—Abuela, ¿cuándo me
contarás la historia del cuarto sellado?
—Aún es pronto, mi
niño, todo a su tiempo —repetía la anciana con el alma anclada en el ayer—. Todo
a su tiempo.
Pero el tiempo pasó
y el crepúsculo se llevó a quienes podían contarle el secreto de la historia, antes
de lo que cabía esperar; a hurtadillas.
Abel creció
arropado por la incertidumbre. La casa pasó a su disposición y sació el ansia
que venía apaciguando desde niño. Se encaró al enigma del aposento prohibido
con la esperanza de calmar sus inquietudes.
Un remiso aleteo de
secretos profanados retumbó en su oído al asir el pomo de la puerta. Los goznes
le saludaron con un fatigoso chirrido. Atisbó el interior, una enmarañada y
fría bruma le permitía apenas vislumbrar algunas telarañas rancias y una costra
de polvo de ausencias. Afiló la vista y, camuflados entre el vaho, distinguió los
dos únicos objetos que despertaron su atención: un traje negro doblado sobre el
respaldo de una silla y un platillo con perlas desgajadas encima de un velador.
No encontró en aquella estancia emociones especiales ni le desveló vivencias
misteriosas y ocultas. Abandonó el cuarto, decepcionado y vacío.
Volvió, no
obstante. Repitió las visitas a la habitación del traje y de las perlas. Se
sentaba frente a ellos, sorbiéndolos con la mirada, como hechizado, mientras las
perlas cegaban sus pupilas con brillos desmayados.
Un malestar de
cuerpo y ánimos aparecía tras un sostenido lapso de contemplación. Abandonaba, incómodo, la habitación sellada y cerraba la puerta con la intención de no volver a
abrirla, arrepintiéndose de haber entrado. No obstante sentía, cada vez más obstinada,
la llamada de aquel cuarto reclamando su presencia.
Sin duda, existían recursos
para averiguar el significado de aquel traje negro y aquellas perlas, sin
embargo, le asustaba remover posos estancados.
A veces los amigos
de Abel bromeaban a su costa:
— ¡Seguro! No
llegarás a casarte: jamás serás capaz de ponerte el traje de novio.
No erraban del
todo, desde pequeño los trajes le habían disgustado. Su aversión a ellos
rebasaba toda lógica. Él mismo no entendía la razón. Sólo pensar en el uso de uno
le producía náuseas. El traje le resultaba una prenda hostil, enemiga; una
camisa de fuerza para volverlo loco.
Y allí estaba
aquel, airoso, ufano: el traje de la habitación sellada. Abel trataba de
ignorarlo, pero el traje, cada vez con mayor pujanza, imponía sus antojos; pretendía
remover su debilidad, humillarle, ridiculizarle… Aquel traje le obsesionaba más
aún, cuanto más trataba de olvidarlo. Le absorbía el sentimiento, lo
arrastraba; y volvía a traspasar la puerta de la habitación prohibida. Le desnudaba
el alma, despertando en ella tiernos anonimatos agazapados en el tiempo.
Un buen día Abel se
levantó con el firme propósito de acabar con el tabú, con la tiranía de la
prenda. No consentiría por más tiempo que asunto tan trivial condicionara su existencia.
Se rebuscó en las entrañas hasta juntar el coraje necesario, pegó una patada a
la puerta de la habitación sellada y la franqueó con ímpetu. Retó a duelo a sus
enraizados escrúpulos hasta vencerlos. Aferró el traje con rabia y consiguió
ponérselo. Miró las perlas y estas inyectaron en sus ojos fulgores suplicantes.
Se lo llevó a la
calle y se dirigió a los lugares apropiados para camuflarlo: casinos, salas de
fiesta, ambientes de traje y etiqueta... Le diluyó entre chaqués y escotes
perfumados. Intentaba con ello vulgarizarlo, reducirlo a un objeto ordinario,
uno de tantos. Le demostraría su insignificancia y su simpleza, le bajaría los
humos a cualquier precio.
Bebió
desmedidamente. Levitó sobre su propio yo, hasta reposar ingrávido entre la realidad
y la inconsciencia. Flotaba ebrio de vacío y regado de futuro; empolvado por
alientos engomados.
Regreso a su casa con dificultad. Embriagado.
