Voy
a intentar redactar esta anécdota, real como la vida misma, con la mayor gracia
posible, aunque es difícil transmitir el hecho con palabras. Grabado por la
“cámara indiscreta” sería para partirse de risa. Tratad de representarlo
mentalmente y veréis. Ahí va:
Caminaba
por la playa, con el agua por encima de las rodillas. Mi pie topó con un objeto:
«¿Qué es esto?
¡Una lata de refresco! Lo que faltaba, ¡hasta en la playa! ¡Si está cerrada! Será que se le ha caído a
alguien. ¡Mira que bañarse con ella…!», todo esto pasaba por mi cabeza.
Miré alrededor por si alguien daba muestras de ser el
dueño. El más cercano era un hombre, de unos setenta años, sentado en una roca
a pocos pasos de la orilla. No creí conveniente volver a dejar la lata en el
mismo sitio y fui a colocarla sobre dicha roca, en lugar bien visible. El
hombre ni se inmutó, como si no me viera. Seguí mi paseo. Me alejé mirando cada poco
hacia atrás. De pronto veo que el “Señor de la roca” se
levanta y deja la lata otra vez en el agua, donde la encontré. Ya os podéis
imaginar mi sorpresa.
«Discrepa de mí —me dije—. Pensará que el dueño la buscará
en el lugar exacto donde la perdió».
Deshice
el paseo por el mismo recorrido.
«¿Seguirá
la lata en el mismo sitio?», me preguntaba.
El
hombre, que me vio llegar, se levantó como alma que lleva el diablo, se
apresuró a sacar la lata del agua y a ponerla sobre la roca de nuevo. Se sentó
y puso cara de póker. Cuando yo pasé por delante, él miraba al infinito, fingía
indiferencia, solo le faltó silbar. Mi desconcierto era total y absoluto.
«¿A
qué vendrá esto? ¿Creerá que voy a enfadarme si no está el bote donde lo dejé y
me lo encuentro de nuevo en el agua? ¿O temerá que esta vez me lo lleve
conmigo?».
Seguí
de largo, carcomida por la intriga y conteniendo mis ganas de sonsacarle. Por
supuesto, no dejé de observarlo, de reojo. ¡¡¡Se repitió la escena!!!: volvió a dejar el bote en el agua. De pronto
lo entendí todo:
«¡Pone
el refresco `a refrescar´! ¡Es suyo! Vaya fresco».
Seguro
que pensó: «Uy, esta… ¡Qué “rebote”
va a pillar si se tropieza otra vez con el bote!». Pero ¿por qué se hizo el
desentendido? Supongo que le daría vergüenza, o temería que la gente se tropezara
y le echara la bronca.
Rebobiné
toda la escena en mi mente, su trajín: que si pongo la lata en el agua, que si ahora
me la quitan; que si la vuelvo a poner, que si la vuelvo a sacar… En fin, cosas
raras tiene la vida (y seres).
Me
dio la carcajada, y me sigue dando cada vez que lo recuerdo.