martes, 29 de octubre de 2024

EL EFECTO AVESTRUZ - FINALISTA EN EL PRIMER CERTAMEN DE RELATO "BREVERÍAS"

 

TINA DE LUIS

Apenas un parpadeo. Su mirada, anclada en el nostálgico paisaje de invierno que mostraba el ventanal, añoraba aquel camino de recuerdos que se recortaba entre el verdor. Su abstracción en el paraje virtual solo era interrumpida por obsesivas e inquietas ojeadas al reloj. El somnoliento silencio espabilaba a veces, debido a los lamentos de la paciente y dolorida mecedora y a los rugidos gástricos, por inanición, de su fiel ocupante y compañero.

Ni en Navidad ni en Año Nuevo sus hijos dieron señales de vida; sin embargo, aún alimentaba la ilusión de que se presentaran en su cumpleaños. La mesa, ataviada con el mejor menaje y con el único mantel decente que quedaba, bostezaba de apatía. El anciano reparó con desagrado en los cercos que dejaba, al derretirse, la cera de las velas, apagadas. El tiempo se esfumaba y la desazón lo consumía. Aunque con conciencia plena de su insensatez, abrió la puerta de la casa. Un fogonazo de viento ardiente y terroso azotó su cara y se coló en la vivienda. El exterior abrasaba. Con las manos de visera, y a pesar del escozor de sus pupilas, escudriñó la lejanía. No quedaba ni la menor muestra de la estampa que debiera contemplarse en esa época del año: ni mantos de nieve, ni plantas cristalizadas, ni guirnaldas de carámbanos adornando los aleros del tejado. Solo ramas desgajadas de árboles chamuscados y despojos putrefactos de animales. Volvió adentro con un fugaz y escueto movimiento para minimizar las infiltraciones de la atmósfera. Enjugó con un paño las copiosas gotas de sudor que le licuaban el rostro. Recargó el tanque del generador con las últimas reservas de gasóleo, para refrescar la casa. Se recriminaba la imprudencia de no haber instalado paneles solares. En la situación extrema en que se hallaba, hubieran resuelto con holgura la carencia de energía eléctrica, pero cómo imaginar... Comprobó las reservas de agua. Gracias a la parquedad con que la administraba, duraría dos o tres meses más. Para entonces tal vez lo hubieran rescatado.

Volvió a la mecedora y se abandonó a su abrazo. «Llegarán. Sé que llegarán, aunque sea en el último momento. Algún asunto importante debe de haberlos retenido». Las agujas del destino avanzaban implacables. Harto del quimérico paisaje, lo sustituyó por una nueva proyección: dos gemelos, niña y niño, correteaban por una pradera de verde inmaculado. Las imágenes hurgaron en su alma, hasta robarle sus postreras lágrimas. Agarró el atizador de la chimenea y golpeó la pantalla con toda la fuerza de su debilidad. Una y otra vez. Una y otra vez.

«No más ficciones. Lo que debí destrozar hace mucho tiempo, en vez de esta ventana virtual, fue mi acomodo. No quise ver, no quise saber. ¡Como la inmensa mayoría! Ocultábamos la cabeza, mirábamos hacia otro lado. Nuestro autoinsuflado peso institucional nos impidió alzar el vuelo y remontar nuestra miseria humana. Siempre guarecidos en nuestro particular recinto, rodeados de bienestar y arrasando su hábitat e incluso... el recinto mismo. Aferrados a un carpe diem de egoísmo e indolencia. ¡Cómo renunciar al confort y a la riqueza! Víctimas de una ceguera postiza, nos creímos acorazados, todopoderosos para contener lo incontenible. Preferíamos obviar augurios y previsiones. Blanqueábamos nuestras manos, las únicas manos capaces de pulsar el stop de la hecatombe. Pensábamos que nuestro mundo, que nuestro futuro estaban garantizados. También para nuestros hijos. O... ¿tal vez no? Y ahora... ¿qué? Mis hijos me advirtieron con insistencia del peligro, pero mi mente se negó a escucharlos. A fin de proteger mi posición, mi fortuna, mi estabilidad, no me convenía dejarme convencer. Me consideraba el cáliz del conocimiento y no hice nada para evitar que me dejaran, o para unirme a ellos y caminar su misma senda. Cuando llegó lo irremediable, fui incapaz de dar la cara, abandoné todo y corrí a esconder mi vergüenza y mi descrédito en este apartado y paradisíaco rincón del mundo».

Miró con desaliento el reloj. Puso música ambiental, se sirvió una primera copa de la última botella de licor y se recostó en la cama. Antes de que la bebida enturbiara sus sentidos, marcó los números de teléfono de sus hijos. Como siempre, mutismo al otro lado de la línea. Sin wifis, sin redes, la comunicación estaba rota. Pese a todo, les escribió un nuevo mensaje. No se rendía: tal vez un día…, un milagro...

«Hijos míos, estoy seguro de vuestro perdón por no dejaros el mundo que os merecéis. Mi vida ha sido una carrera de equívocos y falsedades, ahora lo comprendo. Ya es muy tarde para mí; ruego por que no lo sea también para vosotros. Sé muy bien que vuestra ausencia en fechas tan señaladas se debe a que alguna urgencia os requiere. Deseo que sepáis que nunca me cansaré de esperaros. Os quiero mucho y os echo ¡tanto! de menos. No dejéis de venir cuando podáis».

Aún seguía engañándose. En realidad, la auténtica esperanza para él consistía en que sus hijos la tuvieran. Se sirvió otra y varias copas más. Su mente retrocedió al dos mil veintisiete, parque de Cabárceno: los gemelos disfrutaban de aquella explosión de naturaleza, vegetación y fauna. Su hija se entusiasmó con un avestruz, que se la quedó mirando con sus enormes ojos y carita zalamera, se empeñaba en cabalgarlo y echar a volar sobre él.

El aire acondicionado dejó de funcionar, pero el anciano ya no se enteraba. Se fue quedando profundamente dormido, arrullado por voces de chiquillos y sueños acariciantes, sobre su charco de sudor.

—Papá, ¿por qué no vuela el avestruz?



LATIDOS - «CUENTOS DE NAVIDAD» - REVISTA DE VALDEMORO


LATIDOS

 No sabes disimular, ¡robot testarudo! Ese ha sido siempre tu problema. Aunque ni ellos mismos sepan la razón, no te convierten en chatarra por antiguo o inservible. Te desarticulan porque tienen miedo. Captan tu sensibilidad, tus emociones, tus afectos... Les asusta percibir en ti aquello que la humanidad se empeñó en erradicar. Pese al dolor que me causa, me he ofrecido a desmontarte. Es preciso conservar de tu estructura esta pieza única y excepcional, que yo misma protegeré. No se enterarán ni la echarán de menos, porque ya nadie sabe lo que es un corazón ni lo que siente.

domingo, 27 de octubre de 2024

CORAZÓN DE PICO

Relato ganador del Segundo Premio en el Concurso Literario de la Federación Espigas

TINA DE LUIS

Tina de Luis

Atrincherado en una profunda zanja, esperaba Mario el asalto; convencido de que ocurriría a lo largo de la noche, cuando las sombras de los bandidos se diluyeran en la negrura. Tan solo una escopeta, su látigo y su palabra para defenderse. «No me dejaré matar, se decía, ni es mi sitio ni es mi hora. La suerte la forja uno mismo». A ratos, un sudor frío le nublaba la visión. «¡Que no se diga, “Corazón de pico”! —retumbaron las palabras de Pedro en su cabeza—. Siempre le echaste agallas, no vas a acojonarte ahora. Con la de andanzas y peligros que hemos corrido juntos». «¡Cuánta razón tiene, padre! No me acobardé en España y no lo haré en México».

Malos tiempos fueron aquellos de la guerra y los que prosiguieron, pero ni las adversidades ni lo abrupto del terreno frenaron sus pasos. Se movían por andurriales y atajos para evitar multas, incautación de los productos, la cárcel y, ante todo, la muerte. Con un carro y una mula recorría Pedro pueblos, ferias y mercados. De todo compraba y de todo vendía, o intercambiaba. Cuando estuvo a su alcance, adquirió una segunda mula en la Plaza de San Agustín de Toro.

Algunas veces, cuando sus salidas entrañaban poco riesgo, se llevaba a Mario. El chico era capaz de sacar agua a una piedra y desde el primer momento mostró talento para comerciar. A los catorce años se convirtió en acompañante habitual. Mario no conocía el miedo, y viajar junto a su padre le hacía sentirse un hombre. Su primer viaje largo, a Verín y La Gudiña, era para él como una prueba de madurez. No cabía en sí de gozo, pese a saber que desde Villagarcía de Campos la distancia amedrentaba; muchas horas, costosos sacrificios y demasiadas dificultades. El carro disponía de un doble fondo, en el que escondieron dos sacos de legumbres, tres docenas de huevos, dos pollos recién sacrificados y despiezados, y algunas de las partes más sabrosas de la matanza. Lo venderían sobre la marcha. Para los de casa reservaban lo imprescindible y de menor calidad; más que nada, la manteca. Encima del doble fondo colocaron varios costales de cal muerta, se vendía muy bien. Y, por si venían mal dadas, una pequeña saca de garbanzos, otra de harina y cuatro chorizos. Con esto y dos botellas de vino casero podían salvar situaciones comprometidas con la autoridad y obtener un «hacer la vista gorda». Colgaron los látigos en los varales del carro y escondieron la pistola en la trampilla oculta. Nadie que transitara los caminos viajaba sin un arma, si es que podía permitírsela. Aparte de prófugos de buen corazón, en las veredas y montes merodeaban salteadores y maleantes. Tampoco en pueblos y ciudades convenía bajar la guardia. El hambre, una bestia devoradora, engendraba ladrones desesperados, que se aferraban a la vida, aun a costa de la de otros. Mario se había convertido en el guardaespaldas de su padre, siempre atento a cualquier movimiento sospechoso. Procuraban viajar de noche y descansar de día, a la obrigada de árboles y matorrales. 

A Mario, con el alma en un hilo, cualquier ruido lo sobresaltaba. Escudriñó la distancia hasta donde le alcanzaba la vista. Aún no eran ellos, sino un conejo husmeando en la hierba. Estiró las piernas, respiro hondo y volvió a otro tiempo.

—Nos detendremos aquí. Es un buen sitio, no nos verá nadie. Mejor no jugársela, si no queremos que nos agujereen el pellejo.

—Padre, ¿por qué dice algunas veces que, si usted va pal otro barrio, nos aseguremos de que está bien muerto?

—Por lo de tu abuela. Apenas lo miento porque me pone mal cuerpo. Se la llevó la gripe del dieciocho. Dándola por fallecida, la dejaron sobre una camilla de un depósito improvisao. Al día siguiente la encontraron, acurrucada y muerta de verdad, en un rincón. Qué terror pasaría al verse viva aún, entre difuntos. Tu abuelo, a pesar de que caían como moscas, no se apartó de su lado, salvo en ese penúltimo lugar, donde solo entraban los cadáveres. El entró a los tres días.

—Padre, en realidad…, ellos no eran mis abuelos. Aunque yo solo tuviera cuatro días, ustedes me sacaron de la inclusa de Valladolid.  

—Ten esto bien presente: yo soy tu padre y ellos tus abuelos. También yo fui adoptao por los tíos Paco y Julia y para mí han sido y son auténticos padres.

—¿Ninguno de los tíos quiso hacerse cargo de los cuatro hermanos para no tener que separarlos?

—Velay. Bastante hicieron ya. Cuatro chiguitos, de golpe, no es moco de pavo; nos repartieron. Los tíos de Urueña, sin hijos y con posibles, acogieron a los dos menores, los tíos de Villalpando se llevaron a la niña. Y yo, el mayor, me quedé con mi tío Paco, una gran suerte. Fui un hijo más, ni la menor diferencia con los propios. Cuando me casé, me dieron una dote muy generosa: un carro, una mula y cien pesetas. Otros marchan con las manos en los bolsillos. Mi tío ha trajinao siempre. Yo seguí sus pasos y bien que me enseñó el negocio. En el fondo, son cuatro reglas: andar a la que salta, aguzar ojos y oídos, mirar en quién confías y saber dónde feriar. Como, por ejemplo, cal en Carucedo, jabón barato en Aspariegos, aceite en Salamanca y Sierra de Gata. En Fermosell y la Raya, tabaco, café, azúcar… En Vezdemarbán y Valladolid, el textil. Tejas de calidad, en Pobladura de Sotiedra. En Toro y en Benafarces se trapichea con casi todo.

—Padre, hay quien dice que somos unos ensinvergüenzas, que andamos al estraperlo.

—¡Hay que joderse! Malas lenguas y mucha envidia. ¿Pero de qué? Siete bocas que alimentar: dos abuelos, nosotros, cuatro hijos, otro en camino y uno con tuberculosis. La medicina para José cuesta cien pesetas al día y un jornal corriente unas treinta y cinco, así que andamos a tres menos cuartillo y endeudaos. Pero le voy a sacar adelante como sea. No sientas vergüenza, yo la sentiría por no ocuparme de mi familia. No buscamos riquezas, solo sobrevivir, y se beneficia mucha gente humilde, que no encuentra qué llevarse a la boca. El racionamiento llega tarde, mal y nunca. Abusan los más pudientes, que tienen buenas aldabas y abultadas las faltriqueras. Esta hambruna engulle la dignidad. ¡Bueno, vamos a lo que importa! Engancha las mulas, que marchamos.

Brillaba una enorme luna llena y avanzaban rápido. Mario se puso en alerta. «¿Los ha oído, padre?». Los aullidos se intensificaron.

—Estos también quieren comer. Enciende las antorchas y coge el látigo. No dejes que se acerquen. ¡Arre! Mulitas, a correr, que ya habéis descansao.

Pronto tuvieron encima la manada de lobos. Mario, en la parte de atrás, agitaba las antorchas sin descanso y descargaba imponentes latigazos. Pedro, además de sujetar las riendas, manejaba el látigo con maestría. Entre ambos los mantuvieron a raya, hasta que los fueron dejando atrás. Con las primeras luces llegaron a Puebla de Sanabria. Llevaron las mulas a un establo de alquiler. Pagaron el forraje en especie y por anticipado. «Voy a ver si sonsaco información —dijo Pedro—. No pierdas de vista el carro y las mulas, hay mucho mangante». Mario paseaba la calle y miraba la cuadra a intervalos. En uno de ellos, descubrió a un hombre robando la cebada de las mulas. Cogió la tranca del carro y se fue a él. El bribón le disparó y huyó. La bala hirió a Mario en un brazo. Se vendó con un trapo como pudo. Se lo calló por temor a demorar el viaje, la penicilina para José urgía. Siguiendo consejo, en Lubián tuvieron que alquilar dos bueyes. Los puertos de Padornelo y la Canda estaban helados. Complicado para las mulas.

Mario se removió en la trinchera. Ahora sí se aproximaban. Se movían con sigilo, pero él tenía el oído adiestrado. Rosales indicaba a sus hombres, mediante señas, que rodearan la casa.

—Hey, compadre, asome y explíqueme por qué sigue difamándome y asegurando que le vacié el almacén. —Una ráfaga de disparos cortó el aire—. No nos obligue a esto. —Mario les sorprendió por la retaguardia. Se volvieron.

—Rosales, di a tus esbirros que arrojen las armas. No cometas la estupidez de matarme o no verás más a tu hijo. Jamás lo encontrarías.

Uno de los hombres lo encañonó. Mario hizo saltar el arma con el látigo.

—¿¡Quién le dio la orden de disparar, pendejo!? —gritó Rosales al tirador y lo golpeó. Luego se dirigió a Mario—. ¿Se burla de mí, compadre?

—Yo nunca miento. Si te queda un ápice de inteligencia, escucha con atención. Lo que te llevaste de mi almacén, y yo mismo lo presencié, ya no me pertenecía. Acababa de venderlo. El comprador es una persona poderosa y se siente agraviado. Para él eres insignificante. Tiene a tu vástago, yo mismo se lo llevé, y ha cantado. Si no devuelves lo robado, su vida no será la única que peligre. Te diré donde tienes que entregarlo. Allí mismo recuperarás a tu retoño.

Distribuyeron bien la compra en el doble fondo del carro: las dosis de penicilina, varios kilos de castañas, dos odres de aceite, equivalentes a unos cien cuartillos; jabón, queso, azúcar, café, sardinas en salazón y harina de Manitoba, que les quitarían de las manos. Como siempre, dejaron a la vista una parte poco comprometedora e iniciaron el regreso. Varios kilómetros antes de Colinas de Trasmonte, de entre un espeso arbolado, salió un grupo de personas harapientas y descalzas. Nada más verlas, Pedro metió la pistola en un bolsillo de la pelliza y echó mano al látigo. Mario cogió el suyo y lo mostró.

—No teman, somos buena gente. No vamos a hacerles daño, ni a robarles. Nos morimos de hambre. Por piedad, ¿podrían darnos algo de comer?

Cuando se les acercaron, a Pedro y a Mario se les erizó el vello. Los ojos hundidos en las cuencas, los rostros cadavéricos. Pedro les dio un saco mediano de garbanzos. Se tiraron a él con ansia, se los comían crudos. Las encías les sangraban. Se conmovió y les dio los dos almuerzos del día, y una parte de la mercancía. Algunos, de gratitud, lloraban como niños.

—Esto es muy triste, padre, ¿pero no les ha dao mucho? ¿Y las deudas?

—Nos las apañaremos, hijo. Acabarán muriendo los desdichaos, pero no haberles ayudao me hubiera quitao el sueño. Me recuerdan al suegro de Fausta. Cuando le hicieron la autopsia, tenía el estómago abarrotao de hierbas.

—Padre, me gustaría hacer las Américas. Me dolerá irme, pero la mili no me va. Y, si la hago, tampoco podría acompañarle en mucho tiempo. Mandaré dinero, y, en cuanto junte para vivir holgaos, volveré. Se lo juro. Les debo todo.

—Claro, vete a probar suerte. Lo tuyo es luchar y subir. ¿Recuerdas el día que te di el título de «Corazón de pico»? Urgía la penicilina y te empeñastes en ir por ella en plena riada. Al cruzar el puente con el caballo, os arrastró la corriente, pero salistes a flote y volvistes con ella. ¿Te encuentras mal, hijo?

Mario se mareó. Su frente ardía. Pedro vio sangre en la camisa. La remangó y descubrió la herida. «¿Qué ha pasao? ¡Aguanta hasta Villalpando!».

—No, padre, no arriesgue la carga. Si he aguantao hasta aquí, podré llegar hasta el pueblo. Don Andrés me atenderá. Pedro Azuzó las mulas.

A las once de la mañana, Rosales llegaba al puerto de Veracruz con el camión. El comprador, sus hombres, y agentes de policía lo esperaban. Mario, después de revisar la carga, le devolvió a su hijo. Un trasatlántico zarpó, Mario iba a bordo. Comparada con la exaltación de su ánimo, la bravura del mar era leve. Al divisar las costas españolas, su corazón de pico se ablandó. José venció a la peste blanca y se liberó de cuatro años de confinamiento, le daría ese abrazo que tanto se hizo esperar. No edificaría una casona de indiano como la que tanto le encandiló al contemplarla: Villa María, en La Pola de Gordón; pero tendría su casa y el calor de una familia. Su padre dejaría de rodar por caminos de hambre.




































































































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