Para Juan Pérez García los
días se descolgaban unos de otros con cansina monotonía. Él dejaba correr las
horas, con su pensamiento puesto en el más
allá. En el más allá de este mundo, pues no concebía la idea de considerar
el más allá de la otra vida hasta no
conocer el de la presente.
Juan Pérez García era
pastor, a eso lo metió su padre siendo un mocoso. Por tanto, si algo le sobraba
era tiempo para pensar mientras contemplaba las montañas que se alineaban tras
el valle donde pastoreaba su rebaño. Largas eran las jornadas en que se
devanaba los sesos, embelesado por esas historias maravillosas que había oído
contar a los indianos, enriquecidos en tierras misteriosas sembradas de abundancia. Sólo que a él las
riquezas le traían sin cuidado. Gran cuidado le ocasionaría el
acertar a usarlas. Lo que le agitaba el alma y le prendía la curiosidad eran
las portentosas diferencias entre las gentes, que oía relatar.
Al último que escuchó fue a El Cubano, que marchó de joven a
labrarse un porvenir por esas tierras de Dios y había vuelto, cargado de
fortuna hasta las cejas, para envejecer tranquilo en la opulenta casona que le
estaban construyendo en las afueras del pueblo. En las concurridas tertulias de
la tasca, El Cubano cincelaba escenas
de personas y parajes idílicos. «Y eso —repetía— que lo que yo sé no es de la misa la media».
A Juan Pérez García se le
mudaba el juicio, y la razón se le torcía cuando oía al indiano referir estas
historias paradisíacas. Un día, no menos monótono que tantos otros, le dio por
la tremenda y resolvió dar gusto a sus sentidos y a sus sentimientos. Se echó
el morral al hombro y se despidió, envanecido, del medio puñado de personas que
aunaban su interés. Despuntaba el sol por detrás de aquellas montañas que nunca
antes se atreviera a traspasar, enfiló el camino y echó una última mirada a las
manos que, tras de sí, orgullosas y apenadas, agitaban sus pañuelos en señal de
despedida.
Juan Pérez García atravesó
tres hileras de montañas de un tirón. Ni que decir tiene que hubo un momento en
que le asaltó la duda y reposó sus pasos. Ni que decir tiene que, al llegar la
noche, lo acosó el terror y las tripas se le anudaron. Ni que decir tiene que,
al abrirse el nuevo día, la inseguridad se cebó en sus carnes. Mirando indeciso
ni adelante ni hacia atrás sino en la dirección del hombro. Vaciló profundamente,
pero enfocó el frente y tiró para adelante. Franqueó montañas y macizos,
cañadas, ríos y llanuras. Sol tras sol, pertinaces rayos lo abrasaron. Un
cuarto de mundo mediaba de distancia hasta su pueblo. Decidió probar su suerte
y buscar alguna aldea. A lo lejos, por debajo de donde se encontraba, divisó
seres moviéndose. Observó con entusiasmo y
con paciencia: ¡¡Sí, parecían los extraños!! Después de echarle un pulso
a su temor, encarriló los pasos en aquella dirección. A medida que bajaba tuvo tiempo
para comprobar que, tal como presuponía, eran tremendamente diferentes. Llegó
hasta ellos y observó.
Espigados y enjutos, su piel
tomaba el color del café tostado. Los ojos les brillaban como luciérnagas en la
noche. Las barbas, bien pobladas, se ensortijaban como zarcillos. Adornaban sus
cabezas con abalorios de colores. El sonido de sus palabras recordaba el de la
lluvia. ¡Qué suerte la suya!, había descubierto los primeros seres diferentes.
¡Y qué diferentes eran! Sus viviendas ni siquiera parecían casas: estaban
asentadas sobre el follaje de tupidos árboles.
Juan Pérez García se sintió
desconcertado cuando varias de aquellas personas se aproximaron a él, lo condujeron
hasta el centro del poblado y le ofrecieron su comida. Continuó atónito porque nadie
preguntó su nombre, de dónde venía o qué buscaba allí. Su perplejidad fue aún
mayor cuando, al caer la noche, dos niños lo tomaron de la mano y le ofrecieron
un lecho junto a ellos en la copa de un gran árbol. Aquellos extraños lo vieron
agotado y lo ayudaron. No existían muros ni fronteras en el corazón de aquellas
gentes.
