jueves, 3 de marzo de 2016

EL PEZ, EL PÁJARO Y EL NIÑO

Este bonito relato no es mío, pero me gustó mucho  cuando me lo encontré en Internet, hace tiempo. Obliga a meditar y recapacitar sobre las consecuencias de nuestra acciones. No voy a decir más, basta con leerlo. Hacedlo vosotros, si lo deseáis, comentando algo en la entrada.


EL PEZ, EL PÁJARO, EL NIÑO
Mª Carmen Gil del Pino
Profesora dpto de Educación
Facultad Ciencias de la Educación
Universidad de Córdoba
Abril/03


Aquel pez era un recorte de cielo que plateaba el río como el sol platea el alba. Su cuerpo diminuto se agitaba con una rapidez innecesaria. Viajaba por el agua transparente explorando todos sus secretos. No había día que yo no fuese a visitarlo. Me había seducido, lo reconozco. Me preguntaba mirándolo por qué describiría piruetas espirales, qué le hacía ir y qué venir, qué le daba la fuerza, la gracia, el encanto, qué le hacía sentirse tan libre.
Un día el pececillo brillaba más que nunca. Parecía una luna llena recreándose en el inmenso cielo. De repente, sentí unos deseos incontenibles de poseerlo y, sin pensarlo, cuando más distraído estaba en sus investigaciones, lancé al agua mi red. Como el pez no temía nada, se enredó en ella rápidamente. Luego, satisfecha, lo dejé caer sobre el agua fría de mi estanque. Lo cuidé con toda mi ternura, con toda mi fragilidad, pero poco a poco se fue apagando como el fuego cuando le falta el aire, como los ojos de un resignado moribundo. Sus movimientos se fueron haciendo torpes, y sus piruetas, tristes. Una mañana –recuerdo que había bruma- su cuerpo dejó de piruetear. El agua quieta, el terrible silencio, mi constante vigilancia, las paredes que limitaban sus aventuras... acabaron con sus devaneos...

...Y sentí vergüenza de mis manos torpes. ¡Maldito estanque! ¡Maldita agua! ¡Maldita yo!

Aquel pájaro era bello y frágil como una franja crepuscular. Doraba el aire como el estío dora la vid, como la primavera los sembrados. Cada amanecer venía fiel a visitarme. Se posaba alegre sobre el alféizar de mi ventana y me cantaba sus más bellas canciones. Exhibía ante mí su vuelo jugueteando entre las ramas de los árboles. Luego se alejaba, a mi pesar, hasta hacerse un punto que se perdía en el horizonte, para reaparecer al instante devolviéndome la sonrisa.
La tenue luz de un alba me hizo descubrir la infinita belleza del pajarillo a la par que la extensión de mi soledad. Su cuerpo irradiaba un reflejo nácar que lo hacía misterioso. Una extraña espiral me envolvió y me llevó una y otra vez hacia la ventana. Sentí miedo porque mi corazón se agitó peligrosamente. Temía que el animal se alejase para siempre; temía que cualquier terrible peligro de los que mi mente fraguaba lo estuviese acechando...; temía perderlo. Atrapada en deseos y temores, lo cogí entre mis manos mientras él, confiado, me regalaba el más dulce de los cantos. Lo deposité con sumo cuidado en una hermosa jaula. Lo alimenté y cuidé lo mejor que pude y supe, pero el pájaro se fue debilitando como un día de invierno a las cinco de la tarde, como el sol cuando una nube gris le gana la batalla. Una mañana -recuerdo que la luz era quebradiza- su trino se apagó del todo. Aquellas rejas, aquel aire enrarecido, aquella penumbra, aquella soledad... acabaron con su alegría... 

...Y sentí vergüenza de mis manos tristes. ¡Maldita jaula! ¡Maldito aire! ¡Maldita yo!

Aquel niño era suave y dulce como la miel. Aliviaba con su risa la monotonía que, definitivamente, se había instalado en mi vida. Me gustaba observarlo desde mi balcón cuando jugaba en la pequeña plaza. ¡Qué vitalidad tenía! Oír las canciones con las que acompañaba sus juegos era como volver a mi niñez. Ni la letra ni la música habían sufrido el deterioro del tiempo.Estaban casi intactas en su boca. Me gustaba sobre todo cuando el niño hacía fáciles las palabras más difíciles e incomprensibles. ¡Con qué gracia ultrajaba las que sobrepasaban los límites de su comprensión! Me preguntaba cómo aquel diminuto ser había podido aprender tantas canciones y cómo su pequeña memoria podía guardarlas tan fielmente. Cuando se cansaba de jugar, el niño exploraba todo lo que había a su alrededor: insectos, plantas, estrellas, nubes, ríos, arroyos, pozos, aves, grutas... Todo lo quería conocer y ponía sus cinco sentidos para conseguirlo. Era inquieto, curioso, alegre, inteligente...
Un día, queriendo encauzar el alocado trote de tan tierna criatura, decidí ponerle riendas, y lo llevé a la escuela. Dispuse y organicé lo que tenía que saber y cómo tenía que aprenderlo. Lo senté en una silla y le enseñé a escuchar en silencio. Le hablé de países, de guerras, de héroes, de vencidos, de cielos, de infiernos, de bosques, de desiertos, de ángulos, de rectas, de lluvias, de vientos, de cuentas, de árboles, de tormentas... Sólo tenía que escucharme. Pero su curiosidad fue desapareciendo como la pasión con la rutina, como el rescoldo con el tiempo. Su inteligencia se tornó torpeza y su memoria se negó a guardar cualquier dato. Una mañana –recuerdo que nevaba el niño dejó de aprender. Su actitud rebelde, su desinterés, su constante desobediencia... acabaron con sus inquietudes.

...Y sentí vergüenza de sus manos quietas. ¡Maldito niño! ¡Maldito niño! ¡Maldito niño!

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