domingo, 18 de junio de 2017

EL VIENTO Y EL EXTRAÑO

Viento-TinadeLuis-La narraTina

El extraño apareció de pronto y se sentó en el banco, al lado de Joaquín.
—Buenas. No hay mucha gente por aquí, ¿verdad?
—Cada vez menos. No hace bien en visitarnos, forastero.
Se levantó una ligera brisa.
Joaquín, con la cabeza baja, le echaba furtivas miradas y enseguida volvía la vista al Norte.

—Pareces muy nervioso. ¿Puedo ayudarte en algo?
—No. No, no, se agradece. Solo espero el autobús.
Empezó a soplar el bóreas.

—¿Vas muy lejos?
—Lo más que pueda.
Joaquín se apretaba una mano con la otra, con crispación.

—¿Usted también viaja?
—En esta ocasión no, aunque lo hago con frecuencia.

—¿Nos hemos visto antes? Su cara me resulta conocida.
—Es posible —contestó el recién llegado. 

—¿Qué le ha traído hasta este perdido y olvidado rincón del mundo? 
—¿Por qué lo dices? Este sitio parece muy tranquilo. Y agradable.
—Tranquilo... Agradable… ¡Cómo se nota que es de fuera!

El nerviosismo de Joaquín iba en aumento.
—¿Qué es lo que tanto te preocupa?
—¡Qué me había de preocupar! ¿Acaso no lo oye? ¿No lo siente?
El forastero se quedó estático, a la escucha. Joaquín seguía hablando.
Empezaba a formarse un remolino.

—Es el viento. El maldito viento. Nunca para. Nunca descansa. Nos vuelve locos. Se cuela por cualquier resquicio. Se clava en nuestros sueños. Noche tras noche. Y llega un día en que te lleva. No vuelves más.
El forastero lo taladraba con la mirada.
—¿En que… te lleva?
—¿Por qué nadie quiere creerme? Nunca me escuchan. Me toman por loco, pero la gente desaparece. Poco a poco. Los demás dicen que se marchan, que esto está muerto. Yo sé que eso no es cierto; es él quien se los lleva. Mis pesadillas me están matando: el viento penetra en mí y me posee. Y cada vez que sale, me arranca un trozo de vida de forma atroz. No puedo imaginar mayor suplicio. Cuando la situación se vuelve insoportable, despierto con convulsiones, en medio de un charco de sudor. No lo aguanto más; me largo.
Joaquín se expresaba desquiciado, con la mirada errática. Se rascaba las manos y marcaba en ellas las huellas de las uñas.
Un fuerte ventarrón lo obligó a volver la cara.

—Mire, ahí llega el autobús. Hágame caso, váyase de aquí cuanto antes. Por sí mismo. No deje que lo atrape.
Echó a correr. El forastero le gritaba algo, pero Joaquín ya no lo oía. Apenas hubo puesto el pie en el vehículo, un tornado lo envolvió y elevó al autobús por los aires. Joaquín, desesperado, se aferró a la puerta con ahínco.
No pudo sostenerse. Cayó. Sentía el cuerpo magullado. Miró a su alrededor. Se hallaba en las afueras del pueblo. El vendaval lo zarandeaba y lo hacía rodar por el suelo. No daba crédito: estaba en mitad de un sueño. Logró levantarse y avanzar un tramo con la cabeza agachada, para embestir al viento. Topó con alguien. Lo miró fijamente, perplejo.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¡¡No es posible!! Lo dejé en la parada. Ahora caigo, lo conozco de mis sueños. Siempre está en ellos.
El torbellino lo arrastraba. Se sujetó a un árbol. Observó mejor al forastero. Este se mantenía impertérrito, con la expresión torva. El huracán no lo afectaba. Joaquín le gritó:
—¿Qué hace usted en mi pesadilla? ¿Y qué trataba de decirme cuando tomé el autobús?
—Trataba de avisarte de que no merecía la pena precipitarse, que todo era un sueño del que despertarías en cualquier momento. Y así ha sido. Yo no formo parte de tus pesadillas, sino de tu realidad. Y es esta. Lo de antes ha sido una excepción.
Joaquín lo miraba con las facciones desencajadas. El forastero añadió:

—Créetelo. Sé muy bien lo que digo.

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