Aunque se le debería dar la misma relevancia todo el año,
hoy se celebra el Día Internacional CONTRA el BULLYING o el ACOSO Escolar.
Durante mucho tiempo, he aportado mi granito de arena, tratando de prevenirlo y
de concienciar contra él. «En la piel del corazón» se gestó en mi interior
debido al dolor que me causo escuchar en boca de adultos opiniones muy
negativas sobre alumnos/as con dificultades de aprendizaje. Lo ideal es
trabajar la novela en colegios, profundizar en el tema, desarrollarlo y
reforzarlo mediante múltiples actividades.
FRAGMENTO:
En la última hora de clase, poco antes de la salida, una
compañera, llamada Anita, repartió invitaciones para su cumpleaños. Se celebraría
el viernes por la tarde. Para César, el hecho de recibir también una invitación
fue motivo de euforia. Por lo menos, lo invitaban a un cumple. Con lo mal que
andaban las cosas, no le hubiera extrañado nada que se olvidaran de él. Se fue
a casa un poco más animado.
«Seguro que antes o después se resuelve todo. Mis
problemas se deben a una confusión, que no durará demasiado», se animaba a sí mismo.
Su madre lo acompañó hasta la Jugosa
Pamburguesa, establecimiento donde se celebraba la fiesta de cumpleaños de su compañera
Anita. Había tantos juegos que le pareció un lugar de lo más divertido. La
merienda estuvo de lujo, abundaron los aperitivos y las chuches. El «Cumpleaños
Feliz» se cantó cuando sacaron la tarta y Anita sopló las velas. Con el
estómago bien repleto, César se dirigía emocionado al tobogán de espuma, cuando
algunos niños y niñas de un grupo cercano, y de edades muy parecidas a las suyas,
comenzaron a mirar con descaro en su dirección. Observó que se daban codazos y
señalaban a alguien. Uno de ellos, en tono burlón y muy alto para que se oyera
bien, le comentó a otro:
—¿Te
has fijado en ese niño tan raro? Yo creo que es deficiente. Míralo y verás. Tiene
una cara que asusta.
Por instinto, César volvió la cabeza y buscó con la vista
al niño al que se referían. Al no ver a nadie cerca de él, en ese preciso momento,
no le quedó más remedio que convencerse de que «ese niño extraño» era él mismo.
Además, todos los ojos se encontraban clavados fijamente en su cara. Sentirse
el blanco de aquellas maliciosas palabras y miradas le afectó de tal manera que
se le quitaron las ganas de subir al tobogán. Se retiró de los juegos y se
refugió en el lugar más apartado, para que nadie pudiera verlo.
La madre de Anita lo echó de menos y lo buscó, preocupada.
Cuando por fin lo descubrió, solo y triste, le preguntó que si se aburría.
César arrugaba la cara y callaba. Después de mucho insistir, logró convencerlo
de que se incorporase a los juegos. César al fin accedió, en el fondo de su
corazón lo estaba deseando. Fue y se colocó en la fila. Pero... cuando estaba a
punto de tocarle la vez, se acercó por detrás uno de los niños que lo habían
señalado poco antes, le dio un fuerte empujón, lo sacó del sitio y ocupó su
lugar. Al poco, llegó otro, que también se coló con todo el descaro. César se
enfadó y trató de ponerse otra vez delante. Ellos se burlaban descaradamente:
—¿Tú de qué vas, listopán? Nosotros estábamos
delante. ¿Sí o sí?
En ese momento apareció Julio, el chico de su clase que
nunca le había caído bien, se encaró con aquellos dos impresentables y los
obligó a ponerse los últimos. No se atrevieron ni a rechistar.
—¿Has visto, César? —comentó Julio—. En cuanto alguien
les planta cara, se acobardan y salen corriendo. No son más que unos caguetas.
No hay que hacerles ni caso. Anda, ven, ponte a mi lado y verás como no te
vuelven a incordiar.
