-Ahora, venga
lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mesmo Satanás en
persona.
Llegó en esto
el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en
las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y
dijo:
-¿Adónde vais,
hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué banderas son aquéstas?
A lo que
respondió el carretero:
-El carro es
mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán
envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro
señor, en señal que aquí va cosa suya.
-Y ¿son
grandes los leones? -preguntó don Quijote.
-Tan grandes
-respondió el hombre que iba a la puerta del carro-, que no han pasado mayores,
ni tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el leonero, y he pasado
otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho; el macho va en esta jaula
primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van hambrientos porque no han
comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es menester llegar presto donde
les demos de comer.
A lo que dijo
don Quijote, sonriéndose un poco:
-¿Leoncitos a
mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han de ver esos
señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos,
buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera,
que en mitad desta campaña les daré a conocer quién es don Quijote de la
Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mí los envían.
-¡Ta, ta!
-dijo a esta sazón entre sí el hidalgo-, dado ha señal de quién es nuestro buen
caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los
sesos.
Llegóse en
esto a él Sancho y díjole:
-Señor, por
quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se
tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos.
-Pues, ¿tan
loco es vuestro amo -respondió el hidalgo-, que teméis, y creéis que se ha de
tomar con tan fieros animales?
-No es loco
-respondió Sancho-, sino atrevido.
-Yo haré que
no lo sea -replicó el hidalgo.
Y, llegándose
a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le
dijo:
-Señor
caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen
esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque
la valentía que se entra en la juridición de la temeridad, más tiene de locura
que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no vienen contra vuesa merced,
ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni
impedirles su viaje.
-Váyase vuesa
merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con su perdigón manso
y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Éste es el mío, y
yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.
Y, volviéndose
al leonero, le dijo:
-¡Voto a tal,
don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he
de coser con el carro!
El carretero,
que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
-Señor mío,
vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las mulas y ponerme
en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones, porque si me las matan,
quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo otra hacienda sino este carro
y estas mulas.
-¡Oh hombre de
poca fe! -respondió don Quijote-, apéate y desunce, y haz lo que quisieres, que
presto verás que trabajaste en vano y que pudieras ahorrar desta diligencia.
Apeóse el
carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes voces:
-Séanme
testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y
suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el mal y daño que
estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más mis salarios y
derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro antes que abra, que yo
seguro estoy que no me han de hacer daño.
Otra vez le
persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era tentar a Dios
acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él sabía lo que
hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él entendía que se
engañaba.
-Ahora, señor
-replicó don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente desta que a su
parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en salvo.
Oído lo cual
por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en
cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento y
la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las hazañas que había
acometido en todo el discurso de su vida.
-Mire, señor
-decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga; que yo he visto
por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de león verdadero, y saco
por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal uña, es mayor que una
montaña.
-El miedo, a
lo menos -respondió don Quijote-, te le hará parecer mayor que la mitad del
mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya sabes nuestro antiguo
concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
A éstas añadió
otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había de dejar de
proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán oponérsele, pero
viose desigual en las armas, y no le pareció cordura tomarse con un loco, que
ya se lo había parecido de todo punto don Quijote; el cual, volviendo a dar
priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio ocasión al hidalgo a que
picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero a sus mulas, procurando
todos apartarse del carro lo más que pudiesen, antes que los leones se
desembanastasen.
Lloraba Sancho
la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que llegaba en las garras
de los leones; maldecía su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino
al pensamiento volver a servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de
aporrear al rucio para que se alejase del carro. Viendo, pues, el leonero que
ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornó a requerir y a intimar a
don Quijote lo que ya le había requerido e intimado, el cual respondió que lo
oía, y que no se curase de más intimaciones y requirimientos, que todo sería de
poco fruto, y que se diese priesa.
En el espacio
que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo considerando don Quijote
si sería bien hacer la batalla antes a pie que a caballo; y, en fin, se
determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante se espantaría con la vista
de los leones. Por esto saltó del caballo, arrojó la lanza y embrazó el escudo,
y, desenvainando la espada, paso ante paso, con maravilloso denuedo y corazón
valiente, se fue a poner delante del carro, encomendándose a Dios de todo
corazón, y luego a su señora Dulcinea.
Y es de saber
que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia exclama y dice:
''¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso don Quijote de la Mancha,
espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don
Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué
palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a
los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren,
aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú
intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo
cortadoras, con un escudo no de muy luciente y limpio acero, estás aguardando y
atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas.
Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo
aquí en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos''.
Aquí cesó la
referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el hilo de la
historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y
que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer en la desgracia del
indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la primera jaula, donde
estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extraordinaria y
de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula,
donde venía echado, y tender la garra, y desperezarse todo; abrió luego la boca
y bostezó muy despacio, y, con casi dos palmos de lengua que sacó fuera, se
despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de
la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para
poner espanto a la misma temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente,
deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las
cuales pensaba hacerle pedazos.
Hasta aquí
llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido
que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber
mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus
traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en
la jaula. Viendo lo cual don Quijote, mandó al leonero que le diese de palos y
le irritase para echarle fuera.
-Eso no haré
yo -respondió el leonero-, porque si yo le instigo, el primero a quien hará
pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo
hecho, que es todo lo que puede decirse en género de valentía, y no quiera
tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la puerta: en su mano está salir,
o no salir; pero, pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en todo el día. La
grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada: ningún bravo
peleante, según a mí se me alcanza, está obligado a más que a desafiar a su
enemigo y esperarle en campaña; y si el contrario no acude, en él se queda la
infamia, y el esperante gana la corona del vencimiento.
-Así es verdad
-respondió don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame por testimonio, en la
mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto hacer; conviene a saber:
cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no salió; volvíle a esperar, volvió a
no salir y volvióse acostar. No debo más, y encantos afuera, y Dios ayude a la
razón y a la verdad, y a la verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en
tanto que hago señas a los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta
hazaña.
Hízolo así el
leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se
había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los
que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y
antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a ver la señal del blanco
paño, dijo:
-Que me maten
si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama.
Detuviéronse
todos, y conocieron que el que hacía las señas era don Quijote; y, perdiendo
alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron acercando hasta donde
claramente oyeron las voces de don Quijote, que los llamaba. Finalmente,
volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote al carretero:
-Volved,
hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú, Sancho, dale
dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa de lo que por mí
se han detenido.
-Ésos daré yo
de muy buena gana -respondió Sancho-; pero, ¿qué se han hecho los leones? ¿Son
muertos, o vivos?
Entonces el
leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la contienda,
exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote, de cuya vista
el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula, puesto que había tenido
un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y que, por haber él dicho a
aquel caballero que era tentar a Dios irritar al león para que por fuerza
saliese, como él quería que se irritase, mal de su grado y contra toda su
voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.
-¿Qué te
parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan contra la
verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el
esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Dio los
escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por
la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo
rey, cuando en la corte se viese.
-Pues, si
acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el Caballero de los
Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se trueque, cambie, vuelva y
mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de la Triste Figura; y en esto
sigo la antigua usanza de los andantes caballeros, que se mudaban los nombres
cuando querían, o cuando les venía a cuento.
Siguió su
camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el
suyo.
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