Relato premiado en el «XXIII CERTAMEN CULTURAL» de la CASA DE LEÓN en La Coruña Web: http://casaleoncorunaccyl.com/noticias-y-eventos/resultados-de-los-certamenes-2022/gmx-niv37-con817.htm
Diversos Medios de prensa publican el evento: https://www.cronicasdelaemigracion.com/articulo/castillaleon/casa-leon-coruna-entrega-premios-certamen-cultural-2022-diferentes-modalidades/20230424130701113976.html
Cecilia
aparcó junto a las primeras eras del pueblo; deseaba reafirmar su entereza. Como
un mal augurio, el lamento agonizante de las campanas sollozó en sus oídos.
—Oiga,
perdone, ¿por quién doblan? —preguntó, temerosa, a un paisano.
—Esta
vez cayó Matías, «el Discreto». Un pobre diablo. Como tos los que aún quedamos
en pie, ¡qué quie usté que la diga! Hallaron al desdichao
espatarrao en mitá la huerta. Jodidas campanas que paice que no
supieran tocar más que a muerto. Barruntan el hoyo que nos tragará diquiá
na. El pueblo ya es viejo, ¡mecágüenla! La carcoma to lo corroe,
hasta los huesos. Los míos entavía se sostienen gracias a esta fiel cacha.
Encogida
el alma, Cecilia ya no escuchaba. Llegaba tarde. Matías fue una de las pocas
personas que la trataron con cariño y ternura. Y la huerta… Aquella que frecuentó
tantas veces. Él la enseñaba a reconocer las frutas y verduras. Le llenaba escriños
de perucos, higos, guindas, fréjoles, bellotas, almendrucos... Ella desgranaba los
guisantes y les quitaba la piel interior a las vainas, tan tierno todo que lo
comía con ansia. Saboreaba el regaliz de palo y extraía, entusiasmada, las
gruesas pipas a los girasoles. «A Matías la tierra lo quiere; acogerá sus
restos con cariño». Cecilia cerró los ojos y aspiró hondo. Un viento con aroma a
parras y a higueras zarandeó sus recuerdos.
Sintió
muy dentro de sí el tañer de otras campanas, amodorradas en el tiempo. Repiqueteaban bulliciosas
y cantarinas, llamando a Misa Mayor. Camino de la iglesia, un crío se le acercó
y, con un agrio «¡rameras!», le pegó tal empujón que se cayó. Su flamante
vestidito blanco, regalo de la Señorita con motivo de la fiesta, se embadurnó. El
llanto bañó su rostro, se aferró a las piernas de su madre y se negó a avanzar.
Su cabecita no alcanzaba a comprender por qué la gente se portaba tan mal con
ellas.
Sus
pensamientos se encaminaron hacia la senda del cerro. Se sentó en el
lindero, hasta escuchar las esquilas. Cuando la polvareda se disipó, el rebaño fue
visible. Corrió y se abrazó al abuelo. Lo acompañó hasta los corrales de la
Señorita, donde encerraba las ovejas. Luego caminaron juntos hasta la humilde casa
de adobe. El abuelo “arroseó” la lumbre, puso sopas de ajo en el puchero y frio
un buen puñado de torreznos. Les supo a gloria bendita. Y cuando el oro de los
trigales se convirtió en polvo de estrellas, sacaron los taburetes a la calle y
contemplaron el firmamento, salpicado de luceros. El abuelo le contaba
historias de antaño y perseguían los sueños prendidos en las perseidas.
A
Cecilia nunca le agradó la Señorita: tan fría, altiva y autoritaria. Cierto que
con ella se volcaba en atenciones, complacía sus caprichos... Incluso en raras ocasiones
le otorgaba, a su manera, algunas muestras de cariño. Amparo la obedecía sin
rechistar, siempre sumisa y dispuesta a servirla. A menudo, Cecilia rabiaba
porque la Señorita mandaba más en ella que su propia madre. No le permitía alejarse
de la casona. «No quiero que andes por ahí como una descarriada», repetía. Por
suerte, viajaba mucho. En su ausencia, Cecilia se sentía libre, como la brisa,
como la lluvia. Con el tiempo, el rencor de la gente se fue debilitando. Lo más
cruel y doloroso, era que los dos hermanos de su madre las desdeñaran. Pese a
todo, Cecilia fue feliz, arropada por sus tres seres queridos.
