Por fin se
abría la trampilla; el momento que yo esperaba con ansia y desazón. Noté una
cálida oleada de sosiego, que ralentizó mi corazón desbocado lo suficiente para
que no me estallara. Me sentía como el gladiador que irrumpe en la arena a
ciegas, dispuesto a machacar a un rival sin rostro, despersonalizado. Con la
consigna de vencer o perecer luchando. Autoinoculada de valor.
Las
multitudes aparecerían pronto, tenía que evitar que me arrasaran, aunque, por
suerte, había conseguido adelantarme. La clave estaba en el tiempo, en la
agilidad y en la astucia. En realidad, en la acertada combinación de las tres.
Prefería no pensarlo.
Me vi de
pronto en medio de un círculo del que arrancaban no pocos caminos. Cabía la
posibilidad de que todos me condujeran a la victoria, pero ¿y si no era así?
Me sentía
confusa y perpleja, pero no podía permitirme demoras. Eché un rápido vistazo a
los caminos, con la ilusión de encontrar un signo, distintivo, señal…, que, sin
embargo, no hallé. Me lancé hacia el más cercano y corrí. Nada, absolutamente
nada en el trayecto llamaba mi atención. Mi intuición me reiteraba que por allí
no llegaría a los `Trofeos´.
Los Trofeos
lo eran todo, por ellos nos inmolábamos. Significaban la honra, la gloria…, el
laurel. Tenía que conseguir el mayor número posible para salir victoriosa. Y
eso… no resultaría fácil.
Me detuve y
me di la vuelta. Casi choqué con otro cazador. El uno frente al otro: rígidos,
estáticos. Nos sostuvimos la mirada.
Arranqué a
correr de nuevo, me golpeé con otros dos ojeadores, que venían en dirección
opuesta. Nos tambaleamos. Dolió. Apreté el ritmo, sin mirar atrás.
Me introduje
como el rayo en un nuevo sendero, pero mi inconsciente protestaba: mi instinto,
mi “Pepito Grillo”…, qué sé yo.
Tres
intentos, tres fracasos. Sin perspectivas, y mi moral decayendo. Gracias a la
intrepidez de mis piernas, abordé la cuarta vía. Mi mente se agitaba y
dispersaba en un universo de desesperanza. Se hacía tarde.
De pronto me
vi atrapada por una avalancha de fanáticos, que me arrastraban.
Me resistí.
No me
sirvió de nada, me desplazaba, a pesar mío, entre aquella imparable horda
humana. Luché por zafarme de la masa, inútilmente. Perdí el equilibrio y me
aferré al más cercano. Su expresión iracunda me fulminó, y arrancó mi mano de
su ropa, con resentimiento. Constaté la impiedad del ENJAMBRE. Era deprimente,
y lo más deprimente es que yo misma formaba parte de esa turba. Todos mutamos a
monstruos en determinadas circunstancias.
Fui
atropellada y pisoteada. Piernas impasibles y automatizadas deambularon sobre
mí. Me revolví, busqué un asidero. Me icé.
Comprendí que
me sería totalmente imposible retroceder, así que decidí avanzar entre los
cazadores. Después de todo, las tendencias populares tienen mucho acierto; y,
puesto que todos avanzaban en esa dirección, debía de ser la correcta. Sin
embargo, ¿qué Trofeos quedarían para mí cuando alcanzase la demarcación?
Demasiada ansiedad, demasiados rivales, demasiada presión… La batalla se
presentaba complicada. Desestimé el triunfo pleno; pero sin renunciar a mi
empeño y a mi entusiasmo.
Que nadie me
pregunte porque no sé cómo lo hice (desgarrones, arañazos, magulladuras…):
conseguí adelantar puestos y situarme entre la primera tanda. ¡Arribé!
Una hermosa
explanada dilató mis pupilas e insufló de placer mi corazón. Allí estaban
Ellos. Espléndidos Trofeos, relucientes en sus anaqueles; enmarcados por
rótulos y luces resplandecientes. La tentación en bandeja. Uno de ellos me
deslumbró y, palpitante, enfilé hacia él. Lo agarré, lo contemplé con delirio.
No llegué a estrecharlo contra mí, cuando una zarpa (que no mano) empezó a
tirar de él. Yo lo apreté con ahínco; me lo arrebataba. Los dos tirábamos con
frenesí. Me lo arrancó, se lo apropio y desapareció como una exhalación.
Enrojecí y palidecí casi a la vez. No era momento de lamentos, mi honor y mi
salvación estaban en juego. Arremetí contra un nuevo Trofeo. Otra disputa, otra
tortura, pero esta vez yo me lo quedé.
Cuando acabó
la lucha y los mejores Trofeos se extinguieron, me hallaba en posesión de tres.
El gozo me desbordó. Nadie me tildaría ya de fracasada. Exuberante, y con mi
orgullo enhiesto, volví al hogar. He de reconocer que llegaba destrozada; casi
a gatas tuve que subir el único tramo de escaleras.
Un breve
descansó y revisión de trofeos antes de presentarlos.
Un
Blackfriday y un Cibermonday medianamente aprovechados:
Una hermosa
cuerda de escalada, tirada de precio. En aquel momento todavía no se me ocurría
para qué usarla, teniendo en cuenta que no había practicado ese deporte en toda
mi vida, ni creía que a mis cincuenta y cinco años me apeteciera iniciarme. Tal
vez viniese bien para cubrir algún regalo, pues era de primera calidad.
Un chollo de
bañera `retro´, divina de la muerte, que tendría que disimular en alguna
esquinita del piso, por si algún día decidía remodelar el cuarto de baño. Es
que era tan mona…
Y… dos
docenas de calzoncillos de algodón, de la talla XL, porque estaban ¡nada menos!
que al 80%. Tendría que echarme un novio bien fornido.
Pero he de
agradecer el no volver con las manos vacías.
Eso sí: soy
consciente de que tengo que entrenarme metódicamente porque ya están casi
encima las “Rebajas de Navidad”.
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