miércoles, 1 de febrero de 2017

BÚSCAME EN EL AGUA

        Así comenzaba el epitafio que mandó grabar, cuando tuvo edad, en la tumba de su madre. Lo recitaba despacio y repasaba sus palabras con la mente:
              
                    “Búscame en el agua, dulce Náyade, afloraré junto al vaho
                      de la tierra.  Me encontrarás en el rocío de los pétalos del
                      alba, en los guiños de la  bruma, en la tez de la calima, y
                      en la más pequeña brizna mecida por  la brisa”.
       
            Azucena dejó escapar unas lágrimas, las recogió de sus mejillas y acarició la lápida con las yemas húmedas.
        Visitaba la tumba de su madre cuanto le era posible, la regaba con agua de lluvia, y siempre repetía aquel íntimo ritual. Este día era especial pues estaba a punto de cumplir la promesa que le susurró al oído cuando falleció.
Se marchitó como una flor. Sólo con treinta y tres años dejó a su pequeña de once.
De ella lo aprehendió: amor al agua. Tal vez porque conoció el mar a los treinta, y tanta hermosura indómita se le quedó engastada en la pupila, y en el corazón. Su madre, engendrada por Castilla, “Tierra de Campos”, donde el agua es incierta, quedó cautivada por aquel acuoso oasis.
Por eso la lluvia… La lluvia era la predilecta de ambas. Quizás la amaban tanto, porque se hacía de rogar. Cuando caía, Azucena y su madre se pegaban al cristal, embelesadas hasta que la última gota se evaporaba en el adobe.
     —La lluvia, hija mía, es lo más hermoso de esta tierra. El elixir que la fecunda. La vida misma. El ser humano la ignora y la descuida con frecuencia.
     Azucena rememoraba de continuo los deliciosos e intensos momentos que vivieron juntas. Su madre, artesana de los cuentos y de los refranes, ¡se llevó tantos con ella! Aún dormitaban bajo tierra.
     —Lluvia estancada, teje sus alas.
     —¡Cuéntamela, madre! La historia de la lluvia, cuéntamela otra vez.

     «La lluvia es la hija de las aguas. Llegó al mundo con una excepcional misión: regar y fecundar la tierra. Extraer de su interior los frutos que atesora. Así, cada día se levantaba y emprendía su peregrinaje hasta el último rincón. El mundo en su totalidad se beneficiaba de sus dones.
     Cierto día, cuando se ocupaba de lloviznar encima de unos prados, atrajo su atención una hermosa huerta colmada de colores. “El arco iris terrenal”, pensó. De entre las plantas se irguió quien debía ser el creador de aquella maravilla. Al ver los ojos de aquel hombre, verdes como la hierba, y su piel bronceada como la cresta del horizonte, le entregó su corazón.
    A partir de ese momento la lluvia se presentaba en aquel lugar a menudo. Exhibía ante el hombre su atractivo, coqueteaba con él y anhelaba su atención...
Al principio, el hortelano la recibía entusiasmado y agradecía su presencia. Luego, con la costumbre, la lluvia le resultó monótona y por último…, molesta, dañina.
Cuanto más desdén brotaba de él, más pasión ponía ella. El exceso de agua comenzó a encharcar la huerta. El hombre la miraba enojado y la exhortaba a retirarse.
La lluvia se retiró teñida de decepción, pero no encontraba forma de olvidarlo. Regresó otra vez, con sus mejores galas de blanco, para impresionarlo. Se paseó ante él y sacudió su manto de plumas sobre la tierra, y la tapizó de nieve. El hombre se desesperó, le dio la espalda y se alejó insultándola.  Herida por el desprecio, se refugió en el viento y escapó con él. Por donde pasaban, sus lágrimas perladas se pulverizaban y enfundaban el paisaje de cristal. Guante de escarcha.
Sacrificó las visitas a su amado largo tiempo, pero el amor es indomable y, aun exponiéndose a la humillación, retornó a su lado. Mas… el creador de colorines ya no estaba allí. Sus tierras yacían resquebrajadas; los colores, apagados, y su casa, derruida. Nunca más supo encontrarlo.
El corazón de la lluvia, desolado y frío, se convirtió en hielo. Un suspiro lo fragmentó en minúsculos cristales que esparcieron por los campos una alfombra de granizo.
Desde entonces la lluvia vaga, confusa y desorientada. Se pasea por la tierra con el dolor a cuestas y no reparte por igual sus atenciones. Prefiere visitar con más frecuencia los lugares verdes y frondosos, de abundante arbolado y cuidadas huertas. Nunca repudia la esperanza de encontrar a su amor  entre ellas».

