Andrea
se afanaba en controlar el galope que su corazón, desbocado, iniciaba hacia la
adolescencia. Se sentó en el borde del estanque, en la misma piedra de la
primera vez. Paladeó la tarde, condimentada con cálidos matices otoñales. El horizonte,
en plena madurez, igual que ella, quedó cubierto de rubor por los jirones que
el sol perdía al retirarse.
El alma se le derretía con
la proximidad de aquel momento. Soñaba
con él, vivía para él. Era el pilar que sostenía los insoportables vacíos de su
vida y los cincelaba de sentido. La eternidad de esas, ya casi habituales, esperas siempre merecía la pena.
El hombre al que amaba procedía de otro mundo, de un mundo paralelo. Un
amor secreto, cuya existencia no podía confesar a nadie. ¡Quién iba a creerla! Parecía
inverosímil, pero aquel hombre existía. No era ninguna ficción ni invento. De
no haber sido aquello auténtico, todo el mundo de Andrea se habría balanceado
en una pompa de jabón.
Y se amaban con todas las fuerzas de su ser, como dos niños que descubren juntos el amor. Pero, por desgracia, ambos mundos eran infranqueables entre sí; el contacto físico entre ellos: una quimera. Disponían de un inmenso campo visual, que quedaba restringido a los demás sentidos. Su relación se limitaba a la contemplación, pero sabrían mantenerla viva, disfrutarla con pasión.
Y se amaban con todas las fuerzas de su ser, como dos niños que descubren juntos el amor. Pero, por desgracia, ambos mundos eran infranqueables entre sí; el contacto físico entre ellos: una quimera. Disponían de un inmenso campo visual, que quedaba restringido a los demás sentidos. Su relación se limitaba a la contemplación, pero sabrían mantenerla viva, disfrutarla con pasión.
Andrea
se preguntaba qué fenómeno los habría reunido, y quería responderse: “La fuerza
del amor; fuerza misteriosa que se anticipa al destino y lo dispone”. Esta vez,
precisamente por insólito y oculto, nadie le arrebataría su regalo.
El cielo resplandeció y se encendió
la tarde. La naturaleza se impregnó de vetas luminosas. Por medio de aquellos
signos constataba Andrea que ÉL se aproximaba, aunque no lo divisara aún. Aunque
sólo constituyera un trazo más en la lejanía. Se acercaba radiante, feliz, esperanzado.
Ella, agitada, se puso en pie para recibirlo.
Como tantas veces, ÉL le ofreció una flor. Lamentablemente, sabían de
antemano que no podría cogerla; la barrera invisible que se alzaba entre ambos
lo impedía. Seguidamente, el hombre ancló en Andrea una mirada ardiente que lo
decía todo, que pregonaba un amor ilimitado. Andrea sentía la emoción
derramarse de su cuerpo. Se acercaron uno al otro, sorbiendo el tiempo y el deseo
refrenados. Aunaron sus manos sobre la pantalla invisible, casando lentamente
las yemas de sus dedos. Después dieron alas a sus sueños, para fundirse en un
beso etéreo y prolongado. No sentía el contacto ni el calor de la otra piel, pero
la enajenaba. Andrea podía imaginar el placer
indescriptible que supondría disfrutar de las sensaciones usurpadas.
Se zambulleron embriagados en el
éxtasis que generaban juntos. Más tarde se sentaron, pegados uno al otro, hasta
casi olvidarse de la banda divisoria. Se contemplaban; intercambiaban deseos,
sonrisas, ademanes… para confabularse luego en un juego íntimo y particular:
Andrea coqueteaba con los pétalos de una flor: me amas, no me amas… Se
lanzaban agua del estanque, que resbalaba como un abanico de gotas suspendidas
en el aire. Se adoraban con los gestos, se embarcaban en interminables recorridos
a lo largo de la línea divisoria. Deslizaban sobre ella las palmas de sus manos,
emparejadas. Se acariciaban las mejillas, intocables tras ese gélido campo magnético,
que se burlaba de los dos.
Y así, en sus distanciadas citas, entre detalles simples y
complicidades desmenuzaban las tardes, hasta que las horas palidecían, ajadas y
desnudas.
Cuando oscurecía, era inevitable la hostil separación. El tiempo se les
consumía como un breve lamento. Se miraron con el alma y se emplazaron para una
nueva cita.
Se alejaban rotos, con la hiel en la garganta. Heridos de despedida.
