-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo; quizá todo debe ser encantamento, como las fantasmas de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don
Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el
ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho-
sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote-
te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si
es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la
victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda. Y, diciendo esto, puso las
espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela
como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole:
-¡Vuélvase vuestra merced, señor don
Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir!
¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que
no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni
enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? ¡Pecador soy yo a
Dios!
Ni por ésas volvió don Quijote; antes,
en altas voces, iba diciendo:
-¡Ea, caballeros, los que seguís y
militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del
Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis cuán fácilmente le doy venganza de su
enemigo Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo
como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos
que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que
no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con
piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes,
discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón?
Vente a mí; que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus
fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín
Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo,
y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan
maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o malferido, y, acordándose de su
licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el
estómago; mas, antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era
bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno
que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de
la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el
segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo.
Llegáronse a él los pastores y creyeron que le habían muerto; y así, con mucha
priesa, recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de
siete, y, sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre
la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas,
maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer.
Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de
la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el
sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote,
que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de
carneros?
Colección postales antiguas, cedidas por mi amiga Esperanza Rodríguez. Autor A. Bruzón.
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