Había
llegado tarde. Ya no podría hablar con Matías ni mostrarle su cariño. No lo
veía desde que abandonaron el pueblo. ¡Casi una eternidad! El traslado a la
ciudad se debió a que la Señorita emprendió otro de sus extraños viajes, pero en
esta ocasión se demoraba más de la cuenta, dos años llevaba ya sin dar señales
de vida. Los ahorros, en las últimas, no daban ya para vivir. Tuvieron que emigrar
para salir adelante. Amparo se colocó de interna en una casa donde le permitieron
tener a su hija con ella. Cecilia compaginó los estudios con trabajos
eventuales. A base de sacrificios, finalizó con éxito la carrera de Ingeniería Agrícola
y consiguió un buen empleo. Amparo dejó el servicio y se trasladaron a un piso
alquilado. La vida les sonreía, hasta que su madre enfermó. Poco antes de su
muerte, sus revelaciones removieron los cimientos de Cecilia:
—He
sido cobarde, hija mía, una auténtica cobarde. No tuve agallas pa confesarte
lo que ahora escucharás, pero no debo ni quiero morir sin que sepas la verdad. Primero
callé por miedo a las represalias; después, porque el terror a perderte me
paralizaba. Te quiero con toda el alma, gustosa lo he dado todo por ti. Me
considero tu verdadera madre, pero… no soy yo quien te trajo a este mundo.
Cecilia
la miró con incredulidad. Amparo siguió adelante:
—Entré
al servicio de la Señorita con veinticuatro años, soltera y sin compromiso por el
maldito luto, y aún debía guardarlo otros tres meses. ¡Cerca de tres años de
negro riguroso! por tu abuela, por un tío carnal y por una tía segunda. En aquellas
circunstancias, salir a divertirse, andar con muchachos... no estaba bien
visto, era imperdonable. Antes del luto, me tiraba los tejos un mozo que se
cansó de esperarme y se buscó otra novia. Un buen día, la Señorita organizó un viaje
e insistió en que la acompañara. Fue la única vez que se interesó en llevarme. Dos
meses después, por su palidez, su barriga abultada, sus vómitos… me percaté de
que estaba encinta. «De algún señoritingo de esos estiraos», me dije. La
cuidé, me desviví por su estado, que más que de buena esperanza era de pésimos presagios.
El parto tuvo lugar en la casa donde nos alojábamos, cerca de la frontera con
Francia. La asistió una partera, la cual solo contó con mi inexperta ayuda. Días
más tarde, la Señorita se sinceró conmigo:
—Siéntate, Amparo, y escucha
con atención. Lo que tengo que decirte es muy importante. Esta criatura es
inocente, me resisto a que sea una expósita abandonada en la inclusa. No tiene ninguna
culpa ni debe pagar por mi... desliz. La criaremos entre las dos, tú y yo, con
todo el cariño del mundo y las mejores atenciones. ¿Qué me dices?
—Lo
que usté mande, Señorita, una está pa servir.
—Gracias,
Amparo, no esperaba menos de ti. Comprenderás que, en mi posición, es imposible
traer a una niña al mundo sin padre reconocido. Arriesgaría mi reputación y, probablemente,
mi herencia. Por eso he creído lo mejor hacer pasar a esta niña por tuya.
—¡¡Eso
sí que no, Señorita!! Soy una muchacha decente, como Dios manda y no una de
esas… Me traería la deshonra y la de mi familia. Una auténtica desgracia.
—De
no hacerlo así yo perdería mi prestigio, entiéndelo. Me relaciono con gente de
alcurnia y me codeo con personas influyentes. Tengo mucho que perder, en cambio
tú...
—Claro,
yo tengo poco, casi na. Pero la honra y el decoro son lo más grande pa
mí, me permiten caminar con la cabeza bien alta. Cuando una viste de luto, con
solo acercarse a un mozo ya es una desvergonzada. Si apareciera con una
criatura me tomarían por una cualquiera, por una furcia. Hágase cargo. ¿Qué sería
de mi padre? El disgusto le mataría.
—A
tu padre le mataría verse tirado en la calle, desahuciado. Yo te defenderé y te
protegeré. Tú y tu familia viviréis con desahogo por tan pequeño servicio.
—¡No
me haga esto, Señorita! Tenga piedad. Si no en mí, piense en la niña, ¡pobrecica!
La marcaría de por vida: na más la hija de una perdida, y sirvienta.
—¿Y
tú? ¿Sientes tú piedad por ella? No parece importarte demasiado. Di por hecho
que consentirías, que estarías dispuesta a sacrificarte por las dos.
—¡Es
que no es mía! Usté la llevaó en sus entrañas. En esto no consentiré.
—Ya
es tarde para echarse atrás. La he inscrito en el Registro Civil con tus
apellidos.
—Negaré
todo, diré la verdad.
