Yo, aunque muy niña, detectaba la angustia en los gestos de los adultos, que involuntariamente manifestaban lo que con palabras les estaba prohibido desvelar.
En ella nunca lo advertí. Jamás se desprendió de su sonrisa. Una sonrisa en los
labios podría ser engañosa, pero no, si la acompaña la del interior de las
pupilas. La mirada de mi madre siempre sonreía. Yo en aquellos momentos no era
consciente de nada. Lo supe mucho después, metida en la adolescencia. En parte, por la madurez que adquirían mis recuerdos; en parte, por algunos comentarios que
la gente comenzaba a permitirse:
«¡Qué gran mujer!, como ella no habrá otra».
«¡Tan joven aún! Con estas dos criaturas...».
«Le dieron un mes de vida y resistió más de un año».
«Los especialistas consideran su caso excepcional, un milagro. Una resistencia
inexplicable para las fronteras de la medicina».
A mi madre le gustaba que me sentara entre sus piernas, de espaldas a
ella. Me rodeaba con sus brazos, me apretaba contra su pecho y apoyaba su
cabeza en la mía. De ese modo tan entrañable nos pasábamos las horas. Ella
susurraba dulces palabras de cariño en mis oídos, preguntas, reflexiones, grandes proyectos
para el futuro.
«Siempre me tendrás a tu lado, reina mía. Recuerda bien que nada ni
nadie conseguirán separarnos. Yo te ayudaré en todo lo que necesites. En realidad no
te hará falta; sé muy bien que crecerás en la fortaleza, hasta llegar a
convertirte en una luchadora, resuelta y segura de ti misma».
Hubo de pasar un tiempo para que yo entendiera que de espaldas no
podía advertir sus gestos de dolor, cuando se mordía los labios para ser capaz
de soportarlo; esa posición tampoco me permitía ver cómo algunas lágrimas rebeldes
se fugaban de sus ojos.
Su cuerpo no lo resistió, pero su entereza sí. Su aliento de vida se
apagó, lenta y paulatinamente. Le tocó la mala suerte de vivir en aquellos
tiempos de recursos limitados, y afirmo con absoluta convicción que, si hubiera
sido en la época actual, aún la tendría en cuerpo y alma. Aunque… en verdad la
tengo, he sentido la calidez de su mano sujetándome en cada momento. Llevo prendida su sonrisa; esa que superó
todas las barreras y permaneció siempre conmigo. La muerte nos la arrebató, en
cierto modo, pero no consiguió doblegarla. Doliente y enojada, la contemplé en aquel
mísero ataúd; mas, al observar la serenidad y aceptación que su rostro reflejaba, comprendí que no se merecía mi rendición, mi
traición. Me mostraba con su ejemplo cuál debía ser mi actitud. Mi madre, con
toda su valentía, se encaró con la adversidad sin someter su alegría, sin claudicar.
Aún vive en mí. Se superó a través de mí, pues hoy yo he
sido capaz de sobreponerme a todo. Juntas lo hemos remontado.
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