«Hoy he podido decirle
adiós porque no reconocía a nadie y no pudo o supo echarme de allí. Aunque, cuando
sus ojos se cruzaron con los míos, su mirada se volvió arisca. Tal como vivió, murió; respecto a mí. Con los
labios vacíos de palabras y los ojos repletos de censura. Junto a su último
suspiro expiró mi última esperanza de hallar en él un mínimo atisbo de
comprensión, aunque solo hubiera sido de forzado fingimiento, en la hora de su
muerte.
Veinte años esperando una
llamada suya, que nunca llegó. Y tú, madre, me repetías sin cesar que no sufriera,
que antes o después me perdonaría. ¡Él a mí! ¿Qué es lo que tenía que
perdonarme? ¿Avergonzarlo delante de la gente porque su hijo no era como él hubiera
deseado? Su hijo… ¡una nenaza!, como decía de continuo, envenenado por la rabia
y el resentimiento. Me extirpó de su vida como quien se quita un grano. Me dejó
tirado. Nos dejó a los dos; según tú, por culpa mía. ¡Loable amor el suyo!
Tal vez me haya perdonado,
sí; por todos sus desprecios y agresiones, por desgarrarme de impotencia y asco
en aquellas viles encerronas con mujeres que me preparaba en mi adolescencia. O
cuando me llevó a la playa de nudistas para humillarme, exhibiendo ante todos
mi miembro, mientras se burlaba de él. Estas y ¡tantas otras vejaciones…! Cuántas
veces lo vi con las tijeras en la mano, mirándome de soslayo con oscuras
intenciones… Pero… he tratado de olvidar.
Mírame, madre, ni lágrimas
me quedan ya. Algo sí que consiguió: me endureció, después de todo. Y tú… Tú, en
el fondo, lo justificabas; con tus silencios, con tu aptitud, con tu
recriminación pasiva. Porque, al final, me reprochabas internamente el fracaso
de vuestra convivencia, de vuestras vidas. No os he perdido recientemente, me quedé
sin padres desde muy pequeña. Yo sola, con mi estigma y mi deshonra, que jamás
deberían haberlo sido.
Deseaba contártelo y decirte,
además, que ya me habéis liberado, porque al fin puedo mirar hacia delante. Que
tengo padres, hermanos y amigos en el mundo, que me quieren y me valoran.
Y lo digo con orgullo. Un
orgullo que nunca antes conocí. Gracias a vosotros dos, yo solo conocí la
culpa, el error de haber nacido. La naturaleza se equivocó con mi físico, pero
también lo hizo con vuestros corazones. Y puesto que el mío es limpio, generoso
y no sabe de venganza: os perdono…, e intento comprenderos».
Antes de irse, echó una
última mirada a la lápida y releyó el epitafio:
«De una hija… que no lo fue».