Amanecía. Tan pronto como la
luz del sol cosquilleó sus ojos, se asomó excitado al exterior y descendió del
árbol, desbordado por las ansias de contemplarlos. Vivió entre ellos satisfecho
y apreciado, estudiando con ahínco las preciadas diferencias.
A medida que los días
transcurrían una decepción indescriptible derruía sus anhelos. Los extraños ya
casi no lo parecían; tenían un par de ojos alegres y vivarachos, cinco dedos en
cada mano, dos piernas los sostenían, y no andaban de forma inusual ni a cuatro
patas. No poseían ningún rasgo excepcional que los diferenciase de la idea de
persona que él traía. Sus gestos y ademanes eran clavados a los de sus
paisanos. Sonreían como siempre había visto hacerlo. Las mujeres alumbraban a
sus hijos como su madre lo había alumbrado a él. Envejecían, enfermaban, sentían
el dolor... Allí no concluía su búsqueda. A pesar de ello, dejó transcurrir
algunos días; su estancia en el poblado era feliz. De haber sido un personaje
destacado no hubiera recibido mejor trato. Nada le pidieron y le dieron todo.
Llegó el momento de decir
adiós. Lo aprovisionaron de alimentos y de útiles para el viaje. Se fue del
lugar mientras muchas manos, tras de sí, agitaban ramas en el aire en señal de
despedida.
Reanudó el viaje, cruzando
valles y llanos, pantanos, ciénagas y lagos. Luna tras luna; muchos astros arrullaron
la desazón de sus noches, hasta que intuyó haber corrido medio mundo. Buscó
algún pueblo. Divisó casas guarecidas en el corazón de una montaña. Se sentó a
observar y a meditar. Antes de caer la noche ascendió el camino, dirigiéndose
al lugar. Los desconocidos lo vieron acercarse y salieron a su encuentro en espontánea
procesión. Juan permanecía inmóvil. Lo rodearon y condujeron hasta el mismo
centro de la aldea. Le ofrecieron un lugar entre ellos, sus alimentos, su
bebida… Él comía y contemplaba. Sin duda, se hallaba entre los extraños: muy bajos,
del color del azafrán, ojos pequeños y profundos, casi ocultos entre unas cejas
muy pobladas. Sus palabras fluían como silbos. Usaban gorros puntiagudos y
ropas apretadas.
Mientras la luna trepaba por
el cosmos y las estrellas titilaban vivarachas, ellos bebían, hablaban y reían,
sentados en un corro. A la hora de acostarse
todos le abrían sus puertas invitándolo a pasar. Conmovido, eligió la
más cercana. Lo acomodaron en un catre perfumado con hierbas olorosas. Por el
ventanuco, una pícara luna coqueteaba en su pupila mientras se balanceaba insinuante
entre las curvas de los tesos. Disfrutaba de aquel paisaje nocturno, fascinado
por tanta amabilidad, por disponer de una agradable cama, porque nadie le
preguntaba quién era él, de dónde procedía o qué buscaba. Aquellas gentes no
marcaban diferencias entre razas ni culturas.
El fresco tempranero lo
espabiló y lo impulsó hacia el exterior, deseaba con vehemencia contemplarlos
cuanto antes. Permanecería en esta aldea el tiempo necesario para analizar las
diferencias. Poco a poco, y sin remedio, el desconsuelo lo abatió. Con los
días, las celebradas diferencias se desvanecían. Aquellos seres trabajaban y
sudaban como los labriegos de su pueblo en los tiempos de la mies. En lo alto
un pastor miraba anhelante las llanuras, a lo lejos; cuidaba unas ovejas
achaparradas, pero que pastaban y se movían en rebaño, como todas. Las mujeres
amasaban, cocinaban, lavaban... Algunos hombres picaban piedras y las
acarreaban, otros cazaban, otros tallaban... trabajaban para subsistir.
Actividades comunes. Cuando los niños jugaban, sus expresiones, sus risas, sus
reacciones eran como las de cualquier niño medio mundo más allá. Lamentablemente,
lo que buscaba no estaba allí. Aun así, no se arrepentía de su estancia entre
personas que lo trataban como se trata al mejor amigo. A la hora de partir,
numerosas manos agitaban cuencos con guijarros cantarines, para despedirlo.
