El libro Sin Nombre se consumía de tristeza y desconsuelo. No había otro en
todo aquel recinto de libros más incomprendido e ignorado. Por otro lado, se
sentía inútil y avergonzado. Algo debía de estar haciendo mal para que nadie quisiera
leerlo.
Era el único entre tantos que no
había sido leído. Ni un solo humano le daba la oportunidad de estrenarse. De
demostrar que valía para su empeño. A veces los lectores se acercaban a su
puesto en la estantería y lo tomaban en sus manos; a veces… incluso lo abrían,
pero nunca, nunca, seguían adelante. Le echaban un rápido vistazo, lo cerraban
y lo devolvían a su triste hueco.
¡Qué decepción! ¡Qué fracaso!
«¿Por qué?, se preguntaba. ¿Qué
misterio se cierne en torno a mí? Y mi autor… ¿por qué no se preocupa?»
En sus primeros tiempos allí siempre
estaba alerta y preparado. Dispuesto a lucirse con aquel que lo leyera. Poco a
poco su entusiasmo se fue disipando, como el humo de una fogata apagada. ¡Mira
que era triste tener que llamarse “Sin Nombre”; y tener que aceptar tanta
derrota!
En la biblioteca los libros
brillaban por su inteligencia. Pero ninguno de ellos había sido capaz de
resolver la incógnita de Sin Nombre.
Cuando el último humano abandonaba
la biblioteca empezaba para ellos su tiempo libre; el esparcimiento y la
distracción. En la sala se trataba cualquier tema que existiera en el mundo.
Allí habitaban libros expertos en todos los conocimientos: arte, historia, música,
pintura, geografía, astrología, mitología, literatura, naturaleza…
Todos, todos sus compañeros, sin
excepción, habían intentado averiguar el título y el autor de Sin Nombre. Ninguno lo descifró. Cuando
lo hojeaban con detenimiento, en lugar de aportar soluciones, salían a relucir sus
múltiples defectos: que si carecía de ilustraciones, que si no tenía
coherencia, que si su color eran apagado, que si su rigidez lo hacía inmanejable;
que si…, que si… que si… Por no tener, ¡ni letras tenía! O estas eran muy
extrañas.
Y así transcurrían los días, sumido
en la apatía. Dormitando y dando cabezadas en horas de trabajo. Empezaba a
abandonarse y a descuidar su tarea; pero, total, ¡para qué molestarse! ¿Y para
quién? Al principio todo era ilusión, entusiasmo. En cuanto sentía el cálido
tacto de un humano, esponjaba sus hojas, aclaraba su silenciosa voz y se
disponía a contar sus historias de la forma más bella que sabía. Ahora… nada…
Como se descuidase un poco más acabaría olvidándolas.
Un buen día vio acercarse a un
lector que manifestaba mucho interés. No solo miraba, sacaba los libros y los
hojeaba a fondo. Desde luego, era distinto. Tal vez, más exigente que otros.
Sin
Nombre tuvo una corazonada y se preparó para declamar. El hombre lo sacó
del estante y lo miró. Después comenzó a pasar las hojas con tanto ímpetu, que
nuestro amigo se atragantaba, se confundía, lo embarullaba… ¡No le daba tiempo
ni ocasión!
«¡Oh, no. Qué desastre», se lamentó!
El humano lo cerró, pero ante la
estupefacción de Sin Nombre, no lo
devolvió al estante. Acarició varias veces su cubierta y se lo llevó con él.
Nadie, absolutamente nadie, es capaz
de imaginar la satisfacción que sentía Sin
Nombre. Fuera de sí, exaltado y excitado. Miraba a los lados de continuo
para asegurarse de si sus compañeros lo veían. Y gritaba en su interior:
«¡¡¡Bieeeen!!!
¡Me sacan a la calle. Me llevan prestado!».
El humano llegó con Sin Nombre a una casa y, con la mayor
diligencia y entusiasmo, fue a mostrárselo a su sobrino. Este lo tomó, pasó su
mano con delicadeza por el lomo. Sin
Nombre se derretía al sentir el tacto de la piel humana. De pronto, como si
ocurriera un milagro, escuchó:
—Un título precioso:
“Los ojos de la imaginación”.
Sin
Nombre no daba crédito a lo que oía. Aquel joven entendía
su título. Lo acababa de pronunciar. No lloró en ese preciso momento porque los
libros no pueden lloran, se deteriorarían; pero le costó un gran esfuerzo reprimirse.
—Algo me decía en mi interior que
este libro iba a gustarte, Jaime. Lo que no entiendo es que hacía un libro en braille en una biblioteca que carece de
ellos. Tendré que informarme y ver si tiene solución.
El tío se retiró discretamente al
ver que su sobrino se ensimismaba con la lectura de aquel libro. Hacía tiempo que
no mostraba tanto entusiasmo por nada. Desde el accidente que lo dejó ciego, su
moral no se había repuesto por completo.
Sin
Nombre, o mejor dicho, “Los ojos de la imaginación”, se derretía
con el calor humano de los dedos del joven sobre sus páginas. La experiencia
era sublime, el humano no solo lo miraba y lo leía, lo acariciaba sin cesar.
Tal vez la larga espera y su sufrimiento había merecido la pena.
Transcurrido un largo tiempo, el
joven acarició la última página y lo cerró con suavidad.
—Este libro de poemas es
maravilloso, tío. Con esta lectura mi ceguera queda compensada. Consigue que mi
mente vea lo que mis ojos no pueden; con tanta claridad y tanta hermosura… Las
descripciones son tan bellas que puedo sentirlo y hasta parece que lo viera.
—Este libro he de devolverlo a la
biblioteca, pero antes me he propuesto conseguir dos cosas: que tú tengas tu
propio ejemplar antes de que caduque el préstamo y que a esta joya se le asigne
el lugar que le corresponde.
—Muchas gracias tío, cuánto te debo.
Hoy he comenzado a ver de otra manera. —Luego, incluso fue capaz de bromear—.
Tú me has abierto los ojos.
Me encanta este relato, Tina. Lo narras genial. Besos.
ResponderEliminarGracias, Sonia. Me alegra tanto que te guste... Tienes otros, vete leyendo; también te gustarán. Besos para ti.
ResponderEliminarTina, el relato me ha parecido de lujo. Muy bien contado y el final me ha arrebatado el corazón. Saludos.
ResponderEliminarA mí le llenan de ilusión tus palabras. Cuando se escribe, lo que se persigue, precisamente, es llegar al lector. Si tocas su corazón y su fibra, es una felicidad total. Un abrazo, Lucía.
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