casa pasó a su disposición y sació el ansia que venía apaciguando desde niño. Se encaró al enigma del aposento prohibido con la esperanza de calmar sus inquietudes.
Un remiso aleteo de secretos profanados retumbó en su oído al asir el pomo de la puerta. Los goznes le saludaron con un fatigoso chirrido. Atisbó el interior, una enmarañada y fría bruma le permitía apenas vislumbrar algunas telarañas rancias y una costra de polvo de ausencias. Afiló la vista y, camuflados entre el vaho, distinguió los dos únicos objetos que despertaron su atención: un traje negro doblado sobre el respaldo de una silla y un platillo con perlas desgajadas encima de un velador. No encontró en aquella estancia emociones especiales ni le desveló vivencias misteriosas y ocultas. Abandonó el cuarto, decepcionado y vacío.
Volvió, no obstante. Repitió las visitas a la habitación del traje y de las perlas. Se sentaba frente a ellos, sorbiéndolos con la mirada, como hechizado, mientras las perlas cegaban sus pupilas con brillos desmayados.
Un malestar de cuerpo y ánimos aparecía tras un sostenido lapso de contemplación. Abandonaba, incómodo, la habitación sellada y cerraba la puerta con la intención de no volver a abrirla, arrepintiéndose de haber entrado. No obstante sentía, cada vez más obstinada, la llamada de aquel cuarto reclamando su presencia.
Sin duda, existían recursos para averiguar el significado de aquel traje negro y aquellas perlas, sin embargo, le asustaba remover posos estancados.
A veces los amigos de Abel bromeaban a su costa:
— ¡Seguro! No llegarás a casarte: jamás serás capaz de ponerte el traje de novio.
No erraban del todo, desde pequeño los trajes le habían disgustado. Su aversión a ellos rebasaba toda lógica. Él mismo no entendía la razón. Sólo pensar en el uso de uno le producía náuseas. El traje le resultaba una prenda hostil, enemiga; una camisa de fuerza para volverlo loco.
Y allí estaba aquel, airoso, ufano: el traje de la habitación sellada. Abel trataba de ignorarlo, pero el traje, cada vez con mayor pujanza, imponía sus antojos; pretendía remover su debilidad, humillarle, ridiculizarle… Aquel traje le obsesionaba más aún, cuanto más trataba de olvidarlo. Le absorbía el sentimiento, lo arrastraba; y volvía a traspasar la puerta de la habitación prohibida. Le desnudaba el alma, despertando en ella tiernos anonimatos agazapados en el tiempo.
Un buen día Abel se levantó con el firme propósito de acabar con el tabú, con la tiranía de la prenda. No consentiría por más tiempo que asunto tan trivial condicionara su existencia. Se rebuscó en las entrañas hasta juntar el coraje necesario, pegó una patada a la puerta de la habitación sellada y la franqueó con ímpetu. Retó a duelo a sus enraizados escrúpulos hasta vencerlos. Aferró el traje con rabia y consiguió ponérselo. Miró las perlas y estas inyectaron en sus ojos fulgores suplicantes.
Se lo llevó a la calle y se dirigió a los lugares apropiados para camuflarlo: casinos, salas de fiesta, ambientes de traje y etiqueta... Le diluyó entre chaqués y escotes perfumados. Intentaba con ello vulgarizarlo, reducirlo a un objeto ordinario, uno de tantos. Le demostraría su insignificancia y su simpleza, le bajaría los humos a cualquier precio.
Bebió desmedidamente. Levitó sobre su propio yo, hasta reposar ingrávido entre la realidad y la inconsciencia. Flotaba ebrio de vacío y regado de futuro; empolvado por alientos engomados.
 Regreso a su casa con dificultad. Embriagado. Maldiciendo en cada chispa de conciencia el vil traje que intentaba reavivar los fantasmas en letargo de la infancia y de la adolescencia. No toleraría por más tiempo aquella mofa. Una feliz idea se fraguó en su mente.
Casi pletórico cruzó el umbral. Atravesó el vestíbulo y dejó atrás, en el espejo, una imagen burlesca. Retrocedió unos pasos para contemplarla. Descubrió un traje insolente y cínico, con un hombre dentro, de ojos viperinos, que le taladraba los recuerdos. Un rostro de facciones escurridizas que jugaban a confundirlo. Se juró eliminar el envanecido traje.
Pero, a fin de cuentas, el traje se había salido con la suya: someter al joven y él... se lo sirvió en bandeja. Inoculado de insensatez y de arrogancia, Abel lo usó, lo paseó, le dio alas. Se sintió de pronto sucio y asqueado.
Corrió a la habitación sellada a quitarse el traje y encerrarlo en su prisión, de donde no debió sacarlo. Rebuscó en un cajón del escritorio hasta encontrar un estilete. Se lanzó al traje y lo acuchilló. El traje, al sentirse herido, se revolvió cual alimaña en busca de carroña y descargó en Abel mordaces revelaciones. Atestó la cabeza de Abel con agraces confidencias que este se resistía a recibir. Como mandíbulas de acero se introducían en sus sienes. Polillas devastadoras de intimidades allanaron sus sentidos y derramaron en ellos silencios pregonados. Al oírlos, un estallido lo rompió en pedazos. Una luz molesta y cegadora le anegó de recuerdos desterrados e indeseables. Un grito mudo tensó la niebla. La angustia apuntaló sus sombras y suplicó la madrugada.
Se despertó con una fuerte resaca, pero con un propósito inflexible. Salió de compras, entre otras, un collar de perlas; de perlas engarzadas, ni sueltas ni desvalidas.
 Una nueva noche se anunció, y la oscuridad le forzó de nuevo a visitar los mismos lugares de la jornada anterior: espacios donde el traje reina. Era inevitable que frecuentara esos círculos, estaba decidido a terminar con la maldición del traje, que le había poseído. Regresó cansado, pero satisfecho, su espíritu se había liberado de una parte de sus ligaduras.
Y lo mismo sucedió una y otra noche. Cansadas noches de rondas justicieras y agotadoras.