Retomó su búsqueda, cruzó
marjales, bosques, selvas, pedregales y desiertos. Aurora tras aurora, abundantes
alboradas renacieron. Se encontraba en algún punto muy lejano. Ante su incrédula
mirada la tierra empezó a trocarse en hielo. La desconfianza se apoderó de él,
pero aún tuvo la audacia de avanzar un poco más. Giró en torno suyo y contempló
con estupor que solo el hielo lo rodeaba por completo. Debía estar en un lugar
tan remoto del mundo, tan inhóspito, en el que, seguramente, ningún ser humano
había podido resistir. No tenía elección, la evidencia lo obligaba a volver
sobre sus pasos, pero la vista se le nublaba, sus pies ateridos de frío no lo
obedecían y, dulcemente, fue dejándose atrapar por un irresistible sueño.
Yacía en una carreta
deslizante cuando alzó sus párpados. La blancura resultaba cegadora, perturbada
únicamente por sombras que se movían ante él. Cálidas y confortables pieles lo
cubrían. El trineo se paró y las sombras se acercaron. Lo miraban sonrientes.
Solo podía distinguir unas caras del color de la canela y unos ojos muy rasgados,
el resto de sus cuerpos estaba velado por las pieles. Lo alzaron entre cuatro y
le metieron en el interior de una vivienda, que también era de hielo, pero
habitable; tenía lechos en el suelo y rústicos utensilios de cocina. En poco
tiempo la morada se llenó de gente que lo miraba y sonreía. Frotaban su cuerpo,
insensible aún, con aceites y ungüentos. Lo alimentaron, lo arroparon y le
hicieron compañía hasta que lo creyeron dormido. Intercambiaban entre ellos un
lenguaje que parecía una cadencia de susurros.
Juan Pérez García
reflexionaba sobre todo aquello, convencido de que ahora sí había conseguido su
objetivo: conocer las grandes diferencias. Tan distintos eran que ni siquiera
parecían pertenecer al mundo real. ¡¡Qué suerte la suya!! Los extraños lo
habían encontrado a él, aunque se sentía tremendamente impresionado por tan esmerados
cuidados; lo trataban como si fuera un hermano. Su sorpresa fue en aumento al
considerar que nadie le había preguntado qué buscaba en aquel rincón olvidado
del mundo ni cómo había llegado hasta allí ni qué esperaba conseguir. Sólo lo
cuidaban con ternura. Estas personas no lo habían rechazado por sus
pensamientos, opiniones o tendencias, ni se habían preocupado de ellas.
Abrió los ojos embriagado
por un delicioso bienestar. Se incorporó en el lecho. Todos los que lo
observaban en silencio se aproximaron hasta él. Lo arroparon, lo abrigaron y le
indicaron sonrientes que saliera. Así lo hizo y abordó el exterior con frenesí,
con ánimos de investigar tan destacadas diferencias. Decidió quedarse entre
ellos solo el tiempo suficiente para conocerlos más a fondo.
El tiempo fragmentó su dicha
y la frustración lo acometió. Al ahondar en las exóticas costumbres, estas
perdían su rareza. Las madres
amamantaban a sus hijos como fue amamantado él, y antes de él, su padre, y su
abuelo. Estrechaban a sus retoños en el regazo con un cariño inconfundible. Los
hombres pescaban y despellejaban animales para aprovechar la piel y el alimento.
Cuidaban de los ancianos como poco antes lo habían cuidado a él. Allí tampoco
estaba lo que buscaba, pero saboreó sus delicadas atenciones, descansó un
tiempo y conoció mejor a aquellas gentes.
Cuando llegó la hora de
partir, lo acompañaron hasta el límite en que la tierra se arrepiente de ser
hielo. Muchas manoplas eran agitadas, tras de sí, al despedirlo.
Desanimado y desalentado se
encontraba Juan Pérez García, con la certeza de que su búsqueda había terminado.
No encontraría la clase de diferencias que salió a buscar.
