Hay un gran problema y es que damos por hecho que todo el mundo está capacitado
para educar a los hijos. Lo que es difícil de entender es que no haya muchos más
niños que salgan con patologías de personalidad, conducta, afecto…, teniendo en
cuenta que no se pide ningún certificado ni prueba de actitud ni título para
enseñar a los hijos.
Esta entrada viene a raíz de una escena que observé ayer en un restaurante
entre un niño y sus padres. Cuando un niño llora, chilla, patalea… solemos prestar muy poca
atención porque es algo normal a nuestro alrededor. Sin embargo, esta vez me vi obligada a
mirar cuando oí decir al padre algo así:
—“No me lo digas de ese modo, vamos a dialogar”.
Me pareció una frase tan acertada y prudente que volví la cabeza. Sin embargo,
las palabras y los hechos caminaban por sendas opuestas. El niño de entre tres
y cuatro años empezó a pegar a su padre: golpes en el brazo, golpes en la
pierna, empujones, palma de la mano en la cara hasta hacérsela volver… Incluso
llegó a darle un mordisco en el brazo. Debo aclarar que todo ello se quedó en una
manifestación de su rabia sin llegar al punto máximo de agresión que podría
haber aplicado el nene. Los padres lo ignoraban y le dejaban hacer como si nada
ocurriese. El padre, cuando el niño cesó en sus ataques, exclamó:
—¡Qué! ¿Ya te has quedado tranquilo?
Yo miraba una y otra vez para ellos tratando de demostrarles mi incredulidad
y desacuerdo ante aquella muestra de educación tan equivocada, en mi opinión. Un niño no
puede asociar enfado con golpes y ataque bajo ningún concepto. Se debe evitar a
toda costa y hay que hacerle ver que esa actitud y comportamiento no son
correctos ni permisibles. Con el tiempo si no lo detienen ni corrigen aumentará,
y llegará el momento en que los golpes
tengan consecuencias irreparables. Al primero que hacemos daño es a él mismo.
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