—Por eso, hija mía, debemos esforzarnos por plantar y hacer verdear nuestro terreno, para que la lluvia desee visitarnos. De otro modo seguirá reseco y olvidado.”
Los días de lluvia llenaban el patio de recipientes para recoger el agua y aprovecharla después.  Le daban múltiples usos; entre ellos, regar  las flores del minúsculo jardín, el lilo y la higuera. Salían un rato al exterior y disfrutaban de las gotas de  lluvia sobre la piel. Aspiraban con deleite el olor sublime de la tierra humedecida.
¡Maldita enfermedad que usurpó a su madre los favores de la lluvia! Azucena la sabía enferma, muy enferma, abatida por el mal que todo el mundo pronunciaba en baja voz: cáncer.
A ella trataban de ocultárselo, pero no lo conseguían. Lo captaba en el ambiente, en las expresiones y actitudes, en las facciones fruncidas. Su madre se debilitaba y apagaba paulatinamente. El manantial de alegría que constantemente derrochara su mirada se acurrucaba ahora al final del corredor de sus pupilas, medio extinguido; apretujado por la pena, por el dolor, por la renuncia… Para no desvanecerse por completo y que la niña lo encontrara, se aferraba con ahínco a la tela de esos ojos, que luchaban para mantenerse abiertos.
Cuando sucedió, Azucena se encontraba fuera. Su madrina tuvo que comunicarle la trágica noticia. Azucena se agachó, cobijó la cabeza entre los puños, mientras repetía una y otra vez: “¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! Desconectó su corazón de la existencia.
Durante el regreso, la madrina trataba de aliviar su pena, pero aquella pena era inconsolable. Las palabras patinaban sobre ella, como el llanto patinaba en sus entrañas.
—Escúchame, Azucena —proseguía la madrina—, hay quien dice que los que acaban de fallecer aún contemplan unas horas cuanto sucede a su alrededor. Muestra ánimo, que tu amargura no aumente el desconsuelo de tu madre por tener que abandonarte.
Aquella afirmación, que siempre retendría en su memoria, convulsionó a la niña y la sacó de su clausura. Comprendió que, si eso cierto, aún tendría la oportunidad de despedirse, de ofrecer algo a su madre. Entonces consiguió tomar las riendas de su llanto y desanudar su encierro.
Cuando entraron en el pueblo la lluvia ya se había anticipado. Acudió al entierro la primera, para rendir homenaje a la mujer que tanto la quería. Se anunció con un trueno aterrador, herida por el dolor y la tristeza, y no quiso retirarse hasta el último momento.
—¡Lo que faltaba, esta lluvia…!
"Claro, madrina, no podría haber sido de otro modo", pensó.
Encontró a su madre como si la esperase, adormecida en el féretro. En sus labios se esbozaba una sonrisa de trazos imprecisos: resignación, alivio, decepción… El más nítido de todos lo dedicaba a su hija: fortaleza. Con él le estaba diciendo:
—Cariño, sé valiente. Remonta el remolino de la vida. Una gran parte de mí queda contigo.
Azucena tomó ese trazo de sonrisa, dedicado a ella, y se lo prendió en el alma. Intencionadamente dejó escapar algunas de sus lágrimas. Las recogió de sus mejillas y pasó las manos por el rostro de su madre, humedeciéndolo con una enternecedora caricia. Luego acercó su rostro al de ella y le susurró una promesa.
Para volcar el resto de las lágrimas, que oprimía su retina, Azucena se retiró sigilosa de la sala. Salió a mezclar las gotas de su llanto con las lágrimas del cielo. De pronto, atrapó una idea que no se hizo esperar: buscó un frasco de cristal y lo llenó de agua de lluvia.
Volvió al velatorio y depositó el frasco en el ataúd. Miró a su madre con ternura y le dijo: “Para ti, Dama del agua, tú siempre estarás en ella porque el agua nunca muere. Ahora, madre, cuéntame un cuento de esos que tú sabes.”
Cerró los ojos y escuchó por dentro:
—¿Y el mar, madre? ¿Por qué se enfurece el mar?
—No se enfurece, hija, está cargado de vitalidad y de energía, que le cuesta controlar. 