Transitó por desiertos,
estepas, abismos, eriales, desfiladeros, y gargantas. Ocaso tras ocaso,
incontables crepúsculos lo mecieron, hasta que chocó con un gigantesco océano
que surcó en una barquita. La tempestad se desató y zarandeó la barca sin
piedad, manejándola a su antojo. Juan Pérez García se sintió perdido. Se tumbó
en el fondo de la barca, bajo el inclemente sol marino, resignado a conocer
antes de lo que esperaba el más allá
de la otra vida. Interrumpieron su letargo unos cánticos angelicales que
enardecían los sentidos. Se incorporó y localizó la procedencia del sonido. La
tempestad había amainado. Un desfile de canoas se acercaba a su barca. La estampa
era tan bella que debía de encontrarse en el cielo, sin lugar a dudas. Los
ocupantes de las canoas, arrastraron la barca a la deriva, aproximándola a una
playa tan hermosa y tan exótica que ni en el mejor de sus sueños se habría imaginado.
Un inmenso tapiz de arenas blancas y sedosas limitaba por un lado con el
océano, por el otro con un oasis de estilizadas palmeras, entre las cuales se
distribuían las chozas de los habitantes.
¡Qué diferencia de personas!
Tenían el color de la aceituna. Los ojos rutilantes y almendrados. Vestían escuetas
ropas de pétalos y plantas, y sus pies se movían libres. Sus palabras sonaban
como música, de sus gargantas brotaban acordes, trinos, melodías... Lo lavaron,
lo afeitaron, lo perfumaron, lo vistieron de flores a la usanza. Lo pasearon
por la aldea sobre un palanquín, desde el que averiguó que el agua los rodeaba
por completo; se encontraba en una isla situada en el corazón del océano. Lo
posaron; la gente desfilaba ante él, colocando a sus pies cestas repletas de
jugosas y exuberantes frutas. Hubo una fiesta en su honor en la que todos, sin
excepción, bailaron y cantaron. Aquellas personas en un ritmo trepidante
cimbraban sus cinturas como juncos acariciados por el viento. Se sintió
perplejo porque lo habían agasajado como si le debieran la vida. Siguió perplejo
porque nadie le había preguntado qué quería, qué intenciones lo guiaban, o
quién lo enviaba hasta ellos. Su perplejidad fue aún mayor porque lo agasajaban
mejor que a un amigo, mejor que a un hermano, como a un hijo pródigo. Cuando el
cansancio los rindió se retiraron a sus chozas, alojándolo en la principal. A
esas gentes no les importaban la humilde condición, el nivel o la categoría, ni
fama ni popularidad.
La brisa salubre lo espabiló
y abandonó la choza. Bajo la agradable caricia de los retozones rayos de sol,
se dispuso a examinar a fondo las maravillosas diferencias. Se preparaba una boda. Juan Pérez García se
entusiasmó porque tendría la oportunidad irrepetible de presenciar este
acontecimiento universal, entre los seres extraños. A su alrededor la gente se
afanaba: cocinaban, decoraban apetitosas bandejas de alimentos, ornamentaban el
poblado, se acicalaban con esmero y se engalanaban. Al cruzarse, los novios
intercambiaron miradas sensuales, apasionadas y rebosantes de complicidad, como
cualquier otra pareja de enamorados. En lugar de intercambiar anillos,
intercambiaron sus collares. Se celebró un gran festín, entre aclamaciones,
cánticos y bailes. Un venerable anciano los unió. La emoción se palpaba en cada
ser. ¿¡Qué había de extraño en todo aquello!? Presenciaba la escena más antigua
del mundo. ¿Dónde estaban las marcadas diferencias? Una desolación atroz tiró
por tierra sus últimas esperanzas.
Le
costó dejar aquel lugar donde la dicha lo envolvía, donde era un ser querido
y venerado. Pero decidió regresar con la misma determinación que lo impulsó a
partir. Los supuestamente extraños lo acompañaron con sus barcas hasta que la
suya se borró en el horizonte. Cruzaron sus manos sobre el corazón en señal de
despedida, no las agitaron en el aire. Le comunicaban que él ocuparía un lugar
en su interior.
El retorno fue agotador.
