lunes, 13 de febrero de 2017

ENTRE CLAROS Y SOMBRAS

           Andrea se afanaba en controlar el galope que su corazón, desbocado, iniciaba hacia la adolescencia. Se sentó en el borde del estanque, en la misma piedra de la primera vez. Paladeó la tarde, condimentada con cálidos matices otoñales. El horizonte, en plena madurez, igual que ella, quedó cubierto de rubor por los jirones que el sol  perdía al retirarse.
El alma se le derretía con la proximidad de  aquel momento. Soñaba con él, vivía para él. Era el pilar que sostenía los insoportables vacíos de su vida y los cincelaba de sentido. La eternidad de esas, ya casi habituales,  esperas siempre merecía la pena.
El hombre al que amaba procedía de otro mundo, de un mundo paralelo. Un amor secreto, cuya existencia no podía confesar a nadie. ¡Quién iba a creerla! Parecía inverosímil, pero aquel hombre existía. No era ninguna ficción ni invento. De no haber sido aquello auténtico, todo el mundo de Andrea se habría balanceado en una pompa de jabón.
        Y se amaban con todas las fuerzas de su ser, como dos niños que descubren juntos el amor. Pero, por desgracia, ambos mundos eran infranqueables entre sí; el contacto físico entre ellos: una quimera. Disponían de un inmenso campo visual, que quedaba restringido a  los demás sentidos. Su relación se limitaba  a la contemplación, pero sabrían mantenerla viva, disfrutarla con pasión. 
           Andrea se preguntaba qué fenómeno los habría reunido, y quería responderse: “La fuerza del amor; fuerza misteriosa que se anticipa  al destino y lo dispone”. Esta vez, precisamente por insólito y oculto, nadie le arrebataría su regalo.
 El cielo resplandeció y se encendió la tarde. La naturaleza se impregnó de vetas luminosas. Por medio de aquellos signos constataba Andrea que ÉL se aproximaba, aunque no lo divisara aún. Aunque sólo constituyera un trazo más en la lejanía. Se acercaba radiante, feliz, esperanzado. Ella, agitada, se puso en pie para recibirlo. 
 Como tantas veces, ÉL le ofreció una flor. Lamentablemente, sabían de antemano que no podría cogerla; la barrera invisible que se alzaba entre ambos lo impedía. Seguidamente, el hombre ancló en Andrea una mirada ardiente que lo decía todo, que pregonaba un amor ilimitado. Andrea sentía la emoción derramarse de su cuerpo. Se acercaron uno al otro, sorbiendo el tiempo y el deseo refrenados. Aunaron sus manos sobre la pantalla invisible, casando lentamente las yemas de sus dedos. Después dieron alas a sus sueños, para fundirse en un beso etéreo y prolongado. No sentía el contacto ni el calor de la otra piel, pero la enajenaba.  Andrea podía imaginar el placer indescriptible que supondría disfrutar de las sensaciones usurpadas.

          Se zambulleron embriagados en el éxtasis que generaban juntos. Más tarde se sentaron, pegados uno al otro, hasta casi olvidarse de la banda divisoria. Se contemplaban; intercambiaban deseos, sonrisas, ademanes… para confabularse luego en un juego íntimo y particular:
Andrea coqueteaba con los pétalos de una flor: me amas, no me amas… Se lanzaban agua del estanque, que resbalaba como un abanico de gotas suspendidas en el aire. Se adoraban con los gestos, se embarcaban en interminables recorridos a lo largo de la línea divisoria. Deslizaban sobre ella las palmas de sus manos, emparejadas. Se acariciaban las mejillas, intocables tras ese gélido campo magnético, que se burlaba de los dos.
Y así, en sus distanciadas citas, entre detalles simples y complicidades desmenuzaban las tardes, hasta que las horas palidecían, ajadas y desnudas.
Cuando oscurecía, era inevitable la hostil separación. El tiempo se les consumía como un breve lamento. Se miraron con el alma y se emplazaron para una nueva cita.
Se alejaban rotos, con la hiel en la garganta. Heridos de despedida. No volvían sus cabezas hasta que el paisaje de ambas zonas se hermanaba, hasta que el mundo al otro lado se desvanecía por completo. 
Llegaría un nuevo día.
        En su eternidad de ausencias, el ánimo de Andrea flaqueaba, y meditaba a fondo sobre ese amor mutilado, pero… qué pocos amores conocía que no fueran incompletos. El hastío de pensar en amores desteñidos por el roce, por la hipocresía y el engaño, por las intromisiones ajenas…, enaltecía el suyo. Su amor se mantendría, al menos, impecable y fresco como el primer día. Su sabor prohibido lo convertía en  un sentir sublime, en una entrega libre y desinteresada. En su forzada renuncia ambos se anulaban a sí mismos hasta generar un solo ser.
 Andrea no podía escuchar los suspiros de su amado, ni sentir sobre su piel la caricia de sus manos, 

