Marcela
permanece absorta, con la vista clavada en la ventana, pero sin ver nada. Su
mirada no se detiene en aquella celosía ni en la tapia que hay detrás. Se
pierde, se remonta más allá de todo tiempo y espacio. De pronto sus ojos
oscilan levemente y se posan sobre un gato que se detiene en el alféizar. Lo contempla.
Él la contempla. Ambos se miran fijamente a los ojos. Marcela lo envidia. ¡Cuánto
lo envidia! Quisiera ser como él: libre. Como el viento. Como los pájaros, para
poder volar.
Lucha
por ser invisible. Aún no lo es del todo, pero lo conseguirá. Cada vez está más
cerca de ello. Puede permanecer estática muchas horas; sin parpadear, sin
inmutarse, sin llorar, sin respirar apenas, y vaciarse de sentimientos. Cuando
detiene el pensamiento, lo hace libre, lo dirige y lo controla. Logra que traspase
esos muros y se aleje de allí. Muy lejos. Cada vez más lejos.
Sin
embargo cuando aparece ese diablo; esa fiera que tiene por marido, la
invisibilidad se desvanece. Él sí la ve. Por suerte, no siempre. Pero hay dos
cosas para las que jamás le pasa desapercibida: para violarla; para descargar y
desfogar en ella, con saña, toda la ira y despecho acumulados durante el día.
Marcela
ha perdido la cuenta del tiempo que lleva sin ver a un ser humano. Sin
considerarse un ser humano. Porque aquello con lo que está forzada a vivir, no lo
es. La retiene, encerrada, secuestrada; deshumanizada.
De
vez en cuando alguna mujer la visita. Solo mujeres, que no le sirven de
nada: no la comprenden. La enjuician. La tratan con desdén, incapaces de
aceptar lo diferente. Solo es una occidental libertina, una perdida y
desvergonzada, una hereje —como su «ejemplar» esposo ha difundido—. Lejos de compadecerse, le dan
consejos para que sepa agradar a su marido:
«No lo obligues a portarse mal. Respétalo. ¡Pobre
hombre! No le dejas más remedio que actuar así. No puede permitirse que salgas a la calle».
Y
se van rumiando para sí:
«¡Impúdica!
¡Bastante suerte tiene con que no la repudie y la lapide!».
Prefiere
estar sola. ¡Sola! Sin él y sin nadie, en aquel micromundo hostil. Por eso, cada día, cuando finaliza las escasas
rutinas de la casa, practica la inmovilidad, la inexistencia. Desea ser
invisible, callejear como los animales, aunque el hambre y la miseria la
consuman. Todo menos el entierro en vida. Pero llega la bestia y la descubre, aunque
esté paralizada…, dormida. La insulta, la pega, la escupe… Si habla porque lo
agravia; si calla, porque lo ofende. La golpea sin piedad y después la fuerza y
derrama en ella el obsceno fluido que la degrada y envilece. Incluso a ella la
suerte la sonríe algunos días y ello (él) la ignora.
Al
principio pidió ayuda, en las casi inexistentes ocasiones en que transitaba un presunto
ser por la calleja; también echó algunas notas escritas por la ventana. Pero,
aquellos que, por casualidad, encontraban y entendían su mensaje se apremiaban,
escandalizados, a informar a su marido.
En
esas ocasiones las palizas y torturas fueron, si eso cabe, más terribles y
crueles. Su cerebro clama por la muerte, pero su corazón se resiste. Su hijito la
espera, él no sabe que tal vez no vuelva
a verla. Seguramente la ha olvidado ya. Hace cinco años que lo dejó al cuidado
de los abuelos. Él acababa de cumplir tres. ¡Maldita la hora en que ese
malnacido se cruzó en su camino! ¡Maldita la hora en que no escuchó las advertencias!:
«No vayas. Tendrás problemas… Todos cambian cuando retoman sus raíces…».
Se
dejó convencer para visitar su país, era tan tierno por entonces… Nunca regresaron.
La encerró en ese antro, del que no volvió a salir. Se siente tan sucia y asqueada,
tan rota de sufrimiento, que el alma y el corazón le duelen más que su cuerpo. Llega
la noche y con ella las humillaciones, los insultos, las amenazas, los golpes… «¡Zorra! Cualquier día te mato». Lo
conseguirá, ella sabe que lo conseguirá. Cada vez es más violento. Por eso ha
de volverse pronto invisible, para huir, para no volverse loca.
El día se le ha dado bien; las prácticas,
magistrales. Cree estar a punto. Ha llegado el momento de demostrárselo. Él
entra. Ella no se inmuta. La mira. Grita. Primer bofetón: la tira al suelo.
Trata de aguantar impasible incluso la paliza; pero al no quejarse, al no
chillar, él se irrita más, odia más, se endemonia. Cree que daña poco y golpea con más fuerza. Le patea
el vientre, el pecho, la cabeza… Casi prefiere que la mate de una vez y así poder
descansar de todo aquello.
Y
casi es así: la deja medio muerta. Se detiene, la contempla y observa que no reacciona.
Incluso se asusta. No tiene buen aspecto. La tumba en la cama.
Ella
sonríe con la mente. La felicidad la embriaga. Al fin se ha salido con la suya. Ya no siente molestias.
Nada duele. Se eleva. Contempla su cuerpo inerte sobre la cama. Lo observa a
él. Toda su hombría rodando por el suelo. Allí, y solo, no es nadie.
Marcela echa
una última mirada a su envoltura y se va. De vacío. No necesita nada. Puede cruzar
por delante de la gente sin que se enteren. Al fin es invisible.
Comienza
su viaje astral. Viajará hasta su hijo. Debe darse prisa, mientras su cuerpo
aguante en ese estado. Preferiría llevárselo consigo, para que su chiquitín la
viera, pero eso es imposible; el monstruo ni muerta la dejaría escapar de aquellas
cuatro paredes. Además, a su hijito no le iba a gustar, está tan estropeada...
Sería incapaz de reconocerla. Sin embargo…, aunque su pequeño no advierta su
presencia, ella sí lo verá, lo abrazará y velará por él. Desea tanto acariciarlo.
Flota,
levita, vuela. Nada puede detenerla ni controlarla. La libertad la vuelve loca;
eso que antes siempre tuvo y tan poco valoró.
Ya
es invisible. Ya es libre.