Maldiciendo en cada chispa de conciencia el vil traje que intentaba reavivar
los fantasmas en letargo de la infancia y de la adolescencia. No toleraría por
más tiempo aquella mofa. Una feliz idea se fraguó en su mente.
Casi pletórico
cruzó el umbral. Atravesó el vestíbulo y dejó atrás, en el espejo, una imagen
burlesca. Retrocedió unos pasos para contemplarla. Descubrió un traje insolente
y cínico, con un hombre dentro, de ojos viperinos, que le taladraba los
recuerdos. Un rostro de facciones escurridizas que jugaban a confundirlo. Se
juró eliminar el envanecido traje.
Pero, a fin de
cuentas, el traje se había salido con la suya: someter al joven y él... se lo
sirvió en bandeja. Inoculado de insensatez y de arrogancia, Abel lo usó, lo
paseó, le dio alas. Se sintió de pronto sucio y asqueado.
Corrió a la
habitación sellada a quitarse el traje y encerrarlo en su prisión, de donde no
debió sacarlo. Rebuscó en un cajón del escritorio hasta encontrar un estilete.
Se lanzó al traje y lo acuchilló. El traje, al sentirse herido, se revolvió
cual alimaña en busca de carroña y descargó en Abel mordaces revelaciones. Atestó
la cabeza de Abel con agraces confidencias que este se resistía a recibir. Como
mandíbulas de acero se introducían en sus sienes. Polillas devastadoras de
intimidades allanaron sus sentidos y derramaron en ellos silencios pregonados. Al
oírlos, un estallido lo rompió en pedazos. Una luz molesta y cegadora le anegó
de recuerdos desterrados e indeseables. Un grito mudo tensó la niebla. La
angustia apuntaló sus sombras y suplicó la madrugada.
Se despertó con una
fuerte resaca, pero con un propósito inflexible. Salió de compras, entre otras,
un collar de perlas; de perlas engarzadas, ni sueltas ni desvalidas.
Una nueva noche se anunció, y la oscuridad le forzó
de nuevo a visitar los mismos lugares de la jornada anterior: espacios donde el
traje reina. Era inevitable que frecuentara esos círculos, estaba decidido a
terminar con la maldición del traje, que le había poseído. Regresó cansado,
pero satisfecho, su espíritu se había liberado de una parte de sus ligaduras.
Y lo mismo sucedió una
y otra noche. Cansadas noches de rondas justicieras y agotadoras.
En su despacho de
la zona centro se desgañitaba irritado el comisario. Gesticulaba con una mano
en lo alto y golpeaba con la otra un manojo de papeles contra la mesa. A voz en
grito repasaba los detalles, una y otra vez, infatigablemente:
—Nuestra asesina es
una psicópata. Sus víctimas siempre se tratan de hombres con traje negro. En
cada crimen, una perla blanca, ¡auténtica!, aparece incrustada en la garganta
del cadáver. Siempre actúa sola, con habilidad felina. Un buen número de
testigos aseguran haberla visto: discreta, misteriosa, elegante…, como quimera
de antaño. Luce un vestido de organdí y un collar de perlas. Nadie es capaz de
precisar de dónde viene ni adónde va. Aparece de pronto, del vacío, y se
desvanece sin dejar rastro.
Y mentiría si
dijera que a mí me quita el sueño la suerte de esos desgraciados: hombres pendencieros,
maltratadores, infieles, de vida libertina... Sus mujeres dispondrían de sobrados móviles para acabar con ellos, pero
no lo han hecho, ¡no!, está comprobado. Ha sido una extraña, una auténtica desconocida,
y nosotros seguimos como al principio.¡¡Me pregunto cuántas perlas llegará a emplear
aún!!
Una vez más, tras
su ronda nocturna, Abel volvió a su casa, se preparó un café y se puso cómodo.
Poco después se adentró en la habitación sellada. Sonrío feliz al comprobar que
ninguna perla suelta quedaba en el platillo. Se desabrochó el collar y lo observó
complacido, ambos se habían ganado un buen descanso. No se lo pondría nunca más.
Lo colocó sobre la mesa; ya decidiría un buen destino para él.