«Hace mucho, mucho tiempo, el mar vivía tranquilo y sosegado, la gente se miraba en él y eso le agradaba. De entre tantos rostros, solo uno lo hechizó, el de una dama blanca, pálida y resplandeciente, que siempre acudía a él al llegar la oscuridad. Tanto la observaba que acabó profundamente enamorado. La dama no siempre le mostraba su rostro entero, muchas veces lo ocultaba, quizá mirando a otro. Y algunas noches ni siquiera acudía a mirarlo.
Cuando relucía entera, esplendorosa, el mar se emocionaba: crecía y crecía para acercarse a ella, para poder tocarla. Cuando le volvía el rostro, el mar menguaba desalentado.
Tan enamorado se sentía, que le dedicaba preciosas canciones, que repetían los marineros, el viento, las caracolas… Le ofrecía la plata de su lomo y se vestía de espumas que regalaba a la orilla de las playas. Se desvivía porque la dama lo atendiera y le dedicase algún cumplido. Pero ni una sola palabra ni una sola respuesta brotaban de sus sellados labios. Siempre permanecía impasible, indiferente a todas las atenciones prodigadas por el mar.
—¡Tal vez no me oiga, está tan lejos! Tendré que hablar más alto —Se desazonaba el mar.
Y entonces, bramaba con toda su fuerza, con toda su potencia. Se ondulaba y se arqueaba presa de la agitación, golpeando rocas y acantilados. La dama, sin embargo, desairaba sus adulaciones. Nunca consiguió de ella una sonrisa.
 Y continúa así, desde entonces, pretendiendo un amor que no le corresponde, o que le corresponde a su manera. Año tras año, siglo tras siglo, se inquieta y se agita por ese amor negado; agujerea las entrañas de la piedra, arrancándoselas a pedazos. Cuando piensa en su dama blanca se embravece, irrumpe en las playas, azota las costas y zarandea cuantos elementos se hallan en sus aguas».
Con su madre los cuentos nunca faltaban. Cuentos maravillosos en los que el agua era el principal protagonista y con los que aprendía mucho. Oceánides, sirenas, tritones, ondinas… y otros muchos seres y personajes fantásticos tomaban vida para ellas. Su madre los convertía en singulares y exclusivos para las dos, y les divertía dirigirse una a la otra con nombres de diosas mitológicas.
Alimentaban la ilusión de emprender algún viaje a un país lejano. Algún día. Mientras tanto coleccionaban dibujos, láminas, fotografías… de cuantos paisajes de agua caían en sus manos: playas, acantilados, lagos, cataratas, ríos… y los clasificaban en un álbum.
—Paciencia, gentil Frouida, surcaremos los océanos en busca del Nautilus.
Con motivo de un regalo muy especial viajaron una vez al Monasterio de Piedra. Azucena creyó haber llegado al paraíso mismo. Cayó cautiva ante las cascadas de espuma bulliciosa, jugando a transfigurarse; espejos de agua que daban cobijo al cielo y a la vegetación. Allí, junto a los cascabeles de las aguas, los relatos de su madre parecían pura magia:

«Los seres del agua viven en ella desde el principio. No son visibles para los seres terrestres. Visten del color del agua en la que habitan y se confunden con ella. Sólo son vistos cuando ellos lo permiten y desean. Su nombre no sabría pronunciarlo, pues es escurridizo y húmedo, difícil para nuestra lengua.

