Atrincherado
en una profunda zanja, esperaba Mario el asalto; convencido de que ocurriría a
lo largo de la noche, cuando las sombras de los bandidos se diluyeran en la negrura.
Tan solo una escopeta, su látigo y su palabra para defenderse. «No me dejaré
matar, se decía, ni es mi sitio ni es mi hora. La suerte la forja uno mismo». A
ratos, un sudor frío le nublaba la visión. «¡Que no se diga, “Corazón de pico”!
—retumbaron las palabras de Pedro en su cabeza—. Siempre le echaste agallas, no
vas a acojonarte ahora. Con la de andanzas y peligros que hemos corrido juntos».
«¡Cuánta razón tiene, padre! No me acobardé en España y no lo haré en México».
Malos
tiempos fueron aquellos de la guerra y los que prosiguieron, pero ni las
adversidades ni lo abrupto del terreno frenaron sus pasos. Se movían por andurriales
y atajos para evitar multas, incautación de los productos, la cárcel y, ante
todo, la muerte. Con un carro y una mula recorría Pedro pueblos, ferias y
mercados. De todo compraba y de todo vendía, o intercambiaba. Cuando estuvo a
su alcance, adquirió una segunda mula en la Plaza de San Agustín de Toro.
Algunas
veces, cuando sus salidas entrañaban poco riesgo, se llevaba a Mario. El chico era
capaz de sacar agua a una piedra y desde el primer momento mostró talento para
comerciar. A los catorce años se convirtió en acompañante habitual. Mario no conocía
el miedo, y viajar junto a su padre le hacía sentirse un hombre. Su primer
viaje largo, a Verín y La Gudiña, era para él como una prueba de madurez. No
cabía en sí de gozo, pese a saber que desde Villagarcía de Campos la distancia amedrentaba;
muchas horas, costosos sacrificios y demasiadas dificultades. El carro disponía
de un doble fondo, en el que escondieron dos sacos de legumbres, tres docenas
de huevos, dos pollos recién sacrificados y despiezados, y algunas de las partes
más sabrosas de la matanza. Lo venderían sobre la marcha. Para los de casa
reservaban lo imprescindible y de menor calidad; más que nada, la manteca. Encima
del doble fondo colocaron varios costales de cal muerta, se vendía muy bien. Y,
por si venían mal dadas, una pequeña saca de garbanzos, otra de harina y cuatro
chorizos. Con esto y dos botellas de vino casero podían salvar situaciones
comprometidas con la autoridad y obtener un «hacer la vista gorda». Colgaron
los látigos en los varales del carro y escondieron la pistola en la trampilla oculta.
Nadie que transitara los caminos viajaba sin un arma, si es que podía
permitírsela. Aparte de prófugos de buen corazón, en las veredas y montes
merodeaban salteadores y maleantes. Tampoco en pueblos y ciudades convenía
bajar la guardia. El hambre, una bestia devoradora, engendraba ladrones
desesperados, que se aferraban a la vida, aun a costa de la de otros. Mario se
había convertido en el guardaespaldas de su padre, siempre atento a cualquier
movimiento sospechoso. Procuraban viajar de noche y descansar de día, a la obrigada
de árboles y matorrales.
A
Mario, con el alma en un hilo, cualquier ruido lo sobresaltaba. Escudriñó la
distancia hasta donde le alcanzaba la vista. Aún no eran ellos, sino un conejo husmeando
en la hierba. Estiró las piernas, respiro hondo y volvió a otro tiempo.
—Nos
detendremos aquí. Es un buen sitio, no nos verá nadie. Mejor no jugársela, si
no queremos que nos agujereen el pellejo.
—Padre,
¿por qué dice algunas veces que, si usted va pal otro barrio, nos
aseguremos de que está bien muerto?
—Por
lo de tu abuela. Apenas lo miento porque me pone mal cuerpo. Se la llevó la gripe
del dieciocho. Dándola por fallecida, la dejaron sobre una camilla de un depósito
improvisao. Al día siguiente la encontraron, acurrucada y muerta de
verdad, en un rincón. Qué terror pasaría al verse viva aún, entre difuntos. Tu
abuelo, a pesar de que caían como moscas, no se apartó de su lado, salvo en ese
penúltimo lugar, donde solo entraban los cadáveres. El entró a los tres días.
—Padre,
en realidad…, ellos no eran mis abuelos. Aunque yo solo tuviera cuatro días,
ustedes me sacaron de la inclusa de Valladolid.
