miércoles, 11 de enero de 2017

SECUESTRO EN VÍSPERA DE REYES


Julián pasaba las Navidades en el pueblo, con sus abuelos. Hacía ya mucho tiempo que nunca se quedaba a dormir allí. En los últimos años se limitaba a las “visitas de médico”, como le decían.
Cada día se reunía con sus viejos colegas en uno de los dos bares con los que contaba el pueblo. Se conocían desde pequeños, y desde entonces su amistad se había mantenido firme y fluida. Jugaban a las cartas, a juegos de mesa y, sobre todo, charlaban. Se contaban chistes, comentaban todo tipo de anécdotas, cotilleos, y, por supuesto..., asuntos del corazón. A los veintitantos, dicho tema generaba en todos ellos una corriente continua de hormigueo por todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo.
—Vámonos, tíos, que se hace tarde.
—Mucho cuidadito, Julián, Pilarín anda por ahí, preguntando por ti a unos y a otros. No puede apartarte de su cabeza y menos aún… del corazón —dijo Javi—. Un amor contrariado es obstinado y retorcido. Y el de esta…
Todos rieron a carcajada limpia con la ocurrencia.
—Igual te la encuentras en el camino de vuelta; al acecho —se pitorreó Victor.
—¡Joder, machos! Ni se os ocurra volver a mencionarla. Antes que encontrarme a esa de cara, prefiero topar con el `Sacamantecas´.
—No te hagas el valentón, que en este pueblo puede pasar cualquier cosa.
El camino intimidaba por lo sombrío y retirado. No transitaba un alma por él. Cuántas veces lo había recorrido Julián, atemorizado, cuando volvía a casa de sus abuelos, de noche. Ruidos imprevistos y sin identificar lo hacían mirar a los lados y hacia atrás, una y otra vez. De pronto, sin poder evitarlo, se le agolparon en la cabeza todas aquellas historias que los mayores les contaban de pequeños sobre espíritus, endemoniados, lobos hambrientos por el monte, resucitados, apariciones…
Recordó algunas de las favoritas de su abuelo, con las que conseguía que a todos los pequeños se les erizasen los pelos y les castañearan los dientes según las iba contando.

“Vosotros no llegasteis a conocerlo, pero un buen hombre de este pueblo, un paisano llamado Eutiquio, se vio solo en una noche de invierno, rodeado de lobos voraces que aullaban de hambruna. Volvía de Villacaída, donde había ido para cerrar unos trapicheos que se traía entre manos, y de los cuales vivía el pobre hombre. Le dieron plantón y, aun así, decidió esperar dos o tres horas porque necesitaba los cuartos. Cuando se convenció de que aquellos desalmados tipejos no se presentarían, la moral se le derrumbó. Decidió regresar porque no podía pagarse ni un mal jergón de una mala caballeriza de una mala posada. No iba a malgastar las pocas perras disponibles, que apenas alcanzarían ni hasta mitad de mes. Tenía a su cargo diez bocas que alimentar: su mujer y sus nueve hijos.
En medio de una noche cruda y fría, que amagaba cencellada, emprendió la marcha y atajó por el monte. Con deseo estaba el miserable de quitarse el frío de los huesos con unas buenas y calientes sopas de ajo, y descansar de la fatiga.
Avanzaba inquieto, en alerta... Los montes no son de fiar. Entonces los vio. Unos ojos dilatados y brillantes, como dos luceros encendidos. Estos (llevandose la mano a sus atributos) se le pusieron en la garganta. No acabó ahí la cosa. Se dio la vuelta para salir corriendo, que es lo primero que a uno le viene a la cabeza, y al corazón. Cuatro endemoniados ojos lo escudriñaban. Giró hacia un lado: varios ojos más. Y, así, hasta verse totalmente rodeado de lobos. Todas las pupilas clavadas en él, amenazantes. Enseguida la noche se lleno de escalofriantes aullidos. Los animales se compinchaban, midiendo las circunstancias. Comenzaron a acercársele. A pesar de que le temblaban las piernas y de que sus manos estaban agarrotadas, le echó coraje; se negó a ser el puchero de aquellas fieras. Le vino entonces a la cabeza la solución que había oído contar un día a cierto pastor.