En su despacho de la zona centro se desgañitaba irritado el comisario. Gesticulaba con una mano en lo alto y golpeaba con la otra un manojo de papeles contra la mesa. A voz en grito repasaba los detalles, una y otra vez, infatigablemente:
—Nuestra asesina es una psicópata. Sus víctimas siempre se tratan de hombres con traje negro. En cada crimen, una perla blanca, ¡auténtica!, aparece incrustada en la garganta del cadáver. Siempre actúa sola, con habilidad felina. Un buen número de testigos aseguran haberla visto: discreta, misteriosa, elegante…, como quimera de antaño. Luce un vestido de organdí y un collar de perlas. Nadie es capaz de precisar de dónde viene ni adónde va. Aparece de pronto, del vacío, y se desvanece sin dejar rastro.
Y mentiría si dijera que a mí me quita el sueño la suerte de esos desgraciados: hombres pendencieros, maltratadores, infieles, de vida libertina... Sus mujeres dispondrían de sobrados móviles para acabar con ellos, pero no lo han hecho, ¡no!, está comprobado. Ha sido una extraña, una auténtica desconocida, y nosotros seguimos como al principio.¡¡Me pregunto cuántas perlas llegará a emplear aún!!

Una vez más, tras su ronda nocturna, Abel volvió a su casa, se preparó un café y se puso cómodo. Poco después se adentró en la habitación sellada. Sonrío feliz al comprobar que ninguna perla suelta quedaba en el platillo. Se desabrochó el collar y lo observó complacido, ambos se habían ganado un buen descanso. No se lo pondría nunca más. Lo colocó sobre la mesa; ya decidiría un buen destino para él.
Tomó el estilete y redujo a hilachos los últimos jirones de aquel traje, acuchillado día a día. Echó los desgarrones a la chimenea y los prendió. Se quitó el vestido, compañero de sus noches, y lo añadió al fuego, había cumplido su misión. Mientras ardían obligó a su mente a revivir una vez más los recuerdos enquistados que le habían trastornado. Una última vez, pues la evocación sería devorada por las llamas junto a los retazos:

"Un hombre con traje negro avanzaba por el pasillo, dando traspiés. En el dormitorio una mujer con vestido de organdí miraba melancólica por la ventana. La observaba de soslayo, con la mirada torva de la embriaguez, mientras se quitaba el traje. Lo soltó sobre la silla y se acercó a ella. Apoyó su mano sobre el hombro nacarado. Ella se volvió y retrocedió unos pasos; el collar de perlas que adornaba el fino cuello resplandeció. El hombre la acarició; primero con codicia; con lascivia y crispación después. La mujer trató de liberarse de las obscenas manos que mancillaban su cuerpo. Ante el rechazo, el hombre se exaltó aún más. Hundió sus dedos en el cuello y apretó con furia. Las perlas se incrustaban en la sedosa y blanca piel, que se iba volviendo grana.
Abel se despertó y entró en la habitación de sus padres. Incrédulo, contempló la escena. Las manos de la mujer se desesperaban por apartar las del hombre, y en mitad del forcejeo el collar de perlas se rompió.
Los miraba horrorizado. Aquello le despedazaba el corazón. Descubrió en su padre la serpiente que seduce al cisne para estrangularlo, y lo aniquiló con la mirada; pero los ojos coléricos y delirantes de este escarnecían al niño, mientras le gritaban:
—¡Tú… qué miras! ¡Así es como da la talla un hombre!
Con los puños apretados y la mirada atónita, se acreditó a sí mismo como cómplice involuntario de la infamia. Desarticulado por el pánico, consentía despojar los pétalos de la dulzura y presenciaba el último soplo de una mariposa quebrantada.
Y la inocencia de Abel cayó aplastada bajo la terrible carga de la culpa.
La presencia y el sufrimiento de su hijo intensificaron la agonía de la madre mucho más que la inminencia de la muerte. Las perlas del collar saltaron y se desparramaron por la habitación al compás de las lágrimas del niño. Perlas y lágrimas se fusionaron en un desolador dueto.
El tintineo de las perlas contra el suelo se apagó con el último suspiro de la víctima, que se derrumbó tras ellas. Las lágrimas de Abel se helaron. Y su sangre. El alma se le quebró en dos. El reloj de su aliento se detuvo. Interiormente murió. Quedó clavado en el umbral. Ni el empujón despiadado de su padre, al escapar, logró arrancarlo del sitio. La habitación se tornó negra.
¡No supo qué pasó después ni cuánto duró! Se mantuvo imperturbable hasta que alguien tiró de su mano y lo apartó de allí. Caminatas, gritos, llantos… La habitación se selló, también su mente. Una compasiva losa de prudencia lacró la carcoma de la injuria.
La llaga del corazón se cerró en falso, aunque… a veces le tiraba.”

Con esa postrera reencarnación, la historia se desvaneció definitivamente. Las lágrimas se secaron. La densa niebla se desperezó y el cuarto sellado recobró la claridad.
Un sol optimista le hizo abrir los ojos a una mañana que le resultó radiante como ninguna otra.
Días más tarde se celebraba la boda de su mejor amigo. Él sería uno de los testigos. Abel se anudó la corbata, a juego con su traje claro.
La novia entró en la iglesia y todas las miradas se clavaron en ella.
 “¡Qué guapa, con aquel collar de perlas que realzaba su esplendor!”
Un hermoso collar regalado por Abel con motivo de la boda. Cuando pasó a su lado, Abel lo contempló: las perlas imprimieron en sus ojos destellos renovados.
Evocó el rostro de su madre. ¡SU MADRE!, hermosa palabra y hermosa imagen, condenadas al desarraigo durante tantos años. En lo sucesivo su madre lo acompañaría siempre, rescatada del olvido y devuelta a la añoranza.
La novia ocupó su sitio en el altar. Abel sonrió complacido.
 “Ahora ella también puede sonreír tranquila. Los trajes ya no se saldrán con la suya. La afrenta del collar ha sido resarcida”.

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