la seda de sus labios, pero se estremecía con sólo imaginarlo. 

Aceptaba lo que tenía, y era infinitamente superior a cualquier otra opción que su mundo le ofreciera. Pensaba en algunas parejas de enamorados cuya felicidad se anquilosaba. Parecían sumirse en la apatía, se palpaba el fingimiento. Eso sí era lastimoso. Ella vivía feliz con aquellos ratos. Su esplendor e intensidad bastaban para compensar los infinitos vacíos, soportables sólo por el recuerdo de Tristán.
No lograba descifrarlo, pero al recapacitar en todo aquello, arribaban a su memoria retazos de un amor baldío, que conformaban en su cabeza un entramado oscuro, que por alguna razón se le escondía. Desterradas de su pensamiento, no recordaba —ni deseaba hacerlo— las vivencias de un amor añejo, que agonizó por alguna causa arrinconada, y cuya evocación dejaba un poso amargo.
Andrea no faltaba a sus citas ni una sola tarde, a pesar de que los encuentros distaban mucho unos de otros. Al principio vivía horrorizada ante la idea de perderlo, pero acabó tranquilizándose. Él manifestaba tanto o más anhelo que ella.
Las ausencias la herían más que nada. Sentarse a mirar la lejanía infecunda y desolada, el sitio de su amor, desierto. Un dolor punzante le incitaba a gritar a los cuatro vientos: ¡Ven, no me falles, sólo estos ratos me sostienen! Luego rebuscaba en su interior para encontrar las fuerzas con que seguir luchando.
No obstante, a pesar de todos sus esfuerzos, una sombra aviesa hostigaba su cabeza: un terror irracional a que todo fuera un espejismo y la magia se quebrara. La posibilidad de que algún día esas ausencias se perpetuaran. Para resistir, se aferraba a la irreductible convicción de que lo suyo era inmutable. Para qué habría de comprometerse el destino en trastocar las leyes naturales de forma caprichosa ni de implicarse en aquel fenómeno excéntrico, sin una causa concluyente. Lo más seguro es que tratara de enmendar algún error en el orden de las cosas.
La primera vez que se encontraron Andrea se sobresaltó. Removía el agua con su mano, cuando fue invadida por una turbadora percepción. Una intensa claridad se anunció a su espalda. El estanque resplandeció, salpicando de destellos el verdor. Se volvió de repente y lo encontró detrás. Sus miradas se cruzaron, profunda y pausadamente, silenciosas; se anudaron con firmeza hasta trascender el universo. Se vertieron uno en otro; fusionaron sus corazones en un único latido. Cuando regresaron de su éxtasis supieron que se pertenecían, que quedaban vinculados para siempre.
Él se anticipó y le tendió una mano para que se aproximara. Ella intentó aferrarla, pero un obstáculo invisible se lo impidió, una fuerza cósmica gravitaba entre los dos imposibilitándoles algún contacto. Quisieron dialogar y no se oían. Elevaron sus voces hasta desgañitarse, pero aquella infranqueable barrera las enmudecía. Atónitos, perplejos, se creyeron víctimas de alguna despiadada broma. Intentaron encontrar una apertura que les permitiera unirse. Recorrieron tanto tramo del muro transparente como les fue posible. En vano. Aquella situación iba más allá de su entendimiento. Tuvieron que admitir que se encontraban en dos mundos diferentes, incomunicados entre sí.
Se observaron consternados. Andrea advirtió detalles que hasta ese momento la proximidad del joven había empañado. El paisaje, unos pasos más allá, nada tenía que ver con el suyo: pigmentos violáceos reposaban sobre mantos anaranjados y platinos, adornando una vegetación armoniosamente repartida.
Se preguntaban qué causa había producido aquel inusual fenómeno, qué motivo les había hecho encontrarse. Una fuerza oculta, ajena al tiempo y al espacio, los conectaba sin contar con ellos.
Pese a que todo apuntaba a un desvarío, se encontraban allí; uno frente al otro, sin saber qué hacer ni qué pensar. Se miraban embobados, confusos, humillados. Atrapados en aquel juego del azar; apresados para siempre con sólidas cadenas de amor y de renuncia.
Un pespunte de esperanza mantuvo entera a Andrea. Siempre existe alguna puerta,  alguna unión. El amor la encontraría. No se rendirían jamás mientras el fenómeno se produjera. Y se produciría, una certidumbre interna le decía que aquel amor no emergía de la casualidad, obedecía a alguna causa superior que desconocían.

