El fantasma, entre quejidos lastimeros, arrastraba su penar por
la lúgubre y sórdida mansión. Sus alaridos desteñían la negrura y ablandaban los
compactos muros, irrumpiendo hasta en las más recónditas moradas del condado.
Corrían ya varios siglos de implorar atormentado la
liberación de su espíritu. Muerto en vida, continuaba encadenado a un último
deseo, que su ejecutor le denegó sin un ápice de compasión.
Y cada noche aullaba su consigna a la luz de la luna, aunque nadie atendiera la súplica que le otorgaría el reposo eterno:
¡Un té, por misericordia! ¡Que alguien me prepare un té!
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