Julián pasaba las Navidades en el pueblo, con sus abuelos. Hacía ya mucho tiempo que nunca se quedaba a dormir allí. En los últimos años se limitaba a las “visitas de médico”, como le decían.
Cada día se reunía con sus viejos colegas en uno de
los dos bares con los que contaba el pueblo. Se conocían desde pequeños, y
desde entonces su amistad se había mantenido firme y fluida. Jugaban a las
cartas, a juegos de mesa y, sobre todo, charlaban. Se contaban chistes,
comentaban todo tipo de anécdotas, cotilleos, y, por supuesto..., asuntos del
corazón. A los veintitantos, dicho tema generaba en todos ellos una corriente
continua de hormigueo por todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo.
—Vámonos, tíos, que se hace tarde.
—Mucho cuidadito, Julián, Pilarín anda por ahí,
preguntando por ti a unos y a otros. No puede apartarte de su cabeza y menos
aún… del corazón —dijo Javi—. Un amor contrariado es obstinado y retorcido. Y
el de esta…
Todos rieron a carcajada limpia con la ocurrencia.
—Igual te la encuentras en el camino de vuelta; al
acecho —se pitorreó Victor.
—¡Joder, machos! Ni se os ocurra volver a
mencionarla. Antes que encontrarme a esa de cara, prefiero topar con el
`Sacamantecas´.
—No te hagas el valentón, que en este pueblo puede
pasar cualquier cosa.
El camino intimidaba por lo sombrío y retirado. No
transitaba un alma por él. Cuántas veces lo había recorrido Julián,
atemorizado, cuando volvía a casa de sus abuelos, de noche. Ruidos imprevistos
y sin identificar lo hacían mirar a los lados y hacia atrás, una y otra vez. De
pronto, sin poder evitarlo, se le agolparon en la cabeza todas aquellas
historias que los mayores les contaban de pequeños sobre espíritus,
endemoniados, lobos hambrientos por el monte, resucitados, apariciones…
Recordó algunas de las favoritas de su abuelo, con
las que conseguía que a todos los pequeños se les erizasen los pelos y les
castañearan los dientes según las iba contando.
“Vosotros no llegasteis a conocerlo, pero un buen
hombre de este pueblo, un paisano llamado Eutiquio, se vio solo en una noche de
invierno, rodeado de lobos voraces que aullaban de hambruna. Volvía de
Villacaída, donde había ido para cerrar unos trapicheos que se traía entre
manos, y de los cuales vivía el pobre hombre. Le dieron plantón y, aun así,
decidió esperar dos o tres horas porque necesitaba los cuartos. Cuando se
convenció de que aquellos desalmados tipejos no se presentarían, la moral se le
derrumbó. Decidió regresar porque no podía pagarse ni un mal jergón de una mala
caballeriza de una mala posada. No iba a malgastar las pocas perras
disponibles, que apenas alcanzarían ni hasta mitad de mes. Tenía a su cargo
diez bocas que alimentar: su mujer y sus nueve hijos.
En medio de una noche cruda y fría, que amagaba
cencellada, emprendió la marcha y atajó por el monte. Con deseo estaba el
miserable de quitarse el frío de los huesos con unas buenas y calientes sopas
de ajo, y descansar de la fatiga.
Avanzaba inquieto, en alerta... Los montes no son de
fiar. Entonces los vio. Unos ojos dilatados y brillantes, como dos luceros
encendidos. Estos (llevandose la mano a sus atributos) se le pusieron en la
garganta. No acabó ahí la cosa. Se dio la vuelta para salir corriendo, que es
lo primero que a uno le viene a la cabeza, y al corazón. Cuatro endemoniados
ojos lo escudriñaban. Giró hacia un lado: varios ojos más. Y, así, hasta verse
totalmente rodeado de lobos. Todas las pupilas clavadas en él, amenazantes.
Enseguida la noche se lleno de escalofriantes aullidos. Los animales se compinchaban,
midiendo las circunstancias. Comenzaron a acercársele. A pesar de que le
temblaban las piernas y de que sus manos estaban agarrotadas, le echó coraje;
se negó a ser el puchero de aquellas fieras. Le vino entonces a la cabeza la
solución que había oído contar un día a cierto pastor.