Tomó el estilete y
redujo a hilachos los últimos jirones de aquel traje, acuchillado día a día. Echó
los desgarrones a la chimenea y los prendió. Se quitó el vestido, compañero de
sus noches, y lo añadió al fuego, había cumplido su misión. Mientras ardían obligó
a su mente a revivir una vez más los recuerdos enquistados que le habían
trastornado. Una última vez, pues la evocación sería devorada por las llamas junto
a los retazos:
"Un hombre con
traje negro avanzaba por el pasillo, dando traspiés. En el dormitorio una mujer
con vestido de organdí miraba melancólica por la ventana. La observaba de
soslayo, con la mirada torva de la embriaguez, mientras se quitaba el traje. Lo
soltó sobre la silla y se acercó a ella. Apoyó su mano sobre el hombro nacarado.
Ella se volvió y retrocedió unos pasos; el collar de perlas que adornaba el
fino cuello resplandeció. El hombre la acarició; primero con codicia; con lascivia
y crispación después. La mujer trató de liberarse de las obscenas manos que mancillaban
su cuerpo. Ante el rechazo, el hombre se exaltó aún más. Hundió sus dedos en el
cuello y apretó con furia. Las perlas se incrustaban en la sedosa y blanca piel,
que se iba volviendo grana.
Abel se despertó y entró
en la habitación de sus padres. Incrédulo, contempló la escena. Las manos de la
mujer se desesperaban por apartar las del hombre, y en mitad del forcejeo el
collar de perlas se rompió.
Los miraba horrorizado.
Aquello le despedazaba el corazón. Descubrió en su padre la serpiente que seduce
al cisne para estrangularlo, y lo aniquiló con la mirada; pero los ojos
coléricos y delirantes de este escarnecían al niño, mientras le gritaban:
—¡Tú… qué miras! ¡Así
es como da la talla un hombre!
Con los puños apretados
y la mirada atónita, se acreditó a sí mismo como cómplice involuntario de la infamia.
Desarticulado por el pánico, consentía despojar los pétalos de la dulzura y
presenciaba el último soplo de una mariposa quebrantada.
Y la inocencia de Abel
cayó aplastada bajo la terrible carga de la culpa.
La presencia y el
sufrimiento de su hijo intensificaron la agonía de la madre mucho más que la inminencia
de la muerte. Las perlas del collar saltaron y se desparramaron por la
habitación al compás de las lágrimas del niño. Perlas y lágrimas se fusionaron
en un desolador dueto.
El tintineo de las
perlas contra el suelo se apagó con el último suspiro de la víctima, que se
derrumbó tras ellas. Las lágrimas de Abel se helaron. Y su sangre. El alma se le
quebró en dos. El reloj de su aliento se detuvo. Interiormente murió. Quedó clavado
en el umbral. Ni el empujón despiadado de su padre, al escapar, logró arrancarlo
del sitio. La habitación se tornó negra.
¡No supo qué pasó
después ni cuánto duró! Se mantuvo imperturbable hasta que alguien tiró de su mano
y lo apartó de allí. Caminatas, gritos, llantos… La habitación se selló, también
su mente. Una compasiva losa de prudencia lacró la carcoma de la injuria.
La llaga del
corazón se cerró en falso, aunque… a veces le tiraba.”
Con esa postrera reencarnación,
la historia se desvaneció definitivamente. Las lágrimas se secaron. La densa
niebla se desperezó y el cuarto sellado recobró la claridad.
Un sol optimista le
hizo abrir los ojos a una mañana que le resultó radiante como ninguna otra.
Días más tarde se
celebraba la boda de su mejor amigo. Él sería uno de los testigos. Abel se anudó
la corbata, a juego con su traje claro.
La novia entró en
la iglesia y todas las miradas se clavaron en ella.
“¡Qué guapa, con aquel collar de perlas que realzaba
su esplendor!”
Un hermoso collar regalado
por Abel con motivo de la boda. Cuando pasó a su lado, Abel lo contempló: las
perlas imprimieron en sus ojos destellos renovados.
Evocó el rostro de
su madre. ¡SU MADRE!, hermosa palabra y hermosa imagen, condenadas al desarraigo
durante tantos años. En lo sucesivo su madre lo acompañaría siempre, rescatada del
olvido y devuelta a la añoranza.
La novia ocupó su
sitio en el altar. Abel sonrió complacido.
“Ahora ella también puede sonreír tranquila. Los
trajes ya no se saldrán con la suya. La afrenta del collar ha sido resarcida”.
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