Desanduvo todo un mundo. Se sucedieron soles, lunas, auroras y ocasos. Le
pesaba no haber podido entender las diferentes lenguas, pero lo colmaron de
comprensión, y hubo un entendimiento natural. Las palabras no fueron obstáculo
ni impedimento.
Al fin se hallaba en su
tierra, no lejos de su pueblo. La noche lo sorprendió extenuado por los rigores
del camino. Las fuerzas le fallaron. Paró en un pueblo desde el que se habría
visto el suyo, de no hallarse embozado por montañas. Buscó una casa para pedir
cobijo.
—¿Quién va? —preguntaron.
Juan
Pérez García, un paisano de aquí al lado —contestó.
El portón se cerró
violentamente.
—¡Vete! ¡No te conocemos!
Buscó otra puerta y pidió
ayuda.
—¿Qué quieres? —soltaron con
aspereza y de mala gana.
—Alojamiento, por favor —rogó.
—¡Lárgate! No recibimos a
extraños y menos a estas horas.
Vagó desalentado hasta dar
con una tasca, que aún estaba abierta. Entró en ella para guarecerse. Al
momento, un grupo de hombres lo rodeó y se burló de su desaliñado aspecto. Le
preguntaron qué hacía allí, qué andaba buscando, qué intenciones ocultaba, a dónde se dirigía....
—Soy un paisano —exclamó—,
mi pueblo está ahí al lado, soy de...
No lo dejaron continuar.
Esta respuesta los irritó y los enfureció.
—¡Tú! ¿Tú, un paisano?
¡Menuda pinta!
—¡A saber de dónde habrás
salido!
—No creemos que te guíen
buenas intenciones.
Juan Pérez García intentó explicarse. No
quisieron ni escucharlo. Lo expulsaron del local sin contemplaciones. A
empujones.
—Aléjate de aquí y no
vuelvas a tentar tu suerte, que hoy ha estado de tu lado. Menudas pintas de
bandido tienes.
Se retiró de las casas,
rendido y desmoralizado. Se puso a resguardo entre las ruinas de un molino,
para esperar pacientemente el día. No lo despertaron los primeros hilos de luz,
sino un grupo de personas que lo acorralaba. Fue hostigado y amenazado.
—Estas tierras son nuestras.
¿Qué haces tú en ellas?
—¡Fuera de aquí intruso!
—¡Advenedizo!
Juan Pérez García sintió una amargura asfixiante.
Hablaba el lenguaje de aquella gente, pero no entendía sus expresiones ni su
actitud. Le escupían palabras como truenos iracundos. Resultaba incomprensible.
Le cerraban sus puertas sin motivo. No le brindaban ni una sola oportunidad. Su
amargura y decepción fueron mayores al reconocer que sus aparentemente iguales no lo aceptaban. Comprendió que para ellos él era el extraño. Se alejó de allí mientras un grupo de manos en el aire
arrojaban piedras contra él.
Un cálido bienestar lo
reanimó con la primera linde que lo situó en su pueblo. Allí todo fueron
bienvenidas y atenciones. Disfrutaba, colmando de palabras la sed por
escucharlo. Prodigaba los detalles acerca de sus andanzas y aventuras, sin
escamotear ni la más pueril mueca. Después volvió a los pastizales a ocuparse
del rebaño.
Desde su vuelta, Juan Pérez
García miraba las montañas con nostalgia, pero pleno y realizado. El más allá y los extraños estaban a su lado. No hubiera precisado alejarse
tanto para descubrirlo; pero conoció, gracias a ello, la tolerancia y la bondad
entre las gentes más lejanas. Se sentía
feliz; su viaje había merecido la pena. Siguió soñando, mientras dejaba volar
sus pensamientos. Había comprendido que las mayores diferencias solo afectan a
los aspectos más banales, en los valores humanos se minimizan; que la
diversidades son maravillosas por ennoblecer a cualquier ser, excepto a quien
reniega de ellas. Las desemejanzas no nacen en la distancia ni en los condicionantes
externos, brotan en el alma; son cualidades con infinitas tinturas. La
naturaleza no crea al extraño, lo crea el sentimiento.
Contempló las montañas que
se alineaban tras el valle con la sonrisa pintada en su rostro. Sabía que un
gran mundo, muy lejos del suyo, le ofrecía su amistad y su hospitalidad.