—No
te servirá de nada. ¿A quién de las dos crees tú que le darán más crédito? Si
me
fallas, me pondrás en un gran aprieto. Tu padre perdería el empleo, la casa, ¡todo!
Sin tener donde caeros muertos. No seas necia. Compensaré con creces tan
minúsculo favor.
Amparo
reprimió un embate de dolor y tomó aliento para poder seguir hablando:
—Yo
quería morir, hija mía, desaparecer, pero tragué con ello. Es lo que tienen el
hambre y el miedo: nos enmudecen, nos doblegan. A la vuelta, la noticia corrió como
la pólvora. Me despreciaban, me insultaban, nadie me hablaba. A ti, como aún eras
una criaturica inocente, te toleraban. Según crecías, la gente con mala entraña
también la tomó contigo. Los primeros años fueron un calvario. Los únicos que
nos querían, los únicos que sacaban la cara por nosotras fueron tu abuelo, un
bendito, y Matías, un buen hombre.
A
pesar de las desdichas, cuando te tomaba entre mis brazos, cuando te llamaba
hija, me embargaba tal ternura, tanto amor que llegué a olvidarme de mis penas.
Tú me las borrabas con tu cándida sonrisa, con tu inocencia, con tus caricias. El
falso prójimo y las malas lenguas dejaron de preocuparme siempre que no te
hicieran daño a ti. Me volqué en darte lo que la vida te negaba: el cariño de
una madre. La Señorita, tuuu..., bueno, ¡ya sabes!, siempre fue correcta
contigo y nada te faltó, salvo la dedicación y el amor que te debía. Cuanto más
te ignoraba ella, más empeño ponía yo en quererte. Debía hacerlo por las dos.
Se
tiró a los brazos de su madre y se fusionó con ella en un cariño infinito. Días
más tarde, Amparo falleció.
Llegó
al cementerio al final de los responsos. Las escasas personas asistentes al
sepelio de Matías la miraban recelosas. Cecilia avanzó segura de sí misma, y estas
bajaban la mirada a su paso. Se arrodilló junto al féretro y apoyó en él su
mejilla. Lloró.
En
un afán de ahuyentar los fantasmas del pasado y pese a la repulsa que sentía, Cecilia
se obligó a visitar la mansión. Su aspecto de abandono le produjo escalofríos. ¿Qué había sido de su antiguo esplendor, trocado
ahora en declive? Recorrió las sombrías estancias, redescubriendo recuerdos
agridulces y contradictorios. Una silueta emergió de entre la penumbra. Se
sobresaltó. Apenas la reconocía: lúgubre, decrépita, inánime...
—¿No
vas a abrazarme, hija? —La frase agredió a Cecilia como una cuchillada.
—No
mancille la palabra hija, Señorita. Usted no conoce su significado.
—Por
supuesto que lo conozco, soy tu madre y puedo darte lo que necesites.
—Mi
madre me dio todo cuanto y cuando lo necesitaba. Usted llega demasiado tarde.
Se
dio la vuelta con aplomo y abandonó la casa. Sin ataduras. Sin remordimientos.
Regresó
a la huerta de Matías para cumplir los últimos deseos de Amparo. Tomó sus
cenizas y se las entregó al regazo de la tierra, mientras la escuchaba en su
interior:
No
me entierres, no quiero pudrirme bajo una lápida. Deseo estar junto a él, en la
huerta donde tanto compartimos. Era tan bueno conmigo... Nos enamoramos y nos
sinceramos: Matías es tu padre. Antes de que tú nacieras, fue el jardinero de
la Señorita. Lo sedujo, lo enredó, no supo negarse. Al saberse embarazada, lo
despidió y lo chantajeó. El pobre se avergonzaba de su debilidad; al igual que yo,
en un principio. En secreto, te llevaba a verlo para que disfrutara de su hija.
Siempre te adoró. Soñábamos con el futuro, pero nunca tuvimos el coraje de
casarnos. Aun así, fuimos felices. Cuando abandonamos el pueblo, dejé medio corazón
en él. Le prometí volver. Sin embargo, las circunstancias nos pueden. Por fin regresaré
y me quedaré a su lado. Tú ya no me necesitas, hija mía.
«Aun
así, estaremos siempre unidas, madre, no lo dudes». Cecilia juntó un
buen ramo flores, lo llevó al cementerio y lo depositó junto al nicho de Matías.
«Traigo un mensaje de madre: te espera en la huerta. La he comprado, y la casita
también. En cuanto consiga los permisos, te reunirás con ella. Te quiero, ¡padre!
Con todo mi corazón».
Imágenes: Composiciones con Cuadros de Vincent van Gogh.