            Andrea regresaba temerosa a cada encuentro. Las noches apagaban su optimismo, pero la luz del día lo reponía. Lo podía ver aproximándose a ella con el corazón en su sonrisa. El amor brotaba y avanzaba como un fuego arrollador. En el lenguaje del amor se comprendían.
            Lo llamó Tristán por llamarlo de algún modo, y por la similitud de ambas historias. Tristán, el enamorado de Isolda, que alentaba un amor prohibido. Desafiaban al destino,  a merced de un oleaje de ansia y de pasión que les devoraba el ser. Encadenados a su suerte por un filtro amoroso, que los empujaba antes a la muerte que a la privación. Al igual que esa pareja, qué pasión los consumía cuando estaban cerca; qué desazón, cuando estaban separados.
Cada día, Andrea cavilaba la manera de seguir ahondando en él. Deseaba hacerle partícipe de su vida, de su mundo y sus deseos. Anhelaba adentrarse en sus vivencias, en sus sueños, en su intimidad. Incorporar la esencia de Tristán a su propia esencia.
Así pues, para facilitar un mejor entendimiento, decidió enseñarle su lengua, por escrito. Cada día dibujaba objetos y anotaba  el nombre, mostrándoselos a continuación. Confiaba en que la comunicación profundizase.
 En lo que más empeño puso fue en su nombre. Para que Tristán lo hiciera suyo. Escribía ANDREA y se lo mostraba. ¡AN-DRE-A!, deletreaba, al tiempo que señalaba alternativamente a sí misma y al vocablo. AN-DRE-A, una y otra vez. Le veía repetirlo en el movimiento de sus labios, mientras asentía y le mostraba la sonrisa más cálida.
Sin embargo, algo en la conducta de Tristán la desconcertaba y le producía una tenue decepción. Él nunca tomaba ninguna iniciativa por enseñarle su lenguaje. Irradiaba amor; eso era evidente, se volcaba en detalles y ternuras, pero no tomaba un lápiz y anotaba, a pesar de las interminables sugerencias de ella. Incluso parecía sorprenderse cuando Andrea le mostraba las grafías y dibujos. Andrea se preguntaba si la civilización de Tristán no practicaría la escritura. Tal vez estuviera en desuso o, quizás, hubieran desarrollado modos diferentes de expresión. Pero por qué no se lo hacía saber de alguna forma. No quiso preocuparse sin necesidad, alguna explicación habría. Aquella duda era insignificante para malograr su dicha.