Aguantó inmóvil, sacó el mechero de un bolsillo y la petaca de aguardiente del otro. Desgarró un trozo de la bufanda, lo enrolló y ató al bastón que llevaba siempre con él. Le prendió fuego. Los lobos se retiraron entre aullidos resentidos. Momento que él aprovechó para echar a correr, aunque las piernas apenas lo sostenían. Los lobos no pensaban desperdiciar tan buena pieza y lo persiguieron. Se paró en seco, tuvo agallas para acercarse a ellos. Con el orujo que le quedaba roció a los más cercanos. Los tocó con la llama del bastón y chamuscó parte de su pelaje. Emitieron aullidos espantosos. Los demás le clavaban la mirada entre atemorizados y enfurecidos. Volvió a correr. Cuando se le aproximaban se defendía con el bastón, aún encendido. Ya veía el pueblo a lo lejos, cuando la improvisada tea se consumió y se quedó desarmado. Corrió con todas sus fuerzas. Con el resorte que activa el terror de perder la vida. Al final después de tanto esfuerzo y valentía, le saltaron encima. Resguardó la cabeza entre los brazos y se tiró boca abajo. Los afilados colmillos se le clavaban en las carnes, lo desgarraban, le perforaban hasta los huesos. Se dio ya por muerto. Oyó tiros a lo lejos. Los lobos se asustaron y lo soltaron. Se arrastró con los codos unos cuantos metros. Tanto era el dolor que perdió el conocimiento.
Cuando, al cabo de varios días, volvió en sí, en su cama, miraba espantado a su alrededor. Todo él era una auténtica llaga. El pobre Eutiquio había salvado la vida, pero nunca más volvió a hablar”.
"Mi abuelo, desde luego, conseguía hacernos estremecer a todos", pensó.
En el trayecto vio a lo lejos el cementerio y despertó en su memoria, después de muchos años amodorrada, una de las historias más espeluznantes del abuelo.
“En los tiempos de tu bisabuelo, cuando los hombres aún usaban capa para protegerse del frío, existía un grupo de amigos que se entretenía con retos que pusieran de manifiesto su valentía (su necedad, si queremos hacer honor a la verdad): escalar torres de iglesias, caminar sobre muros a punto de derrumbarse o sobre el río helado, juegos de caza de alto riesgo, bromas de mal gusto a personas con muy malas pulgas y poder… Se reían de vivos, muertos y medio muertos…
Cierto día el reto que se impusieron consistía en pasar la Noche de Difuntos, entera, dentro del cementerio, y allí mismo convocar al diablo. Desafiaban, de ese modo, a los supersticiosos, y desprestigiaban sus cuentos y leyendas de terror; las que, ¡desde sabe Dios cuándo!, corrían de boca en boca.
Por si no lo sabes, la Noche de Difuntos se celebra para apaciguar y encarrilar a los muertos más recientes, que aún vagan perdidos entre cielo y tierra, purgando sus culpas, hasta que encuentren su sitio y momento de reposo. Dos de los amigos, no menospreciando las creencias populares, enmascararon su cobardía (en criterio de los más, su sensatez) con la excusa de que alguien tendría que montar vigilancia fuera, por si se necesitaba ayuda. Y se quitaron de encima el peor desafío de su vida. Los otros tres decidieron acometer a la prueba.
Llegó el día…, y la noche de ese día… A medida que los tragos de alcohol caían por su garganta, crecía su euforia, su optimismo y su osadía. Con la noche bien cerrada, se encaminó el grupo al cementerio, entre risotadas, bromas y jactancias. Los tres osados saltaron la verja del camposanto, mientras que los dos desavenidos se dispusieron a montar guardia frente a la puerta del recinto durante toda la noche. Se acomodaron lo mejor posible, a una distancia `prudente y razonable´, la suficiente para divisar la entrada sin problema, pero no al lado. Entre trago y chiste, chiste y trago, se quedaron dormidos como marmotas.
Los "sin miedo" se acomodaron entre las tumbas, encendieron una pequeña fogata y comenzaron a recitar los conjuros que habían preparado para tal fin. De cuando en cuando, le metían buenos meneos a la botella para incentivar los ánimos. Incluso tuvieron la deferencia de llevar una copa para el diablo, por si este se avenía a brindar con ellos.