Aguantó inmóvil, sacó el mechero de un bolsillo y la
petaca de aguardiente del otro. Desgarró un trozo de la bufanda, lo enrolló y
ató al bastón que llevaba siempre con él. Le prendió fuego. Los lobos se
retiraron entre aullidos resentidos. Momento que él aprovechó para echar a
correr, aunque las piernas apenas lo sostenían. Los lobos no pensaban
desperdiciar tan buena pieza y lo persiguieron. Se paró en seco, tuvo agallas
para acercarse a ellos. Con el orujo que le quedaba roció a los más cercanos.
Los tocó con la llama del bastón y chamuscó parte de su pelaje. Emitieron
aullidos espantosos. Los demás le clavaban la mirada entre atemorizados y
enfurecidos. Volvió a correr. Cuando se le aproximaban se defendía con el bastón,
aún encendido. Ya veía el pueblo a lo lejos, cuando la improvisada tea se
consumió y se quedó desarmado. Corrió con todas sus fuerzas. Con el resorte que
activa el terror de perder la vida. Al final después de tanto esfuerzo y
valentía, le saltaron encima. Resguardó la cabeza entre los brazos y se tiró
boca abajo. Los afilados colmillos se le clavaban en las carnes, lo
desgarraban, le perforaban hasta los huesos. Se dio ya por muerto. Oyó tiros a
lo lejos. Los lobos se asustaron y lo soltaron. Se arrastró con los codos unos
cuantos metros. Tanto era el dolor que perdió el conocimiento.
Cuando, al cabo de varios días, volvió en sí, en su
cama, miraba espantado a su alrededor. Todo él era una auténtica llaga. El
pobre Eutiquio había salvado la vida, pero nunca más volvió a hablar”.
"Mi abuelo, desde luego, conseguía hacernos
estremecer a todos", pensó.
En el trayecto vio a lo lejos el cementerio y
despertó en su memoria, después de muchos años amodorrada, una de las historias
más espeluznantes del abuelo.
“En los tiempos de tu bisabuelo, cuando los hombres
aún usaban capa para protegerse del frío, existía un grupo de amigos que se
entretenía con retos que pusieran de manifiesto su valentía (su necedad, si
queremos hacer honor a la verdad): escalar torres de iglesias, caminar sobre
muros a punto de derrumbarse o sobre el río helado, juegos de caza de alto
riesgo, bromas de mal gusto a personas con muy malas pulgas y poder… Se reían
de vivos, muertos y medio muertos…
Cierto día el reto que se impusieron consistía en
pasar la Noche de Difuntos, entera, dentro del cementerio, y allí mismo
convocar al diablo. Desafiaban, de ese modo, a los supersticiosos, y
desprestigiaban sus cuentos y leyendas de terror; las que, ¡desde sabe Dios
cuándo!, corrían de boca en boca.
Por si no lo sabes, la Noche de Difuntos se celebra
para apaciguar y encarrilar a los muertos más recientes, que aún vagan perdidos
entre cielo y tierra, purgando sus culpas, hasta que encuentren su sitio y
momento de reposo. Dos de los amigos, no menospreciando las creencias
populares, enmascararon su cobardía (en criterio de los más, su sensatez) con
la excusa de que alguien tendría que montar vigilancia fuera, por si se
necesitaba ayuda. Y se quitaron de encima el peor desafío de su vida. Los otros
tres decidieron acometer a la prueba.
Llegó el día…, y la noche de ese día… A medida que
los tragos de alcohol caían por su garganta, crecía su euforia, su optimismo y
su osadía. Con la noche bien cerrada, se encaminó el grupo al cementerio, entre
risotadas, bromas y jactancias. Los tres osados saltaron la verja del camposanto,
mientras que los dos desavenidos se dispusieron a montar guardia frente a la
puerta del recinto durante toda la noche. Se acomodaron lo mejor posible, a una
distancia `prudente y razonable´, la suficiente para divisar la entrada sin
problema, pero no al lado. Entre trago y chiste, chiste y trago, se quedaron
dormidos como marmotas.
Los "sin miedo" se acomodaron entre las tumbas,
encendieron una pequeña fogata y comenzaron a recitar los conjuros que habían
preparado para tal fin. De cuando en cuando, le metían buenos meneos a la
botella para incentivar los ánimos. Incluso tuvieron la deferencia de llevar
una copa para el diablo, por si este se avenía a brindar con ellos.
