La pasión por la escritura la sentí desde pequeña, y derivó de mi amor por la lectura. Tanto me gustaban los libros que entrar en una librería y absorber su aroma, me producía una vorágine de sensaciones casi indescriptibles, y todas placenteras.
Aún tengo muy vivo el recuerdo de los dos primeros libros (que no cuentecitos), gordos de verdad e ilustrados, que nos regalaron a mi hermano y a mí: “Don gato” y “Los Picapiedra”. Todo eran imágenes, que parecían cobrar vida y arrastrarte hacia su mundo. Me deleitaron hasta el infinito. Me convertí en una lectora ávida e insaciable.
Hasta cierta edad, pasé los veranos en el
pueblo. Allí, en cuanto consumía mi puñadito de libros, devoraba cuanto me
prestaban, con tal de llevarme algo a los ojos y a la imaginación: El Capitán Trueno, El Jabato, El Llanero
Solitario, El Guerrero del Antifaz, los tebeos de toda la vida, libros clásicos
de bolsillo con letras microscópicas, amarillentos y con las páginas
desgastadas... Hasta las fotonovelas.
Los
escritores me parecían magos que nos encandilaban con milagrosos ilusionismos, nada
de chisteras ni conejos. Yo soñaba con ser capaz de dominar aquella
extraordinaria magia. Necesitaba, además, expresar lo que sentía, crear mundos
a mi antojo, diferentes, fantásticos y excepcionales. Escribía cuentos, reflexiones,
poesías... Alguna vez ganaba concursos en el colegio y en el instituto.
Y crecí
con la idea de escribir plasmada en el alma; pero... se iban encadenando los
obstáculos: las circunstancias personales, los estudios, las oposiciones, la
entrega al trabajo, los hijos, la falta de tiempo, incluso el escepticismo de
que sirviera para algo... Mis deseos fueron quedándose en propósitos pospuestos,
en un “tengo que ponerme” al que nunca me ponía.
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