—Os
advierto de que este mundo no os gustará nada; y es una verdadera pena, porque
hubo un tiempo, varios cientos de años atrás, en el que existió un planeta y un solo mundo, muy hermoso. Lo tenían
todo. Absolutamente todo. La gente no lo cuidaba, devastaba sus aguas, su
vegetación exuberante e incluso la vida misma. Por si todo esto fuera poco, las
personas se maltrataban y se aniquilaban entre ellas. Nadie se conformaba con
lo que tenía. Cuanto más avanzada y moderna se creía esa civilización, muchas
más diferencias, incomprensión e intolerancia los iban distanciando. La lucha
por el poder y las ideologías provocaron enfrentamientos sin fin. Estalló la
Gran Catástrofe. La destrucción. Luego, una gigantesca cadena de cataclismos,
como consecuencia de lo anterior, hizo temblar los cimientos mismos del
planeta. Lo destrozaron, lo redujeron a pedazos.
—Hablas
de nuestro planeta, ¡a que sí! ¿Por qué nunca nos lo enseñan, para poderlo aprender?
—protestó Elda.
—No
interesa sacarlo a relucir. Se ha guardado en el arcón del olvido, como una leyenda
pasada de moda. Da vergüenza pensar que seres llamados humanos y considerados
inteligentes fueran capaces de destruir
y destrozar su propio mundo, en vez de beneficiarse de él y compartirlo.
Ahora tenemos lo que se buscaron: mundos individuales, territorios
particulares. ¿Ha servido para algo? No. La insatisfacción sigue reinando. Las
personas no se hermanan. Si vuelve a suceder aquello, ya no habrá mundos. Ya no
habrá planeta. Habrán conseguido lo que buscaban: Ser los reyes, pero… ¡DE LA
NADA! Y yo siento verdadero horror por si aún no hemos aprendido y escarmentado
con la Gran Catástrofe.
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