No volvían sus cabezas hasta que el paisaje de ambas zonas se hermanaba, hasta
que el mundo al otro lado se desvanecía por completo.
Llegaría un nuevo día.
En su eternidad de ausencias, el ánimo
de Andrea flaqueaba, y meditaba a fondo sobre ese amor mutilado, pero… qué
pocos amores conocía que no fueran incompletos. El hastío de pensar en amores desteñidos
por el roce, por la hipocresía y el engaño, por las intromisiones ajenas…, enaltecía
el suyo. Su amor se mantendría, al menos, impecable y fresco como el primer
día. Su sabor prohibido lo convertía en
un sentir sublime, en una entrega libre y desinteresada. En su forzada renuncia
ambos se anulaban a sí mismos hasta generar un solo ser.
Andrea no
podía escuchar los suspiros de su amado, ni sentir sobre su piel la caricia de
sus manos,
la seda de sus labios, pero se estremecía con sólo imaginarlo.
Aceptaba lo que tenía, y era infinitamente superior a cualquier otra
opción que su mundo le ofreciera. Pensaba en algunas parejas de enamorados cuya
felicidad se anquilosaba. Parecían sumirse en la apatía, se palpaba el
fingimiento. Eso sí era lastimoso. Ella vivía feliz con aquellos ratos. Su
esplendor e intensidad bastaban para compensar los infinitos vacíos,
soportables sólo por el recuerdo de Tristán.
No lograba descifrarlo, pero al recapacitar en todo aquello, arribaban
a su memoria retazos de un amor baldío, que conformaban en su cabeza un
entramado oscuro, que por alguna razón se le escondía. Desterradas de su
pensamiento, no recordaba —ni deseaba hacerlo— las vivencias de un amor añejo,
que agonizó por alguna causa arrinconada, y cuya evocación dejaba un poso
amargo.
Andrea no faltaba a sus citas ni una sola tarde, a pesar de que los
encuentros distaban mucho unos de otros. Al principio vivía horrorizada ante la
idea de perderlo, pero acabó tranquilizándose. Él manifestaba tanto o más
anhelo que ella.
Las ausencias la herían más que nada. Sentarse a mirar la lejanía
infecunda y desolada, el sitio de su amor, desierto. Un dolor punzante le
incitaba a gritar a los cuatro vientos: ¡Ven, no me falles, sólo estos ratos me
sostienen! Luego rebuscaba en su interior para encontrar las fuerzas con que
seguir luchando.
No obstante, a pesar de todos sus esfuerzos, una sombra aviesa
hostigaba su cabeza: un terror irracional a que todo fuera un espejismo y la
magia se quebrara. La posibilidad de que algún día esas ausencias se
perpetuaran. Para resistir, se aferraba a la irreductible convicción de que lo
suyo era inmutable. Para qué habría de comprometerse el destino en trastocar
las leyes naturales de forma caprichosa ni de implicarse en aquel fenómeno
excéntrico, sin una causa concluyente. Lo más seguro es que tratara de enmendar
algún error en el orden de las cosas.
La primera vez que se encontraron Andrea se sobresaltó. Removía el
agua con su mano, cuando fue invadida por una turbadora percepción. Una intensa
claridad se anunció a su espalda. El estanque resplandeció, salpicando de
destellos el verdor. Se volvió de repente y lo encontró detrás. Sus miradas se
cruzaron, profunda y pausadamente, silenciosas; se anudaron con firmeza hasta
trascender el universo. Se vertieron uno en otro; fusionaron sus corazones en
un único latido. Cuando regresaron de su éxtasis supieron que se pertenecían,
que quedaban vinculados para siempre.
Él se anticipó y le tendió una mano para que se aproximara. Ella
intentó aferrarla, pero un obstáculo invisible se lo impidió, una fuerza
cósmica gravitaba entre los dos imposibilitándoles algún contacto. Quisieron
dialogar y no se oían. Elevaron sus voces hasta desgañitarse, pero aquella
infranqueable barrera las enmudecía. Atónitos, perplejos, se creyeron víctimas
de alguna despiadada broma. Intentaron encontrar una apertura que les
permitiera unirse. Recorrieron tanto tramo del muro transparente como les fue
posible. En vano. Aquella situación iba más allá de su entendimiento. Tuvieron
que admitir que se encontraban en dos mundos diferentes, incomunicados entre
sí.