            Lo vio acercarse a un nuevo encuentro. Tristán estaba encantador, aunque ligeramente taciturno, como si presagiara algo diferente; o, quizá, solo fueran conjeturas de ella que siempre deseaba poseerlo un poco más.
La relación entre ambos fluía tiernamente, cuando comenzó a llover. Al principio solo una llovizna grata y refrescante. Luego arreció y Andrea se afligió. Allí no tenía dónde cobijarse ni objeto alguno para protegerse de la lluvia. Y, con toda certeza, vendrían a buscarla.
Tristán  hizo un intento de cubrirla con su chaqueta. ¡Pobre!, alguna vez se le olvidaba que no podía llegar a ella.
Andrea reparó que al otro lado, en el mundo de Tristán, no llovía. El atardecer se mantenía intacto y soleado. Sólo ella se mojaba. Como se temía, una persona acudió con un paraguas para resguardarla de la lluvia, apremiándola a retirarse. Desconsolada se pegó a la línea divisoria, el agua recorría sus facciones disimulando los gruesos lagrimones que vertían sus pupilas.
Al suplicio de la despedida nunca se acostumbraría, pero así…, de aquel modo tan abrupto... De nada valía insistir en que se olvidaran de ella, de la lluvia, del frío o de las inclemencias…, que la dejaran con su amor a solas. Podía delatarse y desvelar su relación. Tratarían de arrancarle su dulce locura.
Se alejó contrariada, aunque, al final, se iluminó su rostro: quizá la próxima vez fuera la señalada para descubrir la puerta oculta entre los dos mundos. Se lo anunció a Tristán con la mirada; sabía que la entendería. Le dedicó una sonrisa de despedida amplia y clara como la luz del día que dejaba al otro lado. Su cara denotaba triunfo: poseía un amor por encima de todos y de todo. Nunca se lo arrebatarían porque nadie más sabía de él, porque para nadie más era accesible.
Él la contemplaba pesaroso mientras ella se alejaba con su porte de princesa. Erguida, segura de sí misma, con la expresión radiante y victoriosa. Su remordimiento se aplacaba, en parte, al ver cómo Andrea recreaba aquel paraíso de dicha en medio de su desgracia. Un trastorno pasajero, le dijeron al principio, un choque emocional. Un trastorno pasajero que se prolongaba demasiado y que a él le minaba la moral.
La enfermera tiraba de Andrea, que se hacía la remolona, sin dejar de mirar atrás. La dirigía impaciente hacia la entrada para evitar que el agua las calara.
Alberto —y no Tristán, como ella se empeñaba en llamarlo— no se movió del sitio hasta que Andrea, su mujer, hubo traspasado el umbral de la Clínica para Trastornos Mentales. Aún esperó un poco más. Hasta que la perdió de vista. Durante unos instantes clavó su mirada en las rosas, que ella nunca quería aceptar, las recogió y las colocó en el borde de la fuente. El gesto triste, hundido. Observó los papeles en el suelo, mojados.
Caminó hacia la salida, encendió un cigarrillo y dejó volar el pensamiento. Su corazón se desgarraba entre dos sentimientos encontrados. Y ante la incertidumbre.
“Si no la hubiera traicionado —pensó—, no se hallaría en este estado. Y si no hubiera caído en este estado, ¿habría sido yo capaz de abandonarla para siempre? ¿Realmente lo hubiera deseado? Yo sí que estoy loco”.
Todavía se estremecía al recordar la mirada incrédula de Andrea, horrorizada por la evidencia, y haciéndole preguntas para las que carecía de respuesta.
—Dos años de mentiras, Alberto, ¿alguna vez te hice daño o te fallé? ¡¡DÍMELO!! ¿Por qué me engañaste? Jamás me lo hubiera esperado de ti. Todo el mundo murmuraba en secreto. ¿Nos merecemos esto? ¿Yo. O tus hijos? Te he adorado, Alberto. Sabes que te he adorado con todo mi ser; desde los dieciséis años. Aún lo hago. Tú eres toda mi vida, si te vas me la arrebatas.
¿Qué podía argumentar a eso? ¿Que su ansia de emociones fuertes, su renovada eclosión sexual, aquel oasis en la edad madura… constituían para él una necesidad vital —justificación que en realidad usaba para engañarse a sí mismo—. Que su ego y su felicidad particulares pesaban mucho más en la balanza que los de su familia? ¿Pedirle a Andrea que sacrificara con entusiasmo veintitrés años de relación, de vivencias compartidas, de hogar, de vida familiar estable...? ¿Y todo para complacerlo a él?