César no recordaba haber sentido jamás un agradecimiento
mayor que el que inundaba todo su ser en aquel instante. No sabía cómo
responder a Julio. Nada más soltó un «gracias» pequeñito y se pegó a él.
Durante el tiempo restante no surgieron más problemas. César no volvió a
separarse de Julio, y Julio no dio muestras de cansarse de la compañía de César.
El cumpleaños finalizó, su madre lo recogió y César no le
quiso contar nada. En cuanto llegó a casa, se derrumbó, desmoralizado, sobre el
sofá. Sus padres lo abrazaron y preguntaron por la fiesta. César ignoró la
pregunta y soltó como un chorro todas sus dudas:
—¿Qué me ha pasado? ¿Por qué soy distinto ahora?
—Pero, hijo, ¿qué estás diciendo? Eres el mismo de
siempre. No te ha pasado nada —respondió su padre.
—Sí, sí que me ha pasado algo, estoy seguro. Unos niños que
estaban en otro cumple dijeron que yo parecía un deficiente y se rieron de mí.
Yo sé que no soy como antes.
—Mira, cariño, olvida esas fantasías. No has cambiado, te
lo aseguro. Es que hay personas a las que les cuesta entender las diferencias.
…
Pues bien, todos los niños son distintos entre sí y, sean
como sean, están repletos de excelentes sentimientos y de aspectos positivos.
Por desgracia, también existen aspectos negativos, que se deben controlar. Lo
que hay que hacer es sacar al exterior lo mejor de nosotros y enterrar muy
hondo todo lo que pueda dañar. Debemos luchar contra las malas intenciones y
derrotarlas —le explicó su madre.
—¿Y yo tengo aspectos positivos? —siguió preguntando
César.
—Muchos, muchísimos. Más de los que crees: nos quieres,
como nosotros te queremos a ti; eres un buen chico, un buen amigo, comprendes y
respetas a los demás, eres capaz de ayudar y de hacer bien tus deberes…
—¿De verdad hago todo eso, mamá? —le planteó, lleno de incredulidad,
pues no estaba muy convencido de haber sido siempre tan positivo y bueno como
su madre afirmaba.
—¡Claro que lo haces, hijo mío! No lo dudes. Y todas esas
cualidades las debes cultivar y abonar para que den muy buenos frutos. Sobre
todo, no permitas que se vuelva áspera la piel de tu corazón.
—¿La piel de mi corazón? ¿Y cómo es la
piel de los corazones?
—Voy a ver si te lo explico con claridad, para que lo
entiendas —continuó la madre—. Verás, cariño, cada día nos llegan abundantes
sentimientos de quienes nos rodean y hay que saber acogerlos y cuidarlos. Donde
mejor florecen es dentro del corazón, allí dan unos frutos dulces y hermosos.
El corazón nos hace ver la vida con ojos diferentes, con ojos tiernos y
comprensivos; pero algunas veces, hijo mío, la gente se olvida de colocar sus
sentimientos en el corazón, o no desea hacerlo. Los deja fuera, se amontonan y
se resecan, hasta llegar un momento en que son tantos los sentimientos
atascados en el exterior que forman una barrera, una coraza alrededor del
corazón y lo aprisionan. La piel se pone rugosa y rígida. Entonces, el corazón pierde
la ternura, la comprensión, y deja de sentir.
Las palabras de su madre lo dejaron pensativo. No había
entendido casi nada, le resultaba demasiado difícil; sin embargo, se quedó
dándole vueltas a aquellas frases, esforzándose por comprenderlas. Cuando consideró
que no sería capaz de descifrar aquella parrafada, volvió a sus reflexiones
sobre si era o no era el chico de siempre, y se preguntó cómo lo verían
realmente los chicos que se habían burlado de su aspecto. Por segunda vez, le
vino al pensamiento la imagen de Diego.
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