La
joven disfrutaba de un día precioso y radiante, de horizontes despejados. Dichosa
y despreocupada, se dejaba impregnar de la luminosidad de su mundo. De pronto todo
se tambaleó. Una angustiosa perplejidad se apoderó de ella. Dio un súbito salto
en el espacio…, traspasó alguna barrera…, cruzó a otra dimensión… ¡Qué podía
ella saber…, y cómo afrontarlo…, tan acostumbrada a la rutina! Se encontró
sumida en la más completa oscuridad: una caja negra, un sinuoso laberinto, un
profundo pozo...
Escudriñó
su alrededor…
NADA.
La nada
la envolvía. Fue presa del pánico.
Tenía
que salir. Necesitaba escapar de aquella angustiosa pesadilla.
La vida
se le escapaba por entre ese vacío y esa nada. Notaba una opresión en el pecho
que succionaba su esencialidad.
Enseguida se lanzó a buscar alguna
puerta o pasadizo. Se cansó de dar
vueltas con los brazos en cruz, intentando con desesperación tocar algo
sólido y estable; un asidero, un baluarte al que aferrarse, pero solo palpaba la
oquedad existencial.
Se
aventuró unos cuantos pasos, con los brazos extendidos hacia adelante, y se
detuvo. Más giros. Luego unos pocos pasos más, y a continuación otros cuantos…
Precisaba sondear la amplitud de su encierro. Giró en redondo y desanduvo el
camino. Aplicó la misma estrategia en las cuatro direcciones. Retrocedía
siempre para no perder su ubicación. Cuando sus ojos se acostumbraron a las sombras,
le pareció apreciar la vastedad de la inexistencia: inmensa, gélida, infinita.
Al proyectar su mirada hacia la distancia, creyó advertir alguna claridad
ocasional, junto a minúsculos destellos luminosos. Tenía que correr el riesgo
de dirigirse hacia esa casi imperceptible diafanidad. Sin embargo, era
consciente de que con ello sacrificaría su punto de referencia, su único pilar.
Caminó,
caminó, caminó… y el tenue resplandor seguía allí. Siempre remoto. Tan lejano
como al principio. Tres intentos más; cuatro, seis… Perdió la cuenta.
Y el
rumbo.
Un indignado desánimo se apoderó de su
entereza. Se dejó caer de rodillas y abandonó su cabeza sobre ellas. Así siguió
hasta que unos tenues indicios la alertaron: ¿sonidos, voces, susurros…?
«Escucha…, escúchalos —se aconsejaba a mí misma—. Tal vez sean pistas, señales,
que tratan de ayudarte».
Gritó
con todas sus fuerzas, pidió ayuda; se desgañitaba. Voces enmarañadas y huecas
llegaban hasta sus oídos, como parloteos de cotorras anodinas. Un caos
acústico. Solo eso. Tan solo pudo captar, con sutileza, alguna idea coherente entre
tanta incoherencia. Se centró en ella y siguió sus insinuaciones. Se puso en
pie, avanzó un buen tramo; a continuación, otro trecho más; después, un largo
trayecto. Cuando el camino parecía acertado, la voz enmudecía, y se encontraba
más perdida que al principio; sin posibilidad de volver atrás. Repitió el
proceso no una, sino varias veces. Con cada intento su situación se agravaba. El
noespacio de la nada fue invadido por
una vegetación abrupta y salvaje. Resbalaba, tropezaba, caía, se golpeaba. Su
frustración llegaba al límite. Sus magulladuras, arañazos, contusiones… desgarraban
su moral. El ansia de salir y acabar con tan tortuosa incertidumbre le hizo
perder el juicio.
Reverberaban en su mente cientos de
voces: confusas, inconexas… Su estado de agitación la desestabilizó; se movía
sin control, sin sistema, sin orden, sin estructura. Y la organización constituía,
precisamente, el elemento ineludible y esencial en su existencia. Perseguía
hilos que no acababan nunca. Tan pronto tomaba una dirección como la dejaba
para dirigirse a la siguiente.
Casi al borde del desquicio, se abandonó, se tendió en el suelo y se aisló de su
circunstancia. Se sumió en mil pensamientos, en su propia conciencia, hasta que
el sueño la apresó. Al despertar, su tormenta interior estaba amainando. Se
repetía: «La respuesta está aquí dentro, en ti misma; encuéntrala. Algo se te
ha pasado por alto. Por alto..., por alto…
¡ALTO!»
Abrió lentamente los ojos y miró hacia arriba: nítida, brillante, la claridad la
sonreía; la luz. La deseó. La amó. Una claridad con facciones y rostro difuminados,
con voluntad, con intención…
ETÉREA
Era consciente de haberla visto en
otras ocasiones. Allí estaba su salvación. Por qué no se le ocurrió pensar
antes en su querubín.
Cerró
los párpados y se dejó absorber por ella. Poseída por el éxtasis, comenzó a
ascender, flotaba. Como si una mano invisible la trasladara. Todas las
respuestas estaban en su interior, pero no supo buscarlas: su experiencia, su
sentido común, su capacidad de análisis…
En ella misma.
Había vuelto, recuperó su mundo, su faro, su guía... Había estado extraviada y
deambulando en su propio laberinto, en su parte oscura. Cuando se encontró a mí
misma, supo encontrar el camino de regreso.
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El escritor concluyó su libro y empezó a conversar con su
personaje, como si ella lo estuviera oyendo, como si fuera capaz de entenderlo:
«Ya
está, mi querida heroína, te has portado de maravilla. Por fin hemos llegado al
final. Este giro era necesario; el argumento adolecía de un cambio. La historia
pedía a gritos otra escena. Siento haberte obligado a sufrir ante lo
desconocido; pero en lo sucesivo, te acomodarás en tu rutina y te sentirás
segura. No se repetirá más tu turbación. Tu interpretación está bordada. Esta
es una obra que nos llevará muy lejos.
Hasta
la inmortalidad».
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