sábado, 1 de julio de 2017

DE UNA HIJA... QUE NO LO FUE.

«Hoy he podido decirle adiós porque no reconocía a nadie y no pudo o supo echarme de allí. Aunque, cuando sus ojos se cruzaron con los míos, su mirada se volvió arisca.  Tal como vivió, murió; respecto a mí. Con los labios vacíos de palabras y los ojos repletos de censura. Junto a su último suspiro expiró mi última esperanza de hallar en él un mínimo atisbo de comprensión, aunque solo hubiera sido de forzado fingimiento, en la hora de su muerte.
Veinte años esperando una llamada suya, que nunca llegó. Y tú, madre, me repetías sin cesar que no sufriera, que antes o después me perdonaría. ¡Él a mí! ¿Qué es lo que tenía que perdonarme? ¿Avergonzarlo delante de la gente porque su hijo no era como él hubiera deseado? Su hijo… ¡una nenaza!, como decía de continuo, envenenado por la rabia y el resentimiento. Me extirpó de su vida como quien se quita un grano. Me dejó tirado. Nos dejó a los dos; según tú, por culpa mía.  ¡Loable amor el suyo!
Tal vez me haya perdonado, sí; por todos sus desprecios y agresiones, por desgarrarme de impotencia y asco en aquellas viles encerronas con mujeres que me preparaba en mi adolescencia. O cuando me llevó a la playa de nudistas para humillarme, exhibiendo ante todos mi miembro, mientras se burlaba de él. Estas y ¡tantas otras vejaciones…! Cuántas veces lo vi con las tijeras en la mano, mirándome de soslayo con oscuras intenciones… Pero… he tratado de olvidar.
Mírame, madre, ni lágrimas me quedan ya. Algo sí que consiguió: me endureció, después de todo. Y tú… Tú, en el fondo, lo justificabas; con tus silencios, con tu aptitud, con tu recriminación pasiva. Porque, al final, me reprochabas internamente el fracaso de vuestra convivencia, de vuestras vidas. No os he perdido recientemente, me quedé sin padres desde muy pequeña. Yo sola, con mi estigma y mi deshonra, que jamás deberían haberlo sido.
Deseaba contártelo y decirte, además, que ya me habéis liberado, porque al fin puedo mirar hacia delante. Que tengo padres, hermanos y amigos en el mundo, que me quieren y me valoran.
Y lo digo con orgullo. Un orgullo que nunca antes conocí. Gracias a vosotros dos, yo solo conocí la culpa, el error de haber nacido. La naturaleza se equivocó con mi físico, pero también lo hizo con vuestros corazones. Y puesto que el mío es limpio, generoso y no sabe de venganza: os perdono…, e intento comprenderos».
Antes de irse, echó una última mirada a la lápida y releyó el epitafio:
«De una hija… que no lo fue».

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