martes, 22 de noviembre de 2016

LAS PERLAS Y EL TRAJE NEGRO

—Abuela, ¿cuándo me contarás la historia del cuarto sellado?
—Aún es pronto, mi niño, todo a su tiempo —repetía la anciana con el alma anclada en el ayer—. Todo a su tiempo.
Pero el tiempo pasó y el crepúsculo se llevó a quienes podían contarle el secreto de la historia, antes de lo que cabía esperar; a hurtadillas.
Abel creció arropado por la incertidumbre. La casa pasó a su disposición y sació el ansia que venía apaciguando desde niño. Se encaró al enigma del aposento prohibido con la esperanza de calmar sus inquietudes.
Un remiso aleteo de secretos profanados retumbó en su oído al asir el pomo de la puerta. Los goznes le saludaron con un fatigoso chirrido. Atisbó el interior, una enmarañada y fría bruma le permitía apenas vislumbrar algunas telarañas rancias y una costra de polvo de ausencias. Afiló la vista y, camuflados entre el vaho, distinguió los dos únicos objetos que despertaron su atención: un traje negro doblado sobre el respaldo de una silla y un platillo con perlas desgajadas encima de un velador. No encontró en aquella estancia emociones especiales ni le desveló vivencias misteriosas y ocultas. Abandonó el cuarto, decepcionado y vacío.
Volvió, no obstante. Repitió las visitas a la habitación del traje y de las perlas. Se sentaba frente a ellos, sorbiéndolos con la mirada, como hechizado, mientras las perlas cegaban sus pupilas con brillos desmayados.
Un malestar de cuerpo y ánimos aparecía tras un sostenido lapso de contemplación. Abandonaba, incómodo, la habitación sellada y cerraba la puerta con la intención de no volver a abrirla, arrepintiéndose de haber entrado. No obstante sentía, cada vez más obstinada, la llamada de aquel cuarto reclamando su presencia.
Sin duda, existían recursos para averiguar el significado de aquel traje negro y aquellas perlas, sin embargo, le asustaba remover posos estancados.
A veces los amigos de Abel bromeaban a su costa:
— ¡Seguro! No llegarás a casarte: jamás serás capaz de ponerte el traje de novio.
No erraban del todo, desde pequeño los trajes le habían disgustado. Su aversión a ellos rebasaba toda lógica. Él mismo no entendía la razón. Sólo pensar en el uso de uno le producía náuseas. El traje le resultaba una prenda hostil, enemiga; una camisa de fuerza para volverlo loco.
Y allí estaba aquel, airoso, ufano: el traje de la habitación sellada. Abel trataba de ignorarlo, pero el traje, cada vez con mayor pujanza, imponía sus antojos; pretendía remover su debilidad, humillarle, ridiculizarle… Aquel traje le obsesionaba más aún, cuanto más trataba de olvidarlo. Le absorbía el sentimiento, lo arrastraba; y volvía a traspasar la puerta de la habitación prohibida. Le desnudaba el alma, despertando en ella tiernos anonimatos agazapados en el tiempo.