Se observaron consternados. Andrea advirtió detalles que hasta ese
momento la proximidad del joven había empañado. El paisaje, unos pasos más
allá, nada tenía que ver con el suyo: pigmentos violáceos reposaban sobre
mantos anaranjados y platinos, adornando una vegetación armoniosamente
repartida.
Se preguntaban qué causa había producido aquel inusual fenómeno, qué
motivo les había hecho encontrarse. Una fuerza oculta, ajena al tiempo y al
espacio, los conectaba sin contar con ellos.
Pese a que todo apuntaba a un desvarío, se encontraban allí; uno
frente al otro, sin saber qué hacer ni qué pensar. Se miraban embobados,
confusos, humillados. Atrapados en aquel juego del azar; apresados para siempre
con sólidas cadenas de amor y de renuncia.
Un pespunte de esperanza mantuvo entera a Andrea. Siempre existe alguna
puerta, alguna unión. El amor la encontraría.
No se rendirían jamás mientras el fenómeno se produjera. Y se produciría, una certidumbre
interna le decía que aquel amor no emergía de la casualidad, obedecía a alguna
causa superior que desconocían.
Andrea
regresaba temerosa a cada encuentro. Las noches apagaban su optimismo, pero
la luz del día lo reponía. Lo podía ver aproximándose a ella con el corazón en
su sonrisa. El amor brotaba y avanzaba como un fuego arrollador. En el lenguaje
del amor se comprendían.
Lo llamó Tristán por llamarlo de algún
modo, y por la similitud de ambas historias. Tristán, el enamorado de Isolda, que
alentaba un amor prohibido. Desafiaban al destino, a merced de un oleaje de ansia y de pasión
que les devoraba el ser. Encadenados a su suerte por un filtro amoroso, que los
empujaba antes a la muerte que a la privación. Al igual que esa pareja, qué
pasión los consumía cuando estaban cerca; qué desazón, cuando estaban separados.
Cada día, Andrea cavilaba la manera de seguir ahondando en él. Deseaba
hacerle partícipe de su vida, de su mundo y sus deseos. Anhelaba adentrarse en
sus vivencias, en sus sueños, en su intimidad. Incorporar la esencia de Tristán
a su propia esencia.
Así pues, para facilitar un mejor entendimiento, decidió enseñarle su
lengua, por escrito. Cada día dibujaba objetos y anotaba el nombre, mostrándoselos a continuación. Confiaba
en que la comunicación profundizase.
En lo que más empeño puso fue
en su nombre. Para que Tristán lo hiciera suyo. Escribía ANDREA y se lo
mostraba. ¡AN-DRE-A!, deletreaba, al tiempo que señalaba alternativamente a sí
misma y al vocablo. AN-DRE-A, una y otra vez. Le veía repetirlo en el
movimiento de sus labios, mientras asentía y le mostraba la sonrisa más cálida.
Sin embargo, algo en la conducta de Tristán la desconcertaba y le
producía una tenue decepción. Él nunca tomaba ninguna iniciativa por enseñarle
su lenguaje. Irradiaba amor; eso era evidente, se volcaba en detalles y
ternuras, pero no tomaba un lápiz y anotaba, a pesar de las interminables sugerencias
de ella. Incluso parecía sorprenderse cuando Andrea le mostraba las grafías y dibujos.
Andrea se preguntaba si la civilización de Tristán no practicaría la escritura.
Tal vez estuviera en desuso o, quizás, hubieran desarrollado modos diferentes
de expresión. Pero por qué no se lo hacía saber de alguna forma. No quiso
preocuparse sin necesidad, alguna explicación habría. Aquella duda era
insignificante para malograr su dicha.
Lo
vio acercarse a un nuevo encuentro. Tristán
estaba encantador, aunque ligeramente taciturno, como si presagiara algo
diferente; o, quizá, solo fueran conjeturas de ella que siempre deseaba poseerlo
un poco más.
La relación entre ambos fluía tiernamente, cuando comenzó a llover. Al
principio solo una llovizna grata y refrescante. Luego arreció y Andrea se afligió.
Allí no tenía dónde cobijarse ni objeto alguno para protegerse de la lluvia. Y,
con toda certeza, vendrían a buscarla.
Tristán hizo un intento de cubrirla
con su chaqueta. ¡Pobre!, alguna vez se le olvidaba que no podía llegar a ella.
