jueves, 20 de abril de 2017

IRREALIDAD


   La joven disfrutaba de un día precioso y radiante, de horizontes despejados. Dichosa y despreocupada, se dejaba impregnar de la luminosidad de su mundo. De pronto todo se tambaleó. Una angustiosa perplejidad se apoderó de ella. Dio un súbito salto en el espacio…, traspasó alguna barrera…, cruzó a otra dimensión… ¡Qué podía ella saber…, y cómo afrontarlo…, tan acostumbrada a la rutina! Se encontró sumida en la más completa oscuridad: una caja negra, un sinuoso laberinto, un profundo pozo... 
Escudriñó su alrededor…

NADA.
La nada la envolvía. Fue presa del pánico.
Tenía que salir. Necesitaba escapar de aquella angustiosa pesadilla.
La vida se le escapaba por entre ese vacío y esa nada. Notaba una opresión en el pecho que succionaba su esencialidad.
            Enseguida se lanzó a buscar alguna puerta o pasadizo. Se cansó de dar vueltas con los brazos en cruz, intentando con desesperación tocar algo sólido y estable; un asidero, un baluarte al que aferrarse, pero solo palpaba la oquedad existencial.
            Se aventuró unos cuantos pasos, con los brazos extendidos hacia adelante, y se detuvo. Más giros. Luego unos pocos pasos más, y a continuación otros cuantos… Precisaba sondear la amplitud de su encierro. Giró en redondo y desanduvo el camino. Aplicó la misma estrategia en las cuatro direcciones. Retrocedía siempre para no perder su ubicación. Cuando sus ojos se acostumbraron a las sombras, le pareció apreciar la vastedad de la inexistencia: inmensa, gélida, infinita.
            Al proyectar su mirada hacia la distancia, creyó advertir alguna claridad ocasional, junto a minúsculos destellos luminosos. Tenía que correr el riesgo de dirigirse hacia esa casi imperceptible diafanidad. Sin embargo, era consciente de que con ello sacrificaría su punto de referencia, su único pilar.
Caminó, caminó, caminó… y el tenue resplandor seguía allí. Siempre remoto. Tan lejano como al principio. Tres intentos más; cuatro, seis… Perdió la cuenta.
Y el rumbo.
            Un indignado desánimo se apoderó de su entereza. Se dejó caer de rodillas y abandonó su cabeza sobre ellas. Así siguió hasta que unos tenues indicios la alertaron: ¿sonidos, voces, susurros…?
            «Escucha…, escúchalos —se aconsejaba a mí misma—. Tal vez sean pistas, señales, que tratan de ayudarte».
Gritó con todas sus fuerzas, pidió ayuda; se desgañitaba. Voces enmarañadas y huecas llegaban hasta sus oídos, como parloteos de cotorras anodinas. Un caos acústico. Solo eso. Tan solo pudo captar, con sutileza, alguna idea coherente entre tanta incoherencia. Se centró en ella y siguió sus insinuaciones. Se puso en pie, avanzó un buen tramo; a continuación, otro trecho más; después, un largo trayecto. Cuando el camino parecía acertado, la voz enmudecía, y se encontraba más perdida que al principio; sin posibilidad de volver atrás. Repitió el proceso no una, sino varias veces. Con cada intento su situación se agravaba. El noespacio de la nada fue invadido por una vegetación abrupta y salvaje. Resbalaba, tropezaba, caía, se golpeaba. Su frustración llegaba al límite. Sus magulladuras, arañazos, contusiones… desgarraban su moral. El ansia de salir y acabar con tan tortuosa incertidumbre le hizo perder el juicio.
            Reverberaban en su mente cientos de voces: confusas, inconexas… Su estado de agitación la desestabilizó; se movía sin control, sin sistema, sin orden, sin estructura. Y la organización constituía, precisamente, el elemento ineludible y esencial en su existencia. Perseguía hilos que no acababan nunca. Tan pronto tomaba una dirección como la dejaba para dirigirse a la siguiente.
            Casi al borde del desquicio, se abandonó, se tendió en el suelo y se aisló de su circunstancia. Se sumió en mil pensamientos, en su propia conciencia, hasta que el sueño la apresó. Al despertar, su tormenta interior estaba amainando. Se repetía: «La respuesta está aquí dentro, en ti misma; encuéntrala. Algo se te ha pasado por alto. Por alto..., por alto…
 ¡ALTO!»
            Abrió lentamente los ojos y miró hacia arriba: nítida, brillante, la claridad la sonreía; la luz. La deseó. La amó. Una claridad con facciones y rostro difuminados, con voluntad, con intención…
ETÉREA
            Era consciente de haberla visto en otras ocasiones. Allí estaba su salvación. Por qué no se le ocurrió pensar antes en su querubín.
Cerró los párpados y se dejó absorber por ella. Poseída por el éxtasis, comenzó a ascender, flotaba. Como si una mano invisible la trasladara. Todas las respuestas estaban en su interior, pero no supo buscarlas: su experiencia, su sentido común, su capacidad de análisis…
En ella misma.

            Había vuelto, recuperó su mundo, su faro, su guía... Había estado extraviada y deambulando en su propio laberinto, en su parte oscura. Cuando se encontró a mí misma, supo encontrar el camino de regreso.
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            El escritor concluyó su libro y empezó a conversar con su personaje, como si ella lo estuviera oyendo, como si fuera capaz de entenderlo:
«Ya está, mi querida heroína, te has portado de maravilla. Por fin hemos llegado al final. Este giro era necesario; el argumento adolecía de un cambio. La historia pedía a gritos otra escena. Siento haberte obligado a sufrir ante lo desconocido; pero en lo sucesivo, te acomodarás en tu rutina y te sentirás segura. No se repetirá más tu turbación. Tu interpretación está bordada. Esta es una obra que nos llevará muy lejos.

Hasta la inmortalidad».

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