—Ten
esto bien presente: yo soy tu padre y ellos tus abuelos. También yo fui adoptao
por los tíos Paco y Julia y para mí han sido y son auténticos padres.
—¿Ninguno
de los tíos quiso hacerse cargo de los cuatro hermanos para no tener que
separarlos?
—Velay.
Bastante hicieron ya. Cuatro chiguitos, de golpe, no es moco de pavo; nos
repartieron. Los tíos de Urueña, sin hijos y con posibles, acogieron a
los dos menores, los tíos de Villalpando se llevaron a la niña. Y yo, el mayor,
me quedé con mi tío Paco, una gran suerte. Fui un hijo más, ni la menor diferencia
con los propios. Cuando me casé, me dieron una dote muy generosa: un carro, una
mula y cien pesetas. Otros marchan con las manos en los bolsillos. Mi tío ha trajinao
siempre. Yo seguí sus pasos y bien que me enseñó el negocio. En el fondo, son cuatro
reglas: andar a la que salta, aguzar ojos y oídos, mirar en quién confías y
saber dónde feriar. Como, por ejemplo, cal en Carucedo, jabón barato en Aspariegos, aceite en Salamanca y Sierra de
Gata. En Fermosell y la Raya, tabaco, café, azúcar… En Vezdemarbán y
Valladolid, el textil. Tejas de calidad, en Pobladura de Sotiedra. En Toro y en
Benafarces se trapichea con casi todo.
—Padre,
hay quien dice que somos unos ensinvergüenzas, que andamos al
estraperlo.
—¡Hay
que joderse! Malas lenguas y mucha envidia. ¿Pero de qué? Siete bocas que
alimentar: dos abuelos, nosotros, cuatro hijos, otro en camino y uno con
tuberculosis. La medicina para José cuesta cien pesetas al día y un jornal corriente
unas treinta y cinco, así que andamos a tres menos cuartillo y endeudaos.
Pero le voy a sacar adelante como sea. No sientas vergüenza, yo la sentiría por
no ocuparme de mi familia. No buscamos riquezas, solo sobrevivir, y se
beneficia mucha gente humilde, que no encuentra qué llevarse a la boca. El
racionamiento llega tarde, mal y nunca. Abusan los más pudientes, que tienen
buenas aldabas y abultadas las faltriqueras. Esta hambruna engulle la dignidad.
¡Bueno, vamos a lo que importa! Engancha las mulas, que marchamos.
Brillaba
una enorme luna llena y avanzaban rápido. Mario se puso en alerta. «¿Los ha
oído, padre?». Los aullidos se intensificaron.
—Estos
también quieren comer. Enciende las antorchas y coge el látigo. No dejes que se
acerquen. ¡Arre! Mulitas, a correr, que ya habéis descansao.
Pronto
tuvieron encima la manada de lobos. Mario, en la parte de atrás, agitaba las
antorchas sin descanso y descargaba imponentes latigazos. Pedro, además de sujetar
las riendas, manejaba el látigo con maestría. Entre ambos los mantuvieron a
raya, hasta que los fueron dejando atrás. Con las primeras luces llegaron a
Puebla de Sanabria. Llevaron las mulas a un establo de alquiler. Pagaron el
forraje en especie y por anticipado. «Voy a ver si sonsaco información —dijo Pedro—.
No pierdas de vista el carro y las mulas, hay mucho mangante». Mario paseaba la
calle y miraba la cuadra a intervalos. En uno de ellos, descubrió a un hombre
robando la cebada de las mulas. Cogió la tranca del carro y se fue a él. El bribón
le disparó y huyó. La bala hirió a Mario en un brazo. Se vendó con un trapo como
pudo. Se lo calló por temor a demorar el viaje, la penicilina para José urgía. Siguiendo
consejo, en Lubián tuvieron que alquilar dos bueyes. Los puertos de Padornelo y
la Canda estaban helados. Complicado para las mulas.
Mario
se removió en la trinchera. Ahora sí se aproximaban. Se movían con sigilo, pero
él tenía el oído adiestrado. Rosales indicaba a sus hombres, mediante señas, que
rodearan la casa.
—Hey,
compadre, asome y explíqueme por qué sigue difamándome y asegurando que le vacié
el almacén. —Una ráfaga de disparos cortó el aire—. No nos obligue a esto. —Mario
les sorprendió por la retaguardia. Se volvieron.