Andrea reparó que al otro lado, en el mundo de Tristán, no llovía. El
atardecer se mantenía intacto y soleado. Sólo ella se mojaba. Como se temía,
una persona acudió con un paraguas para resguardarla de la lluvia, apremiándola
a retirarse. Desconsolada se pegó a la línea divisoria, el agua recorría sus
facciones disimulando los gruesos lagrimones que vertían sus pupilas.
Al suplicio de la despedida nunca se acostumbraría, pero así…, de
aquel modo tan abrupto... De nada valía insistir en que se olvidaran de ella, de
la lluvia, del frío o de las inclemencias…, que la dejaran con su amor a solas.
Podía delatarse y desvelar su relación. Tratarían de arrancarle su dulce
locura.
Se alejó contrariada, aunque, al final, se iluminó su rostro: quizá la
próxima vez fuera la señalada para descubrir la puerta oculta entre los dos
mundos. Se lo anunció a Tristán con la mirada; sabía que la entendería. Le
dedicó una sonrisa de despedida amplia y clara como la luz del día que dejaba
al otro lado. Su cara denotaba triunfo: poseía un amor por encima de todos y de
todo. Nunca se lo arrebatarían porque nadie más sabía de él, porque para nadie
más era accesible.
Él la contemplaba
pesaroso mientras ella se alejaba con su porte de princesa. Erguida, segura de
sí misma, con la expresión radiante y victoriosa. Su remordimiento se aplacaba,
en parte, al ver cómo Andrea recreaba aquel paraíso de dicha en medio de su
desgracia. Un trastorno pasajero, le dijeron al principio, un choque emocional.
Un trastorno pasajero que se prolongaba demasiado y que a él le minaba la
moral.
La enfermera tiraba de
Andrea, que se hacía la remolona, sin dejar de mirar atrás. La dirigía
impaciente hacia la entrada para evitar que el agua las calara.
Alberto —y no Tristán,
como ella se empeñaba en llamarlo— no se movió del sitio hasta que Andrea, su
mujer, hubo traspasado el umbral de la Clínica para Trastornos Mentales. Aún
esperó un poco más. Hasta que la perdió de vista. Durante unos instantes clavó
su mirada en las rosas, que ella nunca quería aceptar, las recogió y las colocó
en el borde de la fuente. El gesto triste, hundido. Observó los papeles en el
suelo, mojados.
Caminó hacia la salida,
encendió un cigarrillo y dejó volar el pensamiento. Su corazón se desgarraba
entre dos sentimientos encontrados. Y ante la incertidumbre.
“Si no la hubiera
traicionado —pensó—, no se hallaría en este estado. Y si no hubiera caído en
este estado, ¿habría sido yo capaz de abandonarla para siempre? ¿Realmente lo
hubiera deseado? Yo sí que estoy loco”.
Todavía se estremecía al
recordar la mirada incrédula de Andrea, horrorizada por la evidencia, y
haciéndole preguntas para las que carecía de respuesta.
—Dos años de mentiras,
Alberto, ¿alguna vez te hice daño o te fallé? ¡¡DÍMELO!! ¿Por qué me engañaste?
Jamás me lo hubiera esperado de ti. Todo el mundo murmuraba en secreto. ¿Nos
merecemos esto? ¿Yo. O tus hijos? Te he adorado, Alberto. Sabes que te he
adorado con todo mi ser; desde los dieciséis años. Aún lo hago. Tú eres toda mi
vida, si te vas me la arrebatas.
¿Qué podía argumentar a
eso? ¿Que su ansia de emociones fuertes, su renovada eclosión sexual, aquel
oasis en la edad madura… constituían para él una necesidad vital —justificación
que en realidad usaba para engañarse a sí mismo—. Que su ego y su felicidad
particulares pesaban mucho más en la balanza que los de su familia? ¿Pedirle a
Andrea que sacrificara con entusiasmo veintitrés años de relación, de vivencias
compartidas, de hogar, de vida familiar estable...? ¿Y todo para complacerlo a
él?
“Pero… la dejé. Y me fui”
A los pocos días de
ingresarla en el nuevo Centro de Salud Mental, el psiquiatra que se ocupó del
expediente de Andrea, le dejó bien claro su diagnóstico:
—Su mujer se ha protegido
con un mecanismo de defensa: la Regresión. Cuando un paciente sufre un traumatismo
psicológico que no es capaz de asimilar o de afrontar, se defiende, abandona
esa realidad que tanto le daña, ese estado que no puede soportar. Se refugia en
etapas anteriores, generalmente la niñez, un retroceso a la infancia. Se
encapsulan en este estadio, en el que se sienten amparados y ajenos a cualquier
responsabilidad o sufrimiento. Andrea se ha fugado hacia la adolescencia, es la
perpetua enamorada; esa etapa le resulta gratificante, debió significar mucho
para ella.