“Pero… la dejé. Y me fui”

A los pocos días de ingresarla en el nuevo Centro de Salud Mental, el psiquiatra que se ocupó del expediente de Andrea, le dejó bien claro su diagnóstico:
—Su mujer se ha protegido con un mecanismo de defensa: la Regresión. Cuando un paciente sufre un traumatismo psicológico que no es capaz de asimilar o de afrontar, se defiende, abandona esa realidad que tanto le daña, ese estado que no puede soportar. Se refugia en etapas anteriores, generalmente la niñez, un retroceso a la infancia. Se encapsulan en este estadio, en el que se sienten amparados y ajenos a cualquier responsabilidad o sufrimiento. Andrea se ha fugado hacia la adolescencia, es la perpetua enamorada; esa etapa le resulta gratificante, debió significar mucho para ella.
Alberto, allí, en frío, dudaba de que aquello hubiera merecido la pena. Pero es que entre los brazos de Silvia, su actual pareja, todo lo veía distinto. Le anulaba el ánimo, se le embotaban los sentidos y se dejaba arrollar por una pasión que le estrellaba contra el caos. Además de astuta, Silvia conocía bien sus debilidades y sabía cómo manejarlas. Y él permanecía así, paralizado entre el “querer y no querer”, entre el “poder y no poder”.
Se sentía sucio, cobarde. A punto de asestar la segunda cuchillada.
Otra cuchillada más, sí. Habían sido ya tantas… Silvia lo había convencido de un traslado en su trabajo. Con ello pretendía debilitar al máximo el cordón umbilical que aún lo unía a su mujer, a sus recuerdos. Sabía que llevándoselo lejos conseguiría reducir las visitas; como mucho una al mes, o… menos, con un poco de suerte para ella.
Arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con rabia.   
Subió al coche, donde su actual pareja lo esperaba. Se abrochó el cinturón. Retraído. Luchaba por apagar la voz que aullaba en su interior recriminándole su falta de fidelidad; su ingratitud.
A la joven le asustaba romper el silencio, sabía de sobra lo afectado que le dejaban las visitas a su mujer. Temía que los sentimientos de Alberto fueran más intensos de lo que dejaba translucir, y de lo que él mismo suponía.
Tras un largo y premeditado silencio, Silvia se atrevió a intervenir:
—¿Cómo la has encontrado hoy?
—Cada día más eufórica, pero a la vez más alejada de la realidad. No permite que la toque, se aparta de mí como del fuego. Su mente se niega a regresar.
—¿Ha dicho algo?
—No, continúa sin hablar. Escribe interminables listas de nombres, que me enseña una y otra vez. Sobre todo el suyo: An-dre-a. No me reconoce, me toma por otro hombre.
Medió un espeso y enrarecido mutismo.
—¿Será posible que aún se acuerde de… lo nuestro? —aventuró Alberto, indiferente a una respuesta—. O, por el contrario, ¿lo habrá olvidado todo? ¿Me habrá perdonado?
—No debes torturarte más, cariño. —La joven endulzó la voz, pero esquivó su mirada—. La vida impone sus circunstancias y las personas somos marionetas gesticulando a su antojo. Nuestra pasión estaba escrita en alguna parte. Todo el mundo sufre decepciones, tu mujer no es ningún ser especial.
—Le hicimos mucho daño. La traicioné. Ella…
—¿Ella…? ¡Como tantas otras! —atajó la joven, con un atisbo de crispación en la voz—. Ya te tuvo en exclusiva durante muchos años; los vínculos no son eternos. Hay personas que se anquilosan, que no evolucionan ni se adaptan a los cambios. Es estúpido pensar que puedes guardar los sentimientos en un cofre. No te empeñes en culparte a ti mismo o a nuestra relación de lo que provocó un carácter débil y el ansia de posesión. Es de buen gusto saber retirarse a tiempo. Debió dejarte el camino libre; sin dramatismos.
—Se aferró a lo que amaba —musitó Alberto con la voz ahogada, dejando que las palabras de la joven resbalaran; sin intentar retenerlas.
Silvia deseaba que Alberto finalizase los trámites del divorcio de una vez por todas, pero no creyó acertado sacar el tema en esos momentos. En aquel instante solo ansiaba extirparle a su mujer del pensamiento. Depositó un seductor beso en la mejilla de Alberto y puso el motor en marcha.
El beso llegó a él resbaladizo y frío.
Como el agua de la lluvia.
Esa imagen de una Andrea adolescente, y locamente enamorada, le había removido los recuerdos.
          


2 comentarios:

  1. Bonitas palabras; a mí siempre me llegan al corazón.

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  2. Muchas gracias, Fernando. Me alegra muchísimo que te guste. Ya me contarás el resultado final. Un abrazo.

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