—Rosales,
di a tus esbirros que arrojen las armas. No cometas la estupidez de matarme o
no verás más a tu hijo. Jamás lo encontrarías.
Uno
de los hombres lo encañonó. Mario hizo saltar el arma con el látigo.
—¿¡Quién
le dio la orden de disparar, pendejo!? —gritó Rosales al tirador y lo golpeó. Luego
se dirigió a Mario—. ¿Se burla de mí, compadre?
—Yo
nunca miento. Si te queda un ápice de inteligencia, escucha con atención. Lo
que te llevaste de mi almacén, y yo mismo lo presencié, ya no me pertenecía. Acababa
de venderlo. El comprador es una persona poderosa y se siente agraviado. Para
él eres insignificante. Tiene a tu vástago, yo mismo se lo llevé, y ha cantado.
Si no devuelves lo robado, su vida no será la única que peligre. Te diré donde
tienes que entregarlo. Allí mismo recuperarás a tu retoño.
Distribuyeron
bien la compra en el doble fondo del carro: las dosis de penicilina, varios
kilos de castañas, dos odres de aceite, equivalentes a unos cien cuartillos; jabón,
queso, azúcar, café, sardinas en salazón y harina de Manitoba, que les
quitarían de las manos. Como siempre, dejaron a la vista una parte poco
comprometedora e iniciaron el regreso. Varios kilómetros antes de Colinas de
Trasmonte, de entre un espeso arbolado, salió un grupo de personas harapientas
y descalzas. Nada más verlas, Pedro metió la pistola en un bolsillo de la
pelliza y echó mano al látigo. Mario cogió el suyo y lo mostró.
—No
teman, somos buena gente. No vamos a hacerles daño, ni a robarles. Nos morimos
de hambre. Por piedad, ¿podrían darnos algo de comer?
Cuando
se les acercaron, a Pedro y a Mario se les erizó el vello. Los ojos hundidos en
las cuencas, los rostros cadavéricos. Pedro les dio un saco mediano de
garbanzos. Se tiraron a él con ansia, se los comían crudos. Las encías les
sangraban. Se conmovió y les dio los dos almuerzos del día, y una parte de la
mercancía. Algunos, de gratitud, lloraban como niños.
—Esto
es muy triste, padre, ¿pero no les ha dao mucho? ¿Y las deudas?
—Nos
las apañaremos, hijo. Acabarán muriendo los desdichaos, pero no haberles
ayudao me hubiera quitao el sueño. Me recuerdan al suegro de
Fausta. Cuando le hicieron la autopsia, tenía el estómago abarrotao de
hierbas.
—Padre,
me gustaría hacer las Américas. Me dolerá irme, pero la mili no me va. Y, si la
hago, tampoco podría acompañarle en mucho tiempo. Mandaré dinero, y, en cuanto junte
para vivir holgaos, volveré. Se lo juro. Les debo todo.
—Claro,
vete a probar suerte. Lo tuyo es luchar y subir. ¿Recuerdas el día que te di el
título de «Corazón de pico»? Urgía la penicilina y te empeñastes en ir
por ella en plena riada. Al cruzar el puente con el caballo, os arrastró la
corriente, pero salistes a flote y volvistes con ella. ¿Te
encuentras mal, hijo?
Mario
se mareó. Su frente ardía. Pedro vio sangre en la camisa. La remangó y descubrió
la herida. «¿Qué ha pasao? ¡Aguanta hasta Villalpando!».
—No,
padre, no arriesgue la carga. Si he aguantao hasta aquí, podré llegar
hasta el pueblo. Don Andrés me atenderá. Pedro Azuzó las mulas.
A
las once de la mañana, Rosales llegaba al puerto de Veracruz con el camión. El
comprador, sus hombres, y agentes de policía lo esperaban. Mario, después de
revisar la carga, le devolvió a su hijo. Un trasatlántico zarpó, Mario iba a
bordo. Comparada con la exaltación de su ánimo, la bravura del mar era leve. Al
divisar las costas españolas, su corazón de pico se ablandó. José venció a la
peste blanca y se liberó de cuatro años de confinamiento, le daría ese abrazo
que tanto se hizo esperar. No edificaría una casona de indiano como la que
tanto le encandiló al contemplarla: Villa María, en La Pola de Gordón; pero tendría
su casa y el calor de una familia. Su padre dejaría de rodar por caminos de
hambre.
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