Alberto, allí, en frío,
dudaba de que aquello hubiera merecido la pena. Pero es que entre los brazos de
Silvia, su actual pareja, todo lo veía distinto. Le anulaba el ánimo, se le
embotaban los sentidos y se dejaba arrollar por una pasión que le estrellaba
contra el caos. Además de astuta, Silvia conocía bien sus debilidades y sabía
cómo manejarlas. Y él permanecía así, paralizado entre el “querer y no querer”,
entre el “poder y no poder”.
Se sentía sucio, cobarde.
A punto de asestar la segunda cuchillada.
Otra cuchillada más, sí.
Habían sido ya tantas… Silvia lo había convencido de un traslado en su trabajo.
Con ello pretendía debilitar al máximo el cordón umbilical que aún lo unía a su
mujer, a sus recuerdos. Sabía que llevándoselo lejos conseguiría reducir las
visitas; como mucho una al mes, o… menos, con un poco de suerte para ella.
Arrojó el cigarrillo al
suelo y lo aplastó con rabia.
Subió al coche, donde su
actual pareja lo esperaba. Se abrochó el cinturón. Retraído. Luchaba por apagar
la voz que aullaba en su interior recriminándole su falta de fidelidad; su
ingratitud.
A la joven le asustaba
romper el silencio, sabía de sobra lo afectado que le dejaban las visitas a su
mujer. Temía que los sentimientos de Alberto fueran más intensos de lo que
dejaba translucir, y de lo que él mismo suponía.
Tras un largo y
premeditado silencio, Silvia se atrevió a intervenir:
—¿Cómo la has encontrado
hoy?
—Cada día más eufórica,
pero a la vez más alejada de la realidad. No permite que la toque, se aparta de
mí como del fuego. Su mente se niega a regresar.
—¿Ha dicho algo?
—No, continúa sin hablar.
Escribe interminables listas de nombres, que me enseña una y otra vez. Sobre
todo el suyo: An-dre-a. No me reconoce, me toma por otro hombre.
Medió un espeso y
enrarecido mutismo.
—¿Será posible que aún se
acuerde de… lo nuestro? —aventuró Alberto, indiferente a una respuesta—. O, por
el contrario, ¿lo habrá olvidado todo? ¿Me habrá perdonado?
—No debes torturarte más,
cariño. —La joven endulzó la voz, pero esquivó su mirada—. La vida impone sus
circunstancias y las personas somos marionetas gesticulando a su antojo.
Nuestra pasión estaba escrita en alguna parte. Todo el mundo sufre decepciones,
tu mujer no es ningún ser especial.
—Le hicimos mucho daño.
La traicioné. Ella…
—¿Ella…? ¡Como tantas
otras! —atajó la joven, con un atisbo de crispación en la voz—. Ya te tuvo en
exclusiva durante muchos años; los vínculos no son eternos. Hay personas que se
anquilosan, que no evolucionan ni se adaptan a los cambios. Es estúpido pensar
que puedes guardar los sentimientos en un cofre. No te empeñes en culparte a ti
mismo o a nuestra relación de lo que provocó un carácter débil y el ansia de
posesión. Es de buen gusto saber retirarse a tiempo. Debió dejarte el camino
libre; sin dramatismos.
—Se aferró a lo que amaba
—musitó Alberto con la voz ahogada, dejando que las palabras de la joven
resbalaran; sin intentar retenerlas.
Silvia deseaba que
Alberto finalizase los trámites del divorcio de una vez por todas, pero no
creyó acertado sacar el tema en esos momentos. En aquel instante solo ansiaba
extirparle a su mujer del pensamiento. Depositó un seductor beso en la mejilla
de Alberto y puso el motor en marcha.
El beso llegó a él
resbaladizo y frío.
Como el agua de la
lluvia.
Esa imagen de una Andrea
adolescente, y locamente enamorada, le había removido los recuerdos.
Bonitas palabras; a mí siempre me llegan al corazón.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Me alegra muchísimo que te guste. Ya me contarás el resultado final. Un abrazo.
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