El amanecer ya despuntaba, cuando los dos vigilantes en el exterior despertaron agitados. Escalofriados, con la piel erizada y una extraña sensación de pesadilla inacabada en su consciencia. Una pesadilla plagada de visiones y sonidos que prefirieron solapar. Se aproximaron con temor y con cautela a la verja del cementerio. Llamaron a sus amigos. Gritaron sus nombres hasta desgañitarse. Solo el silencio respondía. Acudieron a pedir ayuda, y, sin tardanza, un grupo de hombres entró a buscar a los audaces. Lo que allí encontraron difícil es de describir: regueros de sangre, miembros despedazados y esparcidos por entre las losas; en todos los despojos, huellas de garras marcadas a fuego y muestras de dentelladas. Aún olían a carne chamuscada. Las caras distorsionadas, con los ojos colgando de sus órbitas.
Fue algo horrible. Aún se estremecen los mayores con tan solo recordar la expresión, al relatarlo, de quienes lo presenciaron. Los dos amigos supervivientes, acabaron sus días poseídos por la locura, pues nunca más lograron conciliar el sueño”.

“Bonito momento de pensar en esto”, se dijo a sí mismo Julián.
“¿Por qué les gustaría tanto asustarnos? Aunque… nada mejor que el miedo para alejarnos de lo prohibido. Además, pensaban que era un modo de hacernos duros".
Intentó alejar aquellos sobrecogedores recuerdos de su mente.
No hubo tiempo.
Dos sombras negras, grandes, fornidas…; con capuchas negras, tan negras como la noche, le cerraron el paso. Se dio la vuelta como un rayo, pero cayeron sobre él. Se defendió con patadas, puñetazos, mordiscos… Todo en vano, dos a uno, y una fuerza de titanes. Lo sujetaron y lo inmovilizaron. Presionaron contra su nariz y su boca un paño humedecido, que lo dejó fuera de juego en unos instantes. Poco más llegó a percibir.
Cuando volvió en sí, sintió auténtico pavor. Se hallaba amordazado, atado de pies y manos, y con los ojos vendados. Se encorvaba y arqueaba, trataba de estirarse; se desesperaba por soltar las ligaduras; forzaba los labios, pretendiendo despegar la cinta que los sellaba, o cortarla con los dientes.
Llegó hasta él una conversación lejana, de la cual lograba oír, aunque con dificultad, algunos retazos. Sin embargo, le hubiera valido más no escuchar:
—No me agrada nada este trabajito, Roberto. Al fin y al cabo, es víspera de Reyes. Se trata de un ser humano.
—Ya sabes cómo es el jefe. No tienes elección: lo tomas o lo tomas. Ten en cuenta que este es un asunto que tiene pendiente desde hace muchos años. Está deseando zanjarlo de una vez por todas, cueste lo que cueste.
—Pero, joder, tío, en estas fechas… Una pizca de compasión, por favor… Que hasta los más desalmaos la tienen. Que uno conserva aún un trocito de corazón, ¡aunque esté algo mohoso, coño!
—Tú míralo de esta forma: si en el fondo no es más que un asunto de corazón —dijo, soltando una estruendosa carcajada.
—Digas lo que digas, macho, a mí no acaba de convencerme. Esto no me gusta nada. Es un asunto muy feo. Nos vamos a meter en un buen marrón y acabaremos donde no deberíamos acabar.
—Ya estamos metidos en un buen fregao. No hace falta que pienses, solo limítate a obedecer. El jefe ha sido claro y tajante. Si no cumples, entonces sí que vas a saber lo que es pasar apuros. Es capaz de cortarnos las…
Julián se descomponía por momentos. El pánico lo vencía.
El tiempo se le hacía eterno, había perdido toda noción del mismo. Una ráfaga de oscuros pensamientos se atropellaron en su mente:
“¿Qué pretendían hacer con él aquellos dos matones? ¿Cuestión de dinero? ¡Cuánto iban a sacar por él…! ¿Tráfico de órganos? Eso sí daba para mucho. ¿Algún asesino maníaco y perturbado? ¿Un ajuste de cuentas? Seguro que lo confundían con otro. Le había parecido oír que el mandamás ya llevaba mucho tiempo con el asunto metido entre ceja y ceja. ¿Y si se rejuvenecía con baños en sangre fresca?
