A más de un niño le rompemos el corazón
desde muy pequeño. Le vamos segando la autoestima sin ser muy conscientes de
ello. Me explico.
Los niños salen de la guardería o
colegio (lo he visto muchas veces) con algún trabajo hecho por ellos mismos, de
la mano: manualidades, dibujos, carpeta de fichas... En cuanto se acercan los
padres a recogerlos se van a ellos con su obra de arte y se la muestran. Su
sonrisa luce de oreja a oreja. Se sienten orgullosos, grandes, importantes.
Pero no siempre los adultos les prestan la atención que se merecen.
—¡Qué bonito, cariño! —Y siguen hablando con la amiga o
vecina, y así queda la cosa hasta que vuelven a acordarse (tal vez muy tarde).
—Sí, cielo, luego lo vemos. —No son capaces le echarle una ojeada
o/y un halago.
A veces llegan a casa y se les olvida o
lo aparcan porque entran las prisas de la cena, de las duchas...
Total que los niños experimentan un
desencanto total. Se les pone una carita de fracaso...
Si esta actitud persiste, llega un
momento que no sienten el menor interés ni motivación por sus creaciones. Y se
van acostumbrando a desestimarlas, a veces, incluso a despreciarlas, por lo que
implican. Acabarán por no enseñarlas siquiera. Harán sus trabajos sin ganas,
sin entusiasmo.... Se lo hemos cortado de cuajo. Seremos los responsables de su
gran desmotivación. Luego nos preguntaremos que a qué se debe.
Por favor, sus obras son muy
importantes y así debemos de atenderlas. No hay nada que tenga prioridad. Si no
se puede justo en el momento que lo muestran, podemos hablar de ello,
preguntar, soltar manifestaciones de contento y de ganas de llegar para
mirarlo.
Este consejo puede parecer un detalle nimio, de poca importancia, pero la tiene, y mucha.
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