Apenas un parpadeo. Su mirada, anclada en el
nostálgico paisaje de invierno que mostraba el ventanal, añoraba aquel camino
de recuerdos que se recortaba entre el verdor. Su abstracción en el paraje
virtual solo era interrumpida por obsesivas e inquietas ojeadas al reloj. El
somnoliento silencio espabilaba a veces, debido a los lamentos de la paciente y
dolorida mecedora y a los rugidos gástricos, por inanición, de su fiel ocupante
y compañero.
Ni en Navidad ni en Año Nuevo sus hijos dieron señales
de vida; sin embargo, aún alimentaba la ilusión de que se presentaran en su
cumpleaños. La mesa, ataviada con el mejor menaje y con el único mantel decente
que quedaba, bostezaba de apatía. El anciano reparó con desagrado en los cercos
que dejaba, al derretirse, la cera de las velas, apagadas. El tiempo se
esfumaba y la desazón lo consumía. Aunque con conciencia plena de su insensatez,
abrió la puerta de la casa. Un fogonazo de viento ardiente y terroso azotó su
cara y se coló en la vivienda. El exterior abrasaba. Con las manos de visera, y
a pesar del escozor de sus pupilas, escudriñó la lejanía. No quedaba ni la
menor muestra de la estampa que debiera contemplarse en esa época del año: ni
mantos de nieve, ni plantas cristalizadas, ni guirnaldas de carámbanos
adornando los aleros del tejado. Solo ramas desgajadas de árboles chamuscados y
despojos putrefactos de animales. Volvió adentro con un fugaz y escueto
movimiento para minimizar las infiltraciones de la atmósfera. Enjugó con un
paño las copiosas gotas de sudor que le licuaban el rostro. Recargó el tanque
del generador con las últimas reservas de gasóleo, para refrescar la casa. Se
recriminaba la imprudencia de no haber instalado paneles solares. En la
situación extrema en que se hallaba, hubieran resuelto con holgura la carencia
de energía eléctrica, pero cómo imaginar... Comprobó las reservas de agua.
Gracias a la parquedad con que la administraba, duraría dos o tres meses más.
Para entonces tal vez lo hubieran rescatado.
Volvió a la mecedora y se abandonó a su abrazo. «Llegarán.
Sé que llegarán, aunque sea en el último momento. Algún asunto importante debe
de haberlos retenido». Las agujas del destino avanzaban implacables. Harto del quimérico
paisaje, lo sustituyó por una nueva proyección: dos gemelos, niña y niño,
correteaban por una pradera de verde inmaculado. Las imágenes hurgaron en su
alma, hasta robarle sus postreras lágrimas. Agarró el atizador de la chimenea y
golpeó la pantalla con toda la fuerza de su debilidad. Una y otra vez. Una y
otra vez.
«No más ficciones. Lo que debí destrozar hace mucho
tiempo, en vez de esta ventana virtual, fue mi acomodo. No quise ver, no quise
saber. ¡Como la inmensa mayoría! Ocultábamos la cabeza, mirábamos hacia otro
lado. Nuestro autoinsuflado peso institucional nos impidió alzar el
vuelo y remontar nuestra miseria humana. Siempre guarecidos en nuestro
particular recinto, rodeados de bienestar y arrasando su hábitat e
incluso... el recinto mismo. Aferrados a un carpe diem de egoísmo
e indolencia. ¡Cómo renunciar al confort y a la riqueza! Víctimas de una
ceguera postiza, nos creímos acorazados, todopoderosos para contener lo
incontenible. Preferíamos obviar augurios y previsiones. Blanqueábamos nuestras
manos, las únicas manos capaces de pulsar el stop de la hecatombe.
Pensábamos que nuestro mundo, que nuestro futuro estaban garantizados. También
para nuestros hijos. O... ¿tal vez no? Y ahora... ¿qué? Mis hijos me
advirtieron con insistencia del peligro, pero mi mente se negó a escucharlos. A
fin de proteger mi posición, mi fortuna, mi estabilidad, no me convenía dejarme
convencer. Me consideraba el cáliz del conocimiento y no hice nada para evitar
que me dejaran, o para unirme a ellos y caminar su misma senda. Cuando llegó lo
irremediable, fui incapaz de dar la cara, abandoné todo y corrí a esconder mi
vergüenza y mi descrédito en este apartado y paradisíaco rincón del mundo».
Miró con desaliento el reloj. Puso música
ambiental, se sirvió una primera copa de la última botella de licor y
se recostó en la cama. Antes de que la bebida enturbiara sus sentidos, marcó los
números de teléfono de sus hijos. Como siempre, mutismo al otro lado de la
línea. Sin wifis, sin redes, la comunicación estaba rota. Pese a todo, les escribió
un nuevo mensaje. No se rendía: tal vez un día…, un milagro...
«Hijos míos,
estoy seguro de vuestro perdón por no dejaros el mundo que os merecéis. Mi vida
ha sido una carrera de equívocos y falsedades, ahora lo comprendo. Ya es muy
tarde para mí; ruego por que no lo sea también para vosotros. Sé muy bien que
vuestra ausencia en fechas tan señaladas se debe a que alguna urgencia os requiere.
Deseo que sepáis que nunca me cansaré de esperaros. Os quiero mucho y os echo
¡tanto! de menos. No dejéis de venir cuando podáis».
Aún seguía engañándose. En realidad, la auténtica
esperanza para él consistía en que sus hijos la tuvieran. Se sirvió otra y
varias copas más. Su mente retrocedió al dos mil veintisiete, parque de
Cabárceno: los gemelos disfrutaban de aquella explosión de naturaleza,
vegetación y fauna. Su hija se entusiasmó con un avestruz, que se la quedó
mirando con sus enormes ojos y carita zalamera, se empeñaba en cabalgarlo y
echar a volar sobre él.
El aire acondicionado dejó de funcionar, pero el
anciano ya no se enteraba. Se fue quedando profundamente dormido, arrullado por
voces de chiquillos y sueños acariciantes, sobre su charco de sudor.
—Papá, ¿por qué no vuela el avestruz?
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