—Buenas. No hay mucha
gente por aquí, ¿verdad?
—Cada vez menos. No hace bien en visitarnos, forastero.
Se levantó una ligera
brisa.
Joaquín, con la cabeza
baja, le echaba furtivas miradas y enseguida volvía la vista al Norte.
—Pareces muy nervioso.
¿Puedo ayudarte en algo?
—No. No, no, se agradece.
Solo espero el autobús.
Empezó a soplar el
bóreas.
—¿Vas muy lejos?
—Lo más que pueda.
Joaquín se apretaba una
mano con la otra, con crispación.
—¿Usted también viaja?
—En esta ocasión no, aunque
lo hago con frecuencia.
—¿Nos hemos visto antes?
Su cara me resulta conocida.
—Es posible —contestó el
recién llegado.
—¿Qué le ha traído hasta este perdido y olvidado rincón del mundo?
—¿Por qué lo dices? Este sitio
parece muy tranquilo. Y agradable.
—Tranquilo... Agradable…
¡Cómo se nota que es de fuera!
El nerviosismo de Joaquín
iba en aumento.
—¿Qué es lo que tanto te
preocupa?
—¡Qué me había de
preocupar! ¿Acaso no lo oye? ¿No lo siente?
El forastero se quedó estático,
a la escucha. Joaquín seguía hablando.
Empezaba a formarse un
remolino.
—Es el viento. El maldito
viento. Nunca para. Nunca descansa. Nos vuelve locos. Se cuela por cualquier
resquicio. Se clava en nuestros sueños. Noche tras noche. Y llega un día en que
te lleva. No vuelves más.
El forastero lo taladraba
con la mirada.
—¿En que… te lleva?
—¿Por qué nadie quiere
creerme? Nunca me escuchan. Me toman por loco, pero la gente desaparece. Poco a
poco. Los demás dicen que se marchan, que esto está muerto. Yo sé que eso no es
cierto; es él quien se los lleva. Mis pesadillas me están matando: el viento penetra
en mí y me posee. Y cada vez que sale, me arranca un trozo de vida de forma
atroz. No puedo imaginar mayor suplicio. Cuando la situación se vuelve insoportable,
despierto con convulsiones, en medio de un charco de sudor. No lo aguanto más; me
largo.
Joaquín se expresaba
desquiciado, con la mirada errática. Se rascaba las manos y marcaba en
ellas las huellas de las uñas.
Un fuerte ventarrón lo
obligó a volver la cara.
—Mire, ahí llega el autobús.
Hágame caso, váyase de aquí cuanto antes. Por sí mismo. No deje que lo atrape.
Echó a correr. El
forastero le gritaba algo, pero Joaquín ya no lo oía. Apenas hubo puesto el pie
en el vehículo, un tornado lo envolvió y elevó al autobús por los aires. Joaquín,
desesperado, se aferró a la puerta con ahínco.
No pudo sostenerse. Cayó.
Sentía el cuerpo magullado. Miró a su alrededor. Se hallaba en las afueras del
pueblo. El vendaval lo zarandeaba y lo hacía rodar por el suelo. No daba
crédito: estaba en mitad de un sueño. Logró levantarse y avanzar un tramo con
la cabeza agachada, para embestir al viento. Topó con alguien. Lo miró
fijamente, perplejo.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
¡¡No es posible!! Lo dejé en la parada. Ahora caigo, lo conozco de mis sueños.
Siempre está en ellos.
El torbellino lo
arrastraba. Se sujetó a un árbol. Observó mejor al forastero. Este se mantenía impertérrito,
con la expresión torva. El huracán no lo afectaba. Joaquín le gritó:
—¿Qué hace usted en mi pesadilla?
¿Y qué trataba de decirme cuando tomé el autobús?
—Trataba de avisarte de
que no merecía la pena precipitarse, que todo era un sueño del que despertarías
en cualquier momento. Y así ha sido. Yo no formo parte de tus pesadillas, sino
de tu realidad. Y es esta. Lo de antes ha sido una excepción.
Joaquín lo miraba con las
facciones desencajadas. El forastero añadió:
—Créetelo. Sé muy bien lo
que digo.
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