martes, 7 de marzo de 2017

DÍA DE LA MUJER - 2017



ESCRITORAS EN LA SOMBRA

El hablar y el escribir para las mujeres ha sido visto como la usurpación de un derecho que no les pertenece y, además, como una práctica inútil, que no les corresponde.  Escribo algunas anécdotas acerca de unas pocas escritoras.
Hace tres mil años, la escritora Safo de Lesbos dijo: “Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro". ¡Cuánto tiempo ha tenido que pasar desde entonces!
Virginia Woolf dijo: “Creo que pasará aún mucho tiempo antes de que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin que surja un fantasma que debe ser asesinado, sin que aparezca la peña contra la que estrellarse”.
Fanny Burney quemó todos sus originales y se puso a hacer labor de punto como penitencia por escribir. Deseaba ser socialmente aceptada. 
Charlotte Brönte ponía a un lado el manuscrito de Jane Eyre cuando pelaba patatas. 
Jane Austen escondía los papeles cada vez que entraba alguien, por la vergüenza de que la vieran escribir. 
Katherine Anne Porter declaró haber tardado veinte años en escribir una novela. Era interrumpida por cualquiera que en un momento dado aparecía en su camino. Calculaba que sólo había podido emplear un diez por ciento de sus energías en escribir. “El otro noventa por ciento lo he usado para poder mantener mi cabeza fuera del agua”, decía.
María Moliner remendaba calcetines con un huevo de madera, mientras su obra, Diccionario del uso del castellano, iba naciendo entre ollas y coladas. 
Katherine Mansfield reprochaba a su marido: “Estoy escribiendo pero tú gritas: `Son las cinco´, ¿dónde está mi té?”
 O el dulce lamento de una cubana del siglo pasado que no firmó sus obras: ¡Cuántas veces lentamente/ con plácida inspiración/ formé una octava en mi mente/ y mi aguja inteligente/remendaba un pantalón! 
Virginia Woolf a propósito de la duquesa de Newcastle dijo: “Sabía escribir en su juventud. Pero sus hadas, caso de que sobrevivieran, se transformaron en hipopótamos”.
Un hecho gravísimo: la atribución de las obras de las mujeres a otros, y en especial a sus maridos. Debe haber sido un fenómeno muy frecuente, pues tenemos bastantes referencias. 
Adela Zamudio, escritora boliviana del siglo XX, escribía esto: “Si alguno versos escribe /de alguno esos versos son,/ que ella sólo los suscribe./ (Permitidme que me asombre.)/ Si ese alguno no es poeta,/ ¿Por qué tal suposición?/ ¡Porque es hombre!”.
María Lejarraga, autora de las obras firmadas por su marido Gregorio Martínez Sierra. 
A Zelda Fitzgerald también fue su marido quien le prohibió publicar su Diario porqué él lo necesitaba para su propio trabajo. 
Las primeras obras de Colette aparecieran firmadas con el nombre de su marido, quien incluso cobró el dinero de su venta. 
Para no encontrarse con la desaprobación de la crítica y con el desprecio social, muchas autoras escriben deliberadamente como si no fueran mujeres:
Natalia Ginzburg deseaba “escribir como un hombre”, y por ese motivo escoge, en su primera etapa, una forma de escritura intencionalmente impersonal y alejada, evitando toda referencia autobiográfica. Después de las primeras obras, la escritora se da cuenta que el mundo que describe no le pertenece y sus personajes no nacen de ella. A partir de ese momento el uso de la primera persona, el recurso de la memoria y el sentimiento se convierten en constantes de sus novelas: “Y desde entonces siempre, desde que usé la primera persona, me dí cuenta que yo misma, sin ser llamada, ni solicitada, me filtraba en mi escritura” (Ginzburg, 1993).
Para poder valorar la obra de Maria Giuseppina Guacci, escritora italiana del siglo XIX, fue preciso decir: “En ella no percibís a la mujer”.
No se consiguió el título de “escritoras”, con grandes dificultades y no pocas oposiciones, hasta finales del siglo XIX y principios del XX. Las escrituras de las mujeres se desarrollarán en el ámbito de lo privado durante siglos (cartas, diarios, cuadernos de apuntes, libros de familia), teniendo una repercusión escasa en la tradición cultural que, muchas veces a lo largo de la historia se ha mostrado reacia a aceptar los productos culturales que salieran de la pluma de una mujer.
La censura contra ciertas obras escritas por mujeres, llevó ante el Tribunal a Amalia Guglielminetti (1881-1941), narradora, poeta y autora de teatro, porque su novela más conocida La revancha del macho (1923), era una ofensa contra “las buenas costumbres”, pero no olvidemos que ya las obras de Elena Tarabotti (1604-1654) fueron a parar al Indice de Libros Prohibidos por el mismo motivo

Con seudónimo:
Böhl de Faber, Cecilia, o "Fernán Caballero" tuvo que valerse del seudónimo para dar a la imprenta unas obras que, en la época en que le tocó vivir, no era fácil publicar bajo el nombre de una mujer.
Aurore Dupin (1804-1876) tomó el pseudónimo de George Sand. Frecuentemente vestida de hombre, quiso edificar su propia vida. Ser ella. Se puso chistera y levita porque quiso significar y visualizar que sólo poniéndose en el sitio del hombre —ocupando su puesto— la mujer alcanzaría la culminación de sus derechos y posibilidades, se autorrealizaría. 

George Eliot es el seudónimo masculino que empleó la escritora Mary Ann Evans para asegurar que su trabajo fuera tomado en serio. Además quiso evitar ser vista simplemente como una escritora romántica. Otro de los factores que influyó para que "Mary Ann" utilizara un nombre falso fue evitar el escándalo. La sociedad victoriana de la época la condenó al ostracismo por su romance con el periodista G.H. Lewes, la cual se consideró escandalosa para la moral victoriana, pues éste estaba casado. 

Y otra, y otra y otra…
No se acabaría nunca de mencionar tantas escritoras en la sombra a lo largo de la historia.


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