El amanecer ya despuntaba, cuando los dos vigilantes
en el exterior despertaron agitados. Escalofriados, con la piel erizada y una
extraña sensación de pesadilla inacabada en su consciencia. Una pesadilla
plagada de visiones y sonidos que prefirieron solapar. Se aproximaron con temor
y con cautela a la verja del cementerio. Llamaron a sus amigos. Gritaron sus
nombres hasta desgañitarse. Solo el silencio respondía. Acudieron a pedir
ayuda, y, sin tardanza, un grupo de hombres entró a buscar a los audaces. Lo
que allí encontraron difícil es de describir: regueros de sangre, miembros despedazados
y esparcidos por entre las losas; en todos los despojos, huellas de garras
marcadas a fuego y muestras de dentelladas. Aún olían a carne chamuscada. Las
caras distorsionadas, con los ojos colgando de sus órbitas.
Fue algo horrible. Aún se estremecen los mayores con
tan solo recordar la expresión, al relatarlo, de quienes lo presenciaron. Los
dos amigos supervivientes, acabaron sus días poseídos por la locura, pues nunca
más lograron conciliar el sueño”.
“Bonito momento de pensar en esto”, se dijo a sí
mismo Julián.
“¿Por qué les gustaría tanto asustarnos? Aunque…
nada mejor que el miedo para alejarnos de lo prohibido. Además, pensaban que
era un modo de hacernos duros".
Intentó alejar aquellos sobrecogedores recuerdos de
su mente.
No hubo tiempo.
Dos sombras negras, grandes, fornidas…; con capuchas
negras, tan negras como la noche, le cerraron el paso. Se dio la vuelta como un
rayo, pero cayeron sobre él. Se defendió con patadas, puñetazos, mordiscos…
Todo en vano, dos a uno, y una fuerza de titanes. Lo sujetaron y lo
inmovilizaron. Presionaron contra su nariz y su boca un paño humedecido, que lo
dejó fuera de juego en unos instantes. Poco más llegó a percibir.
Cuando volvió en sí, sintió auténtico pavor. Se
hallaba amordazado, atado de pies y manos, y con los ojos vendados. Se
encorvaba y arqueaba, trataba de estirarse; se desesperaba por soltar las
ligaduras; forzaba los labios, pretendiendo despegar la cinta que los sellaba,
o cortarla con los dientes.
Llegó hasta él una conversación lejana, de la cual
lograba oír, aunque con dificultad, algunos retazos. Sin embargo, le hubiera
valido más no escuchar:
—No me agrada nada este trabajito, Roberto. Al fin y
al cabo, es víspera de Reyes. Se trata de un ser humano.
—Ya sabes cómo es el jefe. No tienes elección: lo
tomas o lo tomas. Ten en cuenta que este es un asunto que tiene pendiente desde
hace muchos años. Está deseando zanjarlo de una vez por todas, cueste lo que
cueste.
—Pero, joder, tío, en estas fechas… Una pizca de
compasión, por favor… Que hasta los más desalmaos la tienen. Que uno conserva
aún un trocito de corazón, ¡aunque esté algo mohoso, coño!
—Tú míralo de esta forma: si en el fondo no es más
que un asunto de corazón —dijo, soltando una estruendosa carcajada.
—Digas lo que digas, macho, a mí no acaba de
convencerme. Esto no me gusta nada. Es un asunto muy feo. Nos vamos a meter en
un buen marrón y acabaremos donde no deberíamos acabar.
—Ya estamos metidos en un buen fregao. No hace falta
que pienses, solo limítate a obedecer. El jefe ha sido claro y tajante. Si no
cumples, entonces sí que vas a saber lo que es pasar apuros. Es capaz de
cortarnos las…
Julián se descomponía por momentos. El pánico lo
vencía.
El tiempo se le hacía eterno, había perdido toda
noción del mismo. Una ráfaga de oscuros pensamientos se atropellaron en su
mente:
“¿Qué pretendían hacer con él aquellos dos matones?
¿Cuestión de dinero? ¡Cuánto iban a sacar por él…! ¿Tráfico de órganos? Eso sí
daba para mucho. ¿Algún asesino maníaco y perturbado? ¿Un ajuste de cuentas?
