Dos días eran ya pasados los que había
que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya
era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver
Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea, con la invención de la
libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como
deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue
que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por
allí, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos
enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y luego
don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros,
juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los
rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a
don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había
visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se
entraron adonde él estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas.
Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole
fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que, cuando él
despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse
y suspenderse de ver delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la
cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se
creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y
que, sin duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender:
todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina.
Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma
figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de
su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas
no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su
amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su
desgracia; que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le
clavaron los maderos tan fuertemente que no se pudieran romper a dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir
del aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero,
no el del albarda, sino el otro, que decía:
-¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no
te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más
presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando
el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya
después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo
inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán
las rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de
la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con su
rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que tuvo
espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni
descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la
caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás
tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las
promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de la sabia
Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue
las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde
paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad, que
yo me vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la
voz de punto, y diminuyóla después, con tan tierno acento, que aun los
sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían.
Quedó don Quijote consolado con la
escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo la significación de
ella; y vio que le prometían el verse ayuntados en santo y debido matrimonio
con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los
cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo
esto bien y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran suspiro, dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, que
tanto bien me has pronosticado!, ruégote que pidas de mi parte al sabio
encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisión
donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas
como son las que aquí se me han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria
las penas de mi cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro
campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo
dichoso. Y, en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo
confío de su bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala
suerte; porque, cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el
poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por
lo menos su salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho,
dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos
servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho
comedimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por
estar atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros
aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.
Capítulo
XLVII. Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la
Mancha, con otros famosos sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella
manera enjaulado y encima del carro, dijo:
-Muchas y muy graves historias he yo
leído de caballeros andantes, pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los
caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen
estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los
aires, con estraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en
algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero
que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en
confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos
deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser
que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el
ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan
inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar a los
encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
-No sé yo lo que me parece -respondió
Sancho-, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes;
pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí
andan, que no son del todo católicas.
-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don
Quijote-. ¿Cómo han de ser católicas si son todos demonios que han tomado
cuerpos fantásticos para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si
quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino
de aire, y como no consiste más de en la apariencia.
-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya
yo los he tocado; y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de
carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que
tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen a piedra azufre y a
otros malos olores; pero éste huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando,
que, como tan señor, debía de oler a lo que Sancho decía.
-No te maravilles deso, Sancho amigo
-respondió don Quijote-, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y,
puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus,
y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es
que como ellos, dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden
recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que
deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él quiere
engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo
y criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del
todo en la cuenta de su invención, a quien andaba ya muy en los alcances,
determinaron de abreviar con la partida; y, llamando aparte al ventero, le
ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual
lo hizo con mucha presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado
con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada
día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y
del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase
de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos
cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la
ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que
lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
-No lloréis, mis buenas señoras, que
todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si
estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero
andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden
semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los
valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes
y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos.
Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda
la nigromancia que supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo
trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo.
Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he
fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me
saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto;
que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en
este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas
como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo
esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don
Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas
contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y
quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde
había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegurándole
que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él, asimesmo, le
avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su
casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de
Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda
puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos
ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio
unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde
se halló la Novela del curioso impertinente, y que, pues su dueño no había
vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no
los quería. El cura se lo agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio
de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser
alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena,
que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y
así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el
barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y
pusiéronse a caminar tras el carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba
primero el carro, guiándole su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros,
como se ha dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno,
llevando de rienda a Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero
sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y
reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los
bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los
pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no
fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio
caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al boyero
ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con
el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía,
detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más
yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del
barbero, y así, tornaron a proseguir su camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y
vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien
puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban
no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de
canónigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una
legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse
cortésmente; y uno de los que venían, que, en resolución, era canónigo de
Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión
del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don
Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba
llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender,
viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso
salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de
los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
-Señor, lo que significa ir este
caballero desta manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
-¿Por dicha vuestras mercedes, señores
caballeros, son versados y perictos en esto de la caballería andante? Porque si
lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse
en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el
cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don
Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su
artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo,
respondió:
-En verdad, hermano, que sé más de
libros de caballerías que de las Súmulas de Villalpando. Ansí que, si no está
más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.
-A la mano de Dios -replicó don
Quijote-. Pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy
encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la
virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero
andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se acordó para
eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la
mesma envidia, y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas
la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad para que
sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros
andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y
alteza honrosa de las armas.
-Dice verdad el señor don Quijote de la
Mancha -dijo a esta sazón el cura-; que él va encantado en esta carreta, no por
sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud
enfada y la valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura,
si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes
hechos serán escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se
canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso
y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no
podía saber lo que le había acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos
los que con él venían. En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática,
para adobarlo todo, dijo:
-Ahora, señores, quiéranme bien o
quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi
señor don Quijote como mi madre; él tiene su entero juicio, él come y bebe y
hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes que
le enjaulasen. Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va
encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen,
ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que
treinta procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura,
prosiguió diciendo:
-¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba
vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino adónde se
encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se
encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes.
En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza
la liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta
fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo
fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad
de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis servicios. Pero
ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda de la Fortuna anda
más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos hoy
están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando podían y
debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o
visorrey de alguna ínsula o reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo
esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga
conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le
pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos
aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este
tiempo que está preso.
-¡Adóbame esos candiles! -dijo a este
punto el barbero-. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo?
¡Vive el Señor, que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y
que habéis de quedar tan encantado como él, por lo que os toca de su humor y de
su caballería! En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os
entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.
-Yo no estoy preñado de nadie
-respondió Sancho-, ni soy hombre que me dejaría empreñar, del rey que fuese;
y, aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie; y si ínsulas
deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras; y,
debajo de ser hombre, puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador de una
ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor que le falte a quien dallas.
Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y
algo va de Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha
de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y
quédese aquí, porque es peor meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho,
porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto
procuraban encubrir; y, por este mesmo temor, había el cura dicho al canónigo
que caminasen un poco delante: que él le diría el misterio del enjaulado, con
otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus
criados y con él: estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la
condición, vida, locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el
principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta
haberlo puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su
tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse
de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia de don
Quijote...
Colección postales antiguas, cedidas por mi amiga Esperanza Rodríguez. Autor A. Bruzón.