Un buen día Abel se levantó con el firme propósito de acabar con el tabú, con la tiranía de la prenda. No consentiría por más tiempo que asunto tan trivial condicionara su existencia. Se rebuscó en las entrañas hasta juntar el coraje necesario, pegó una patada a la puerta de la habitación sellada y la franqueó con ímpetu. Retó a duelo a sus enraizados escrúpulos hasta vencerlos. Aferró el traje con rabia y consiguió ponérselo. Miró las perlas y estas inyectaron en sus ojos fulgores suplicantes.
Se lo llevó a la calle y se dirigió a los lugares apropiados para camuflarlo: casinos, salas de fiesta, ambientes de traje y etiqueta... Le diluyó entre chaqués y escotes perfumados. Intentaba con ello vulgarizarlo, reducirlo a un objeto ordinario, uno de tantos. Le demostraría su insignificancia y su simpleza, le bajaría los humos a cualquier precio.
Bebió desmedidamente. Levitó sobre su propio yo, hasta reposar ingrávido entre la realidad y la inconsciencia. Flotaba ebrio de vacío y regado de futuro; empolvado por alientos engomados.
 Regreso a su casa con dificultad. Embriagado. Maldiciendo en cada chispa de conciencia el vil traje que intentaba reavivar los fantasmas en letargo de la infancia y de la adolescencia. No toleraría por más tiempo aquella mofa. Una feliz idea se fraguó en su mente.
Casi pletórico cruzó el umbral. Atravesó el vestíbulo y dejó atrás, en el espejo, una imagen burlesca. Retrocedió unos pasos para contemplarla. Descubrió un traje insolente y cínico, con un hombre dentro, de ojos viperinos, que le taladraba los recuerdos. Un rostro de facciones escurridizas que jugaban a confundirlo. Se juró eliminar el envanecido traje.
Pero, a fin de cuentas, el traje se había salido con la suya: someter al joven y él... se lo sirvió en bandeja. Inoculado de insensatez y de arrogancia, Abel lo usó, lo paseó, le dio alas. Se sintió de pronto sucio y asqueado.
Corrió a la habitación sellada a quitarse el traje y encerrarlo en su prisión, de donde no debió sacarlo. Rebuscó en un cajón del escritorio hasta encontrar un estilete. Se lanzó al traje y lo acuchilló. El traje, al sentirse herido, se revolvió cual alimaña en busca de carroña y descargó en Abel mordaces revelaciones. Atestó la cabeza de Abel con agraces confidencias que este se resistía a recibir. Como mandíbulas de acero se introducían en sus sienes. Polillas devastadoras de intimidades allanaron sus sentidos y derramaron en ellos silencios pregonados. Al oírlos, un estallido lo rompió en pedazos. Una luz molesta y cegadora le anegó de recuerdos desterrados e indeseables. Un grito mudo tensó la niebla. La angustia apuntaló sus sombras y suplicó la madrugada.
Se despertó con una fuerte resaca, pero con un propósito inflexible. Salió de compras, entre otras, un collar de perlas; de perlas engarzadas, ni sueltas ni desvalidas.
 Una nueva noche se anunció, y la oscuridad le forzó de nuevo a visitar los mismos lugares de la jornada anterior: espacios donde el traje reina. Era inevitable que frecuentara esos círculos, estaba decidido a terminar con la maldición del traje, que le había poseído. Regresó cansado, pero satisfecho, su espíritu se había liberado de una parte de sus ligaduras.
Y lo mismo sucedió una y otra noche. Cansadas noches de rondas justicieras y agotadoras.

