Tina de Luis
Estamos
en una época del año propicia para hablar de playa. Ese lugar ansiado,
en el que tanta gente se reúne y en el que bulle un sinfín de historias.
Al mencionarlo, tal vez nuestras mentes vuelen hasta playas
paradisíacas —estilo Caribe—, inmaculadas, solitarias, de arenas blancas
y aguas cristalinas. Pero no me referiré a esas, sino a las cercanas, a
las que conforman nuestras zonas costeras, y en el verano. El bullicio
se aposenta en ellas, eufórico, ilusionado, prometiéndose unas
vacaciones de cuento con final dichoso. El gentío las asalta para hacer
suyo, por unas horas, un pedacito de terreno en el que consumar anhelos,
recargar neuronas o reflotar naufragios; personas de distinta edad,
condición y procedencia, muy próximas en el terreno y tan distantes
entre sí.
Para
escribir no hay mejor práctica que la observación y en eso mismo ando
yo ahora, sin afán de cotilleo ni de intromisión en la intimidad ajena,
solo con el único objetivo de documentar este texto desde un enfoque
cultural, costumbrista y desenfadado. Cualquier situación que imaginemos
la encontramos en la playa, pues no deja de ser, al fin y al cabo, una
muestra a pequeña escala de la sociedad en general. Basta con darse un
paseo a lo largo de la arena para recoger, incluso sin buscarlas,
sensaciones, actitudes, emociones, poses… y, ¿por qué no?, corazonadas.
En mi tournée por este pequeño cosmos, me encuentro grupos en
los que todos hablan sin parar y a veces al mismo tiempo, grupos que no
cruzan palabra; personas que disfrutan en solitario del sol, del agua y
de la tranquilidad, impermeables al barullo; abuelos con sus nietos,
construyendo fosos y castillos o buscando cangrejos entre las rocas; a
la ancianita o ancianito que, sumisos y del brazo de algún hijo, se
aventuran a remojarse los tobillos. Los más competitivos, surfean,
juegan a las cartas, con las palas… Con estos últimos, cuidadito, pues
las pelotitas sobrevuelan las cabezas. Llama mi atención una pareja que
se despide en el filo de las olas, entre abrazos y besos apasionados,
lamentando ponerle fin a un adiós, que… nunca llega. Por tan intensa
despedida, se diría que él está a punto de iniciar la vuelta al mundo,
recorriendo el ancho mar, aunque solo pretenda darse un baño. Ella,
apenada, retorna a la toalla contoneando las caderas e imaginando tras
de sí la mirada imantada de su amado. Sin embargo, él ya está nadando.
Más allá, un hombre arrastra su pena y su toalla por la arena. Camina
con lentitud, sin rumbo fijo. Los ojos perdidos en el horizonte, pero la
mirada vuelta hacia dentro, hacia un interior vaciado por el oleaje
intempestivo de su vida. De cuando en cuando, algún que otro pibonazo
escultural atraviesa la arena con señorío, tanteando de reojo si todas
las miradas convergen en su figura. Selfis, muchos selfis con el mar de
fondo; en su mayoría destinados a las redes, a los amigos o a esos
novios ausentes sin los que no se puede vivir. Casi tropiezo con una
chica tostándose al sol, como si fuera un cangrejo bien colorado, en la
parrilla. Los auriculares, la música siempre están presentes, lo que es
de alabar por ser un arte y porque anima, excepto cuando fluye de esos
altavoces chillones que expanden el sonido a los cuatro vientos y te
perforan los oídos; por ejemplo, con el reguetón y sus letras “cándidas y
virtuosas”, que los más “anticuados” no entendemos. ¿Se concibe alguna
playa sin su chiringuito, sus cañitas bien frescas y sus tapas? Pues
pregunten al bon vivant (y a muchos más). No es preciso
consultar a quienes van con sus enormes neveras, rebosantes de bebidas y
vituallas. Paso por delante de una familia en el mismo momento en que
despliegan una pequeña mesa y comienzan a llenarla de latas, botellas,
patatas fritas, panchitos, sándwiches, incluso colocan en el centro una
suculenta tortilla de patata, con longaniza. Provocación total, te
entran unas ganas locas de acercarte al improvisado mostrador y pedir
una consumición.