Se mueven al ritmo de las ondas de los arroyos y ríos con su cuerpo elástico y flexible. Su sensibilidad es extraordinaria. Amaestran y educan a los delfines, por eso son criaturas tan dóciles e inteligentes; parece que hablan, y entienden a otros seres.
Un día, un pequeño ser del agua vio a una humana sentada a la orilla del río. Le fascinaron los colores que lucía: el cabello como las ondas de las playas; los ojos, como el abrazo del cielo y el mar, y la piel brillante, dorada por el sol de media tarde. Se acercó a ella para observarla mejor y presenció una maravilla: de los ojos de la joven brotaban gotas de agua. Le parecía milagroso porque los seres del agua nunca habían echado tierra por sus ojos. Pero comprobó entristecido que, además del agua, de los ojos se escurría una gran pena.
El ser del agua no se cansaba de contemplarla.
La terrestre oyó voces que la asustaron, se levantó y caminó unos pasos. Un ser de tierra fuerte y grande se acercaba a ella y le gritaba de una forma insoportable para el ser del agua. Cuando estuvo a su lado la golpeó, la humana se encogía y se curvaba temblando de terror. El terrestre la pegaba sin piedad y se la llevó a la fuerza, tirando de su cabello.
El ser del agua se sentía horrorizado, no podía soportar tanto dolor...
   Lo sucedido era incomprensible para su pensamiento. Jamás se hubiera imaginado que aquellos seres se maltrataran entre sí.
     Regresaba cada día con la esperanza de volver a verla. Al fin apareció; otra vez echaba agua por los ojos y tenía el rostro desfigurado. Decidió mostrarse y hablar con ella; por suerte, sabía entender y reproducir sus sonidos. Al principio la asustó y esta se apartó de él, pero enseguida se ganó su confianza.
    Se hicieron amigos, se veían cuando ella estaba libre. Le contó sus penas, su desdicha. No tenía con quien desahogarse. Le explicó que el terrestre grande era su padre y que cuando bebía y se emborrachaba, la maltrataba por todo. La pegaba sin sentido ni razón: por hablar, por callar; por moverse, por estar parada; incluso por respirar.
   El ser del agua decidió salvarla del tormento. Normalmente, los suyos no interferían en el mundo de los terrestres, los respetaban y a la vez los temían, pues algunos maltrataban las aguas y a los seres que las habitaban. Sin embargo, el sufrimiento de esa joven merecía una excepción y fue a rogar a los Sabios que le permitiesen rescatarla.
    El ser de agua la ayudó a llegar al mar, y luego lo surcaron a lomos de un gran delfín, hasta arribar a la isla más bonita que la naturaleza había creado; tan hermosa, que la joven quedó maravillada. Abundaban en ella fragantes flores, aves exóticas, frutas exquisitas, fuentes termales... y sus bondadosos amigos se preocupaban por ella. Se sentía feliz, muy feliz. Durante el día, conversaba con los seres de agua, y le contaban prodigios de los que nunca oyó hablar. Por la noche la paseaban por el mar a la luz de la luna.
    Aun así, la joven sentía melancolía y añoraba a sus semejantes. A los seres del agua se les ocurrió una idea fabulosa y fueron de nuevo con un ruego a sus Sabios: que les permitieran rescatar a otros seres de tierra en peligro o que sufrieran demasiado. Protegerían sus vidas, y compartirían la libertad junto a la joven. De ese modo, se formó un pequeño grupo que convivía en armonía. Vivían colmados de felicidad.
    Un mal día desembarcó en la isla un numeroso grupo de seres de tierra. Se establecieron en ella, arrancaban las plantas, talaban los árboles, lo arrasaban todo a su paso… Nuestros amigos se refugiaron en el corazón de la isla, pero los terrestres la devastaban con un ritmo frenético, hasta casi convertirla en un desierto.