Seguro que lo confundían con otro. Le había parecido oír que el mandamás ya
llevaba mucho tiempo con el asunto metido entre ceja y ceja. ¿Y si se
rejuvenecía con baños en sangre fresca?
¿Alguien lo habría echado de menos? ¿Cómo se
encontrarían sus abuelos? Ya eran muy mayores, los pobres. ¿Lo estaría buscando
la policía? ¡Oh, Dios! Se estaba volviendo loco”.
Salió de sus reflexiones al oír el ruido de la
puerta. Entraban.
—Vamos, chico. Ha llegado tu hora. Tenemos que
acabar el trabajito. Pórtate bien y todo será mucho más fácil para ti.
—Y para nosotros.
Le quitaron sus ropas, lo vistieron con otras que
parecían plastificadas; le untaron la cara con algún potingue… Todo parecía
apuntar a los preparativos para alguna especie de ritual. Cuando se cansaron de
manipularlo como si fuera un pelele, lo metieron dentro de un saco y ataron el
mismo.
—Este ya está listo. Vamos a rematar. Mañana vienen
los Reyes Magos y, a pesar de que he sido un chico muy, muy malo, nunca pierdo
la esperanza. Algún día se acordarán de mí. Para bien… ¡o para mal!
Sonoras carcajadas.
Entre los dos lo levantaron y lo soltaron dentro de
alguna cavidad reducida. Lo apretaron hasta que le crujieron los huesos, como
si fuera una mercancía de desecho. Un gran portazo cayó sobre él.
“¡Es un maletero! Me trasladan. Pero... ¿adónde?”
Arrancaron.
Su cuerpo estaba muy dolorido; su ánimo, deshecho;
su entereza, derrotada.
El vehículo se detuvo. Lo sacaron del maletero. Lo
arrastraron a lo largo de un pequeño tramo. Lo cargaron a hombros. Por último,
lo dejaron caer de golpe, y aterrizó sobre sus vértebras. Se le cortó la
respiración, obligándole a expandir sus pulmones hasta casi reventarlos.
—Aquí te quedas hasta que vengan a buscarte.
Nosotros ya hemos cumplido. Procura estarte quietecito. Cuanto más tarden en
encontrarte, mucho mejor para ti.
Lo dejaron solo, sumido en la oscuridad. Al
principio se quedó como una piedra, sin mover un solo músculo. A la escucha.
Luchó nuevamente con sus ligaduras. Le ardían las muñecas y los tobillos de
tanto forzarlos.
Medio reptando, logró desplazarse unos cuantos
palmos. Se rozó con algo. Un objeto cayó al suelo y sonó al romperse. Contuvo
la respiración y escuchó.
Más ruido. Unos pasos acercándose. Se aproximaban
precipitadamente.
“¡Maldita sea!”, recriminó a su suerte.
Se enciende una luz. A pesar de la venda, percibe la
claridad.
Alguien se acerca a él. Desatan el saco. Es incapaz
de mover un solo músculo. Lo apremian a ponerse en pie.
De pronto, un estridente heló la sangre en sus venas:
—¡Papaaaá. Mamaaaá! ¡Los Reyes me han traído el
regalo que llevo casi trece años pidiendo!
Nuevo sonido de pasos, no menos precipitados.
A su espalda, alguien le retira la mordaza. Se le
acelera el pulso. Es incapaz de articular palabra.
Después le desatan la venda de los ojos. Esta cae al
suelo.
Lo primero que ve, con dificultad, es una imagen reflejada
en un espejo.
“¿Soy yo?”
Sí, eso parece. Apenas se reconoce: vestido de
colorines, la cara embadurnada, en medio de un montón de paquetes... Parece un
mamarracho. De su cuello cuelga un cartel, con letras enormes, que dice:
«TU REGALO DE REYES. POR FIN. CON TODO MI CARIÑO.
TU PADRINO»
La persona a su espalda se viene frente a él. Lo
contempla. Julián observa con espanto el rostro de sus peores pesadillas:
Pilarín. Ella lo acribilla con la mirada, mientras le susurra: «Ya eres mío».
No es capaz de soportar este nuevo horror. Los ojos
se le nublan, y, víctima del espanto, cae en los brazos de su exnovia,
rendidamente desmayado.
No sin antes mascullar: “¡Maldito bastardo! ¡Cómo me
la ha jugado!”.
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