En
este ambiente vacacional, tempranear es toda una hazaña para quienes se
acuestan cuando canta el gallo. Conste que no todos se acuestan el
mismo día de levantarse, sino al siguiente. Ayer, sin ir más lejos, bajé
a la playa antes de las siete de la mañana para darme el capricho de
contemplar el amanecer. Qué delicia de silencio, de relax, de frescura.
Mas no estaba sola: una máquina limpiaba y removía la arena, una media
docena de personas paseaba, una fotógrafa montaba su trípode para una
sesión fotográfica del alba y… cinco jovencitos, de entre diecisiete y
veinte años, remataban su juerga nocturna con un buen chapuzón; los tres
chicos, en calzoncillos, las dos chicas, con sus atuendos de noche.
Gozaban de lo lindo, ¡dichosa juventud! Pues bien, aparte de ciclistas,
corredores, los que pasean al perro, la fotógrafa, los bañistas
espontáneos y una servidora, entre otros, ¿quiénes son los más
madrugadores? Pues… los auténticos moradores de las playas (de momento
no pernoctan en ellas, pero… démosles tiempo). Los custodios de las
reinas de la playa; es decir, de las sombrillas, con su inmenso colorido
que destella bajo el sol. Las hay rojas, verdes, azules, amarillas, de
cuadros, rayas, rombos, lunares, de estampados y geometrías imposibles.
Estos moradores o custodios, por llevar la contraria a Don Quijote, se
olvidan de la equidad y defienden los ideales en su propio beneficio.
Equipan su carromato con todos sus implementos y, sombrilla en ristre,
se lanzan a la conquista del este, del «este trozo de terreno es mío». A
las ocho de la mañana, o ¡¡¡antes!!!, desembarcan en la arena, clavan
su estandarte de «aquí estoy yo y esta plaza está tomada” y plantan sus
parasoles en primera línea. Lo de plantar va más allá de una metáfora,
pues cuentan de casos que, al ir a retirar los bártulos, bien agostada
la tarde, sudan la gota gorda para arrancar las raíces, arraigadas en lo
más profundo de la arena. Como la normativa no permite abandonar los
enseres en la playa y marcharse a casa, los más considerados se asocian y
se turnan para custodiar sillas y sombrillas, las propias y las de
otros quince o veinte más. Me pregunto cada día: «¿Por qué se ponen tan
cerca del agua?» Y me respondo: «Porque allí están frescos, y… para
evitar que otros más frescos aún lleguen y se les planten delante.
Espero, al menos, que este hábito, al que no pondré adjetivo, no
trascienda a cualquier otro aspecto de sus vidas.

He
reservado para el final de este resumen, el elemento más gratificante y
grandioso para mí: la lectura. Con frecuencia hemos oído: «¡Qué
felicidad la playa, el sol y un buen libro entre las manos!». A la vista
de los resultados de mi humilde indagación, deduzco que dicha frase
viene a ser una sinécdoque en la que “playa” alude al lugar de veraneo
en su conjunto. Zigzagueo entre la gente en busca de lectores. Como no
podía ser de otra manera en estos tiempos, los que abundan en las manos
son los móviles. Tal vez algunos se usen con fines literarios (mucho me
temo que no). Algunos se distraen con revistas, sopas de letras,
crucigramas… No tardo en localizar lectores de libros electrónicos, y no
pocos; me complace. Pese a ello, flojea mi entusiasmo, pues esperaba
otra cosa: los libros en papel. Casi a punto de tirar la toalla, diviso a
un señor, cercano a los noventa años, con un libro impreso, ¡aleluya!
Más allá, una pareja joven, saborea sus novelas. Algo después, distingo a
cuatro mujeres, bien curtidas, ensimismadas en sus lecturas. Otras por
aquí, otros por allá… fueron elevando mi deleite. No había tantos
lectores como deseaba, pero sí más de los que suponía. Luché contra la
tentación de preguntarles qué leían. Me abstuve, eso sí hubiera sido
invadir su intimidad. Satisfecha, di por concluida mi experiencia y opté
por un buen baño. Lo que me empapó fue una inesperada y brusca ducha
con el agua de un cubo de plástico. Un pequeñín, muy salado él, me había
confundido con su madre.
Si
todavía no lo han hecho, disfruten de la playa, aún están a tiempo. Si
fuera otro el caso, no decaigan, siempre llegará otro verano.
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