    Nuestros amigos tuvieron que abandonarla. Construyeron balsas y salieron de aquella tierra, ya suya, sumidos en la tristeza. Los seres del agua los guiaron hasta un recóndito lugar, mucho más alejado del mundo humano. Era muy diferente a la isla pero no menos hermoso. Se hallaba entre una vegetación exuberante, atravesada por un caudaloso río, bifurcado en dos una grandiosa catarata. Se adaptaron pronto a su nueva vida y recuperaron la alegría.
    Entre los seres del agua y los seres de tierra fue creciendo un gran afecto. A veces, un gran amor. Algunas parejas se unieron y tuvieron descendencia. De su unión, nacieron los seres más increíbles que la imaginación pueda concebir. No eran ni de agua ni de tierra, sino de luz y de aire. Ahijados del cielo, translúcidos y etéreos. Poseían cualidades portentosas: una sensibilidad excepcional, amor y comprensión sin límites. Recorrían el espacio con solo el deseo o el pensamiento… Fueron llamados “los seres celestes”.
    Como broche de oro, poseían dones y poderes extraordinarios. Con su energía podían controlar y modificar la materia, solo en parte.
Por desdicha, una de sus virtudes los fortalecía y debilitaba al mismo tiempo: su extrema interrelación con la naturaleza. Podían fusionarse en ella hasta no ser nada y serlo todo. Sentían con cada ser vivo que sentía. Gozaban con el bienestar de la Tierra, pero el sufrimiento de esta les destrozaba el alma.
    Llenaban de dicha y de satisfacción a todos. A medida que crecían, se desplazaban hasta cualquier rincón del mundo. La generosidad los obligaba a compartir sus dones y a prestar su ayuda a cualquier ser vivo que la necesitase.
Aquella comunidad de la armonía creció, se estabilizó y sembró sus bienes por el mundo. La fatalidad, no obstante, llamó de nuevo a sus puertas: el río empezó a enturbiarse. Algunos seres del agua remontaron la corriente para averiguar la causa. Regresaron consternados, con fatídicas noticias:
     —El ser de tierra ha envenenado el río. Una inmensa mancha negra avanza sin piedad, engullendo cuanto encuentra en su camino. Nosotros, así, no podemos utilizar el río para desplazaros. Recogedlo todo y marchaos pronto. No podréis beber y vuestras tierras se contaminarán. Pero, sobre todo, apartad de aquí inmediatamente a los celestes. Tan acusado dolor pondrá en peligro sus vidas. Distraedlos, no permitáis que presencien lo que se aproxima.
    Lo intentaron todo para apartarlos de allí, pero sus cuerpos se resentían ya por el desastre. Los celestes no podían ignorar ni dar la espalda a los problemas del mundo. Nadie lo pudo impedir: se desplazaron al instante hasta el origen de la mancha. Se encontraron con un panorama aterrador: cientos…, miles de seres y animales acuáticos, muertos, flotaban sobre las aguas corrompidas. Siguieron ascendiendo, cada vez más desolados. La hecatombe no tenía límite. El luminoso río se había convertido en una ciénaga de desolación y de exterminio.
    Los celestes emplearon toda su energía y todo su poder para ayudar y salvar a las víctimas. Fue una labor intensa y dura, que algunos la pagaron con sus vidas. Cuando ya no pudo hacerse más, los celestes volvieron con los suyos, para acompañarlos hasta algún lugar propicio.
    El mundo era inmenso, pero… no lo parecía. El ser de tierra lo invadía todo, pronto no quedaría un rincón a salvo. No muy avanzado el éxodo, los celestes comenzaron a enfermar. Se debilitaban, languidecían y nadie conocía cura alguna. La naturaleza, herida, embebía su energía. Se agravaban sin remedio. Uno tras otro, se fueron desvaneciendo por completo.
    El tormento y la desesperación se aposentaron en los corazones de ese reducido grupo de humanos. Se sintieron derrotados y destrozados con tanta adversidad, las víctimas inocentes, la pérdida de los celestes, la ausencia de los seres de agua... Antes o después encontrarían nuevos cauces, pero ¿cuánto tiempo habría de pasar?¿Y quién les devolvería lo perdido? Caminaban errantes en busca de un lugar que no perteneciera a nadie, que el ser de tierra no fuera capaz de encontrar».