¿Alguien lo habría echado de menos? ¿Cómo se encontrarían sus abuelos? Ya eran muy mayores, los pobres. ¿Lo estaría buscando la policía? ¡Oh, Dios! Se estaba volviendo loco”.
Salió de sus reflexiones al oír el ruido de la puerta. Entraban.
—Vamos, chico. Ha llegado tu hora. Tenemos que acabar el trabajito. Pórtate bien y todo será mucho más fácil para ti.
—Y para nosotros.
Le quitaron sus ropas, lo vistieron con otras que parecían plastificadas; le untaron la cara con algún potingue… Todo parecía apuntar a los preparativos para alguna especie de ritual. Cuando se cansaron de manipularlo como si fuera un pelele, lo metieron dentro de un saco y ataron el mismo.
—Este ya está listo. Vamos a rematar. Mañana vienen los Reyes Magos y, a pesar de que he sido un chico muy, muy malo, nunca pierdo la esperanza. Algún día se acordarán de mí. Para bien… ¡o para mal!
Sonoras carcajadas.
Entre los dos lo levantaron y lo soltaron dentro de alguna cavidad reducida. Lo apretaron hasta que le crujieron los huesos, como si fuera una mercancía de desecho. Un gran portazo cayó sobre él.
“¡Es un maletero! Me trasladan. Pero... ¿adónde?” Arrancaron.
Su cuerpo estaba muy dolorido; su ánimo, deshecho; su entereza, derrotada.
El vehículo se detuvo. Lo sacaron del maletero. Lo arrastraron a lo largo de un pequeño tramo. Lo cargaron a hombros. Por último, lo dejaron caer de golpe, y aterrizó sobre sus vértebras. Se le cortó la respiración, obligándole a expandir sus pulmones hasta casi reventarlos.
—Aquí te quedas hasta que vengan a buscarte. Nosotros ya hemos cumplido. Procura estarte quietecito. Cuanto más tarden en encontrarte, mucho mejor para ti.
Lo dejaron solo, sumido en la oscuridad. Al principio se quedó como una piedra, sin mover un solo músculo. A la escucha. Luchó nuevamente con sus ligaduras. Le ardían las muñecas y los tobillos de tanto forzarlos.
Medio reptando, logró desplazarse unos cuantos palmos. Se rozó con algo. Un objeto cayó al suelo y sonó al romperse. Contuvo la respiración y escuchó.
Más ruido. Unos pasos acercándose. Se aproximaban precipitadamente.
“¡Maldita sea!”, recriminó a su suerte.
Se enciende una luz. A pesar de la venda, percibe la claridad.
Alguien se acerca a él. Desatan el saco. Es incapaz de mover un solo músculo. Lo apremian a ponerse en pie.
De pronto, un estridente heló la sangre en sus venas:
—¡Papaaaá. Mamaaaá! ¡Los Reyes me han traído el regalo que llevo casi trece años pidiendo!
Nuevo sonido de pasos, no menos precipitados.
A su espalda, alguien le retira la mordaza. Se le acelera el pulso. Es incapaz de articular palabra.
Después le desatan la venda de los ojos. Esta cae al suelo.
Lo primero que ve, con dificultad, es una imagen reflejada en un espejo.
“¿Soy yo?”
Sí, eso parece. Apenas se reconoce: vestido de colorines, la cara embadurnada, en medio de un montón de paquetes... Parece un mamarracho. De su cuello cuelga un cartel, con letras enormes, que dice:
«TU REGALO DE REYES. POR FIN. CON TODO MI CARIÑO.
TU PADRINO»
La persona a su espalda se viene frente a él. Lo contempla. Julián observa con espanto el rostro de sus peores pesadillas: Pilarín. Ella lo acribilla con la mirada, mientras le susurra: «Ya eres mío».
No es capaz de soportar este nuevo horror. Los ojos se le nublan, y, víctima del espanto, cae en los brazos de su exnovia, rendidamente desmayado.

No sin antes mascullar: “¡Maldito bastardo! ¡Cómo me la ha jugado!”.

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