Ni aun en pleno vuelo, Mercedes acababa de creerse que el viaje fuera real y no un sueño. La excitación la embargaba. Después de tanto tiempo y de los múltiples intentos truncados, volvía para reencontrarse con Sergio. Partió para México poco después del entierro, porque debía romper con sