En un lúgubre y minúsculo cementerio de México, unos dedos escuálidos y consumidos retiraban las brozas que tapaban la inscripción de la cochambrosa y rancia lápida. Al fin pudo leer lo que le decía en esta ocasión el epitafio:
«Déjate ya de tarugadas, maldito pendejo, y convéncete de que tú eres yo y yo soy tú.
Eres mi espectro, así que métete de una santa vez en la
tumba y fusiónate conmigo, o estaremos chingaos pa toda la eternidad».
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