En su despacho de la zona centro se desgañitaba irritado el comisario. Gesticulaba con una mano en lo alto y golpeaba con la otra un manojo de papeles contra la mesa. A voz en grito repasaba los detalles, una y otra vez, infatigablemente:
—Nuestra asesina es una psicópata. Sus víctimas siempre se tratan de hombres con traje negro. En cada crimen, una perla blanca, ¡auténtica!, aparece incrustada en la garganta del cadáver. Siempre actúa sola, con habilidad felina. Un buen número de testigos aseguran haberla visto: discreta, misteriosa, elegante…, como quimera de antaño. Luce un vestido de organdí y un collar de perlas. Nadie es capaz de precisar de dónde viene ni adónde va. Aparece de pronto, del vacío, y se desvanece sin dejar rastro.
Y mentiría si dijera que a mí me quita el sueño la suerte de esos desgraciados: hombres pendencieros, maltratadores, infieles, de vida libertina... Sus mujeres dispondrían de sobrados móviles para acabar con ellos, pero no lo han hecho, ¡no!, está comprobado. Ha sido una extraña, una auténtica desconocida, y nosotros seguimos como al principio.¡¡Me pregunto cuántas perlas llegará a emplear aún!!

Una vez más, tras su ronda nocturna, Abel volvió a su casa, se preparó un café y se puso cómodo. Poco después se adentró en la habitación sellada. Sonrío feliz al comprobar que ninguna perla suelta quedaba en el platillo. Se desabrochó el collar y lo observó complacido, ambos se habían ganado un buen descanso. No se lo pondría nunca más. Lo colocó sobre la mesa; ya decidiría un buen destino para él.
Tomó el estilete y redujo a hilachos los últimos jirones de aquel traje, acuchillado día a día. Echó los desgarrones a la chimenea y los prendió. Se quitó el vestido, compañero de sus noches, y lo añadió al fuego, había cumplido su misión. Mientras ardían obligó a su mente a revivir una vez más los recuerdos enquistados que le habían trastornado. Una última vez, pues la evocación sería devorada por las llamas junto a los retazos:

"Un hombre con traje negro avanzaba por el pasillo, dando traspiés. En el dormitorio una mujer con vestido de organdí miraba melancólica por la ventana. La observaba de soslayo, con la mirada torva de la embriaguez, mientras se quitaba el traje. Lo soltó sobre la silla y se acercó a ella. Apoyó su mano sobre el hombro nacarado. Ella se volvió y retrocedió unos pasos; el collar de perlas que adornaba el fino cuello resplandeció. El hombre la acarició; primero con codicia; con lascivia y crispación después. La mujer trató de liberarse de las obscenas manos que mancillaban su cuerpo. Ante el rechazo, el hombre se exaltó aún más. Hundió sus dedos en el cuello y apretó con furia. Las perlas se incrustaban en la sedosa y blanca piel, que se iba volviendo grana.
Abel se despertó y entró en la habitación de sus padres. Incrédulo, contempló la escena. Las manos de la mujer se desesperaban por apartar las del hombre, y en mitad del forcejeo el collar de perlas se rompió.
Los miraba horrorizado. Aquello le despedazaba el corazón. Descubrió en su padre la serpiente que seduce al cisne para estrangularlo, y lo aniquiló con la mirada; pero los ojos coléricos y delirantes de este escarnecían al niño, mientras le gritaban:
—¡Tú… qué miras! ¡Así es como da la talla un hombre!
Con los puños apretados y la mirada atónita, se acreditó a sí mismo como cómplice involuntario de la infamia. Desarticulado por el pánico, consentía despojar los pétalos de la dulzura y presenciaba el último soplo de una mariposa quebrantada.
Y la inocencia de Abel cayó aplastada bajo la terrible carga de la culpa.
La presencia y el sufrimiento de su hijo intensificaron la agonía de la madre mucho más que la inminencia de la muerte. Las perlas del collar saltaron y se desparramaron por la habitación al compás de las lágrimas del niño. Perlas y lágrimas se fusionaron en un desolador dueto.
El tintineo de las perlas contra el suelo se apagó con el último suspiro de la víctima, que se derrumbó tras ellas. Las lágrimas de Abel se helaron. Y su sangre. El alma se le quebró en dos. El reloj de su aliento se detuvo. Interiormente murió. Quedó clavado en el umbral. Ni el empujón despiadado de su padre, al escapar, logró arrancarlo del sitio. La habitación se tornó negra.
¡No supo qué pasó después ni cuánto duró! Se mantuvo imperturbable hasta que alguien tiró de su mano y lo apartó de allí. Caminatas, gritos, llantos… La habitación se selló, también su mente. Una compasiva losa de prudencia lacró la carcoma de la injuria.
La llaga del corazón se cerró en falso, aunque… a veces le tiraba.”

Con esa postrera reencarnación, la historia se desvaneció definitivamente. Las lágrimas se secaron. La densa niebla se desperezó y el cuarto sellado recobró la claridad.
Un sol optimista le hizo abrir los ojos a una mañana que le resultó radiante como ninguna otra.
Días más tarde se celebraba la boda de su mejor amigo. Él sería uno de los testigos. Abel se anudó la corbata, a juego con su traje claro.
La novia entró en la iglesia y todas las miradas se clavaron en ella.
 “¡Qué guapa, con aquel collar de perlas que realzaba su esplendor!”
Un hermoso collar regalado por Abel con motivo de la boda. Cuando pasó a su lado, Abel lo contempló: las perlas imprimieron en sus ojos destellos renovados.
Evocó el rostro de su madre. ¡SU MADRE!, hermosa palabra y hermosa imagen, condenadas al desarraigo durante tantos años. En lo sucesivo su madre lo acompañaría siempre, rescatada del olvido y devuelta a la añoranza.
La novia ocupó su sitio en el altar. Abel sonrió complacido.
 “Ahora ella también puede sonreír tranquila. Los trajes ya no se saldrán con la suya. La afrenta del collar ha sido resarcida”.

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