   La voz de los sepultureros, acercándose, devolvió a Azucena a la realidad. Venían a remover la tumba para un nuevo enterramiento. Por dicho motivo, ella podría retirar los restos de su madre de la fosa que le había dado albergue tanto tiempo. No permitiría, en modo alguno, que continuara bajo tierra, y mucho menos que reposara eternamente bajo el cadáver de otro fallecido. Había llegado el momento de cumplir la promesa que le susurró al oído el día de su muerte.
Cuando su madre murió, Azucena no pudo darle lo que hubiera deseado. Era demasiado pequeña y nadie prestó atención a sus demandas, excesivamente extrañas para la mentalidad de los adultos.
En cuanto tuvo solvencia económica compró un pequeño terreno, lo más cerca que pudo del recodo del río donde acostumbraban a sentarse las dos. Donde escuchaban el murmullo amodorrado de las aguas del otoño. Año tras año fue plantando en él una considerable cantidad de árboles, frutales y no frutales; cuantas variedades permitía el clima. Instaló a su alrededor una canalización de recogida y aprovechamiento de la lluvia; no en vano había estudiado Hidrología y Ciencias Ambientales.
De paso, alimentaba la esperanza de que, antes o después, los demás fueran siguiendo su ejemplo, para que la zona prosperase.
Azucena regresó del crematorio. Los ojos anegados por el llanto, esta vez de dicha. Se aproximó a la orilla del río portando el recipiente que contenía las escasas cenizas de su madre. Con solemnidad y delicadeza las fue vertiendo en la corriente. Contempló gozosa como se diluían en el río. Se agachó y musitó con júbilo:
Ya eres libre, tierna Eudora. Remóntate por el torrente de este río hasta las fuentes de la vida. Súmate a la eterna melodía que modula el universo de las aguas. Regresarás a mí con los primeros efluvios del crepúsculo. Te hallaré en cada perla del orvallo, me acariciarás con cada aerosol de nuestra acequia.
Hacía años que no se sentía tan pletórica, que su conciencia no era realmente libre. Volvió la vista hacia su modesto arbolado, luego contempló el curso de la corriente. Acudieron a sus oídos, retozones, los ecos del pasado:
—¿Madre, qué fue de los bondadosos seres de la luz? ¿Desaparecieron para siempre?
—No, hija mía, no desaparecieron en ningún momento. Están aquí, a tu lado, y al mío, y junto a todas aquellas personas que protegen las tierras y las aguas de sus padres. Siguen ayudando al mundo.

«En el momento del desastre pasaron a integrarse con la naturaleza, para servirse de su sabiduría y asegurar su existencia. Después eclosionaron a una nueva apariencia, como la ninfa o la crisálida, a un nuevo estado que les dio vida infinita. Volvieron a los suyos, y estos disfrutaron de ellos. Cuando a sus padres la edad los reclamó, se repartieron por el mundo, cercanos a los seres vivos. Se pegaron a los corazones bondadosos.
Son visibles únicamente para seres de elevada sensibilidad. Los humanos solo pueden percibir a los celestes si ellos lo desean, o si implica beneficio. Para poder materializarse y tomar forma, se sirven de elementos de la madre naturaleza: alas de nube, pétalos de brisa, polvo de estrellas, tules de coral, brillos de luciérnaga, astas de unicornio… Se dice que algunas personas han tenido la fortuna de verlos en raras ocasiones».
Alerta tus sentidos, querida Nereida, quizá algún día estén ante tus ojos, anhelando que los veas.
Azucena derramó unas lágrimas de añoranza, que esta vez dejó fluir: las de ayer, las de hoy, las de mañana, porque el agua...
                                                                                               nunca muere ni envejece.

  

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