domingo, 25 de noviembre de 2018

INTERACCIÓN


Se deslizó la sombra por mi blancura, se alimentó de nata, y amamantó mi cuerpo
de lujuria. Goce diáfano que traspasó mis brillos, y ardí en la llama
que apaga la cordura.
Corté la brida.
Desmenucé
roces lascivos.
Yo le exigía más, cuanto más daba.
Me prodigó de noches y de orgías hasta que rebosé, saciada.
Identidades yermas; y entre permutas de plenos y vacíos, devení umbría y ella... fue flama.

sábado, 3 de noviembre de 2018

REGRESO AL CAMPOSANTO

                  Ni aun en pleno vuelo, Mercedes acababa de creerse que el viaje fuera real y no un sueño. La excitación la embargaba. Después de tanto tiempo y de los múltiples intentos truncados, volvía para reencontrarse con Sergio. Partió para México poco después del entierro, porque debía romper con sus recuerdos antes de que los recuerdos la fragmentaran a ella. Ahora, al cabo de los años, se sentía preparada para enfrentarse a la angustia. Sus ansias de visitarlo, de conversar con intimidad y depositar unas flores en su tumba eran irrefrenables. 
        Al adentrarse en el cementerio y pensar en los pocos metros que los separaban, se le encogió el alma. Le costaba localizar la tumba, pues la ubicación se extinguió en su memoria. Hubiera pedido información, pero ¿a quién? Nadie existía ya que tuviera algo que ver con Sergio. ¡Qué solo se quedó el pobre…! Ni un alma para llorarlo, ni un alma para visitarlo; salvo ella, que lo abandonó. Por eso, ahora, por su amor, debía ocuparse de él.   
        ¡La halló! A sus pies: la tumba, su nombre, aquel que tanto amó. Latió su corazón, colmado de reencuentro. «¡Hola, mi amor! Al fin juntos tú y yo». Las lágrimas fluyeron. Se acuclilló junto a la lápida y colocó las flores. Posó su mano sobre ella y suspiró. Mientras acariciaba el nombre y el epitafio, inició un entrañable diálogo, en el que le musitaba, mientras infería las respuestas de él. El sol caía, pero los plomizos nublos impedían el resplandor de su nimbo. La lluvia amenazaba. 
        «Es la hora de dejarte, amor, pero aún me restan varios días para acompañarte. Después… volveré a mi tierra. Sin embargo, no tienes de qué preocuparte, la vida es muy breve y la muerte cierta. Nuestro reencuentro definitivo no tardará. Cierto es que a mí el distanciamiento se me antojará infinito, pero para ti, allí donde te encuentras, supongo que consistirá en un lapso efímero. Hasta mañana, vida mía».
        La tarde se agriaba, tanta soledad y silencio la intimidaban. Deseaba verse fuera cuanto antes. Desorientada, concentrada en hallar la salida, no afianzó los pasos. Resbaló, el terreno se desmoronó bajo sus pies, perdió el equilibró y cayó. El golpe y el dolor fueron inmensos, pero fue mayor el pánico de verse atrapada dentro de una fosa vacía, recién removida. Al observar tan reducido espacio, un terror visceral la paralizó. Nada. Ni un solo objeto del que servirse para trepar. Incluso con los brazos estirados, no alcanzaba el borde. Su respiración se volvió dificultosa, jadeante. La voz se le asfixiaba al querer gritar; cuando la recuperó, explotó en súplicas de auxilio. Solo el silencio respondía. Examinó y palpó las paredes del enterramiento, buscó grietas a las que sujetarse. Luchó por encaramarse, pero pies y manos se le deslizaban y se escurría de nuevo hacia el fondo. Se descalzó, golpeó frenética las paredes con los tacones, para abrirles mellas. Acometió conatos de escalada una y otra vez. Sin descanso. Con desasosiego. Sin éxito... En un desesperado intento, consiguió alcanzar el borde y apoyar los brazos. Paseó la vista por entre las tumbas. Sintió alivio cuando divisó a una mujer, postrada ante una lápida. Sin embargo, las consumidas voces no la inmutaban. Mercedes desgarró el tono.
            «¡Socorro! ¡Ayúdeme a salir de este hoyo, por favor!».
         La mujer, al oírla, volvió la cabeza y la observó atentamente. Palideció: aquellos brazos, aquella cabeza asomando de una sepultura… Se levantó de un salto y corrió espantada. Las fuerzas de Mercedes flaquearon, tanto ella como su ánimo se precipitaron al vacío. Volvió a caer. Oscurecía. Desamparada y sentada en la fría tierra, hundió la cabeza entre los brazos y lloró desconsoladamente.
         Unas gotas de lluvia en la cabeza la alarmaron. Desquiciada, frenética clavaba las uñas en la tierra y escarbaba. Introducía las puntas de los pies incluso donde no existían huecos. Las uñas se le rompían, la piel se le desollaba; sangraba. Su resistencia se agotaba. Llegaron hasta ella ruidos y rumores desde el exterior. Gritó y chilló hasta casi reventarse los pulmones. Se desgañitó. Luego…, el silencio. La desesperación y la ansiedad le dieron el coraje suficiente para no rendirse, para seguir peleando contra la gravedad y la inconsistencia del barro. Inexplicablemente, logró apoyar un codo en suelo firme, después el otro. Los pies arremetían contra la pared para impulsarse. Pegó el tronco a la superficie, estiró los brazos y reptó. Cuando vio todo su cuerpo liberado, creyó en los prodigios.
          Una silueta caminaba en su dirección, pero casi no la distinguía. Mercedes apenas se mantenía en pie, así que avanzó hacia ella pausadamente, medio doblada, haciendo señas con la mano. 
              «Me ha visto. ¡Gracias a Dios estoy salvada!».
           A partir de ese momento su mente se desconectó. No fue consciente de lo que siguió después, salvo que llegó al hostal hecha un despojo: cubierta de lodo, con magulladuras y moratones, brazos y piernas ensangrentados, demacrada... Le sorprendió que el recepcionista no saliera corriendo al ver su apariencia casi espectral. En primer lugar, se relajó con una ducha larga y caliente. Luego rebuscó en el botiquín y se desinfectó a conciencia las heridas. Por fin, dolorida y exhausta, se tumbó en la cama y encendió la televisión. Los párpados se le caían, una súbita paz interior se apoderaba de ella. Casi vencida por el sueño, reaccionó ante una noticia de última hora:
         «Un cadáver, en un estado lamentable, ha sido hallado en el cementerio del Oeste. Lo descubrió el encargado del cierre, quien, tras escuchar unos extraños alaridos, inspeccionó el camposanto. Solo alcanzó a ver cómo alguien arrastraba un cuerpo y salía huyendo al detectar su presencia. La policía que investiga el caso aún desconoce los hechos, lo único que se puede adelantar es que se trata de un crimen».
          A Mercedes se le desencajaron los ojos. Se levantó y se pegó al televisor. Era incapaz de apartar la vista de la imagen que mostraba la pantalla:
           «Pero… esto…, no… ¡No lo creo! ¡¡Es imposible!!», se repetía, descompuesta y lívida.