Pablo
caminaba ensimismado por la calle solitaria; con su mirada clavada y a la vez perdida
sobre el pavimento. La sombra apareció de pronto: quieta, acechando. Se paró en
seco, contuvo el aliento y levantó la cabeza despacio. Como se temía, allí
estaba su rival, y lo contemplaba desafiante, con su sonrisa burlona. La odiosa
pesadilla se repetía cada vez más a menudo, se le hacía casi imposible
soportarla. La maliciosa sonrisa de Alfredo comenzó a agrandarse; crecía tanto
que engullía todo a su alrededor: la luz, el aire, el sonido, el espacio... Lo
inundaba todo, incluso el interior de Pablo, quien se sujetaba el pecho para no
estallar; y que, por el contrario, menguaba y menguaba ante la descomunal
amenaza.
—¿Qué haces tú
aquí, imbécil? —soltó Alfredo—. Solo sabes estorbar, ¡sabandija! Como sigas así,
te desintegraré. Porque no eres nadie, ¿me oyes? ¡Nadie ni nada, ni una puta mierda!
Luego
soltó unas mordaces y estruendosas carcajadas y se acercó a Pablo retador. El
niño recibió un fuerte puñetazo en el tórax, que le cortó la respiración.
—Como vuelvas
a cruzarte en mi camino, te aplasto, rata asquerosa —dijo Alfredo,
y empezó a alejarse.
Una
rabia incontrolable se apoderó de Pablo, la cabeza le ardía, el corazón se le
salía. Algo se rebeló dentro de él, soltó un grito y se abalanzó contra Alfredo.
Lo embistió con la cabeza y lo tiró al suelo. Observó con desconcierto que la
pesadilla no acababa como siempre: despertando. Oyó voces a su alrededor,
varios brazos se aferraron a los suyos y lo inmovilizaron.
—¡Llevadlo al despacho de la directora! —indicó la voz
de un profesor.
Pablo
no salía de su asombro, sin ser capaz de explicarse si su pesadilla se había hecho
realidad o si la realidad empezaba a convertirse en pesadilla. No se hallaba en
su dormitorio, sino en el patio del colegio y Alfredo seguía tumbado en el
suelo. Los compañeros, apelotonados a su alrededor, contemplaban la escena, con
incrédulas exclamaciones. En el despacho comenzó un interrogatorio sin tregua:
—Pablo, ¿cómo
has podido hacer una cosa así? Ese comportamiento tan violento es muy, muy
reprochable, ¿no te das cuenta de ello? Me gustaría que te explicaras, aunque
ya te digo de antemano que para tratar así a un compañero no existe
justificación.
Pablo encajaba
las acusaciones sin rechistar. Le hubiera gustado hablar,
contar que Alfredo lo insultaba de continuo, que lo ridiculizaba delante de los
demás, que lo humillaba sin motivo; sin embargo, sabía que lo más acertado era
callar. Alfredo negaría todo y le llamaría mentiroso como hacía siempre. Si
hablaba se convertiría en el soplón acusica, la revancha sería terrible.
Además, quién iba a creer a alguien tan insignificante como él.
—Está bien, ya que te niegas a contestar, citaremos
a tus padres y decidiremos qué medidas tomar. Por el momento, estrecha la mano
de tu compañero y pídele perdón.
Alfredo
enarbolando su rozadura en el brazo derecho, asegurada desconocer la razón del
ataque y que estaba distraído cuando Pablo lo derribó. Su expresión se había
transformado de demoníaca en angelical, pero su mirada advertía a Pablo
encubiertamente de las consecuencias que traería delatarle. Pablo con los puños
apretados hasta clavarse las uñas en la carne, luchaba con todas sus fuerzas
para impedir que las lágrimas brotasen de sus ojos.
Cuando su
madre le recogió, le dieron la citación y el parte de disciplina. No se atrevía
a mirarla a los ojos.
—Cielo, yo te conozco muy
bien. Sé que jamás actuarías así si no fuera por una importante razón. ¿Quieres
contármelo?
Pablo
bajó la cabeza y mantuvo su mutismo.
—Está
bien, hijo. Comprendo que en este momento estás muy afectado. Lo dejaremos para
más tarde.
—¿Tienes
que decírselo a papá?
—Nos
han citado a los dos para la reunión. Además, no podemos engañarlo, no estaría
bien.
Al
llegar a casa encontraron a su padre tumbado en el sofá, medio borracho, como
siempre. Su madre le quitó importancia, pero Pablo distinguió perfectamente la
tristeza de sus ojos.
—Cariño,
vete a tu habitación y ponte con los deberes. Llámame si me necesitas.
Aún
con la puerta cerrada pudo oír los gruñidos e insultos de su padre cuando su
madre retiraba la bebida de su alcance. Era un buen hombre y siempre lo había
sido. Bebía desde que perdió el trabajo, nunca antes lo había hecho. Cuando
estaba en aquel estado los trataba con brusquedad y luego, cuando se le pasaba,
lloraba como un niño por haber perdido el control. Su madre tenía que
encargarse de todos y trabajar sin descanso para evitar que los embargasen.
Pablo la veía sufrir cada día, a pesar de lo mucho que disimulaba. «¡Cómo voy a
decirle que Alfredo roba las cosas de otros y me echa la culpa a mí, que los
pone en mi contra, que me estropea los trabajos, que me deja por mentiroso
delante de los compañeros, que se burlan de mí… Jamás haré nada que la haga
sufrir más. ¡Bastantes problemas tiene ya la pobre!»,
pensaba Pablo. Se acercó a la ventana y miró el exterior
para asegurarse de que estaba despierto. Todo le parecía tan negro... Antes o
después tendría que encontrar alguna solución, pero estaba muy confuso. Muy confuso.
En
casa de Alfredo:
—¿Quién
dices que te ha hecho eso?
—El
gilipollas de Pablo. Es insoportable. No deja de fastidiarme.
—¿Ese
que tiene un padre borrachín?
—Sí, ese.
—Con
un padre así, qué se puede esperar. Cualquier
día de estos iré a hablar con la directora. A mi hijo no le pone nadie la mano
encima, y mucho menos gentuza como esa. No sé a qué esperan para echarlo del
colegio.
—No,
papá, déjalo, no vayas, me las sé arreglar yo solo.
—Sí,
ya veo, dejando que te caliente. Está bien, pero no me seas un nenazas y aprende a defenderte. Si te
vuelve a tocar, tú le das el doble. Que reciba un buen escarmiento.
Es muy dificil el tema de los chicos a esa edad. Pablo se comportó como un hombresito y mucho más tomando en cuenta el estado del padre. respecto a Alfredo es uno más de tantos Alfredos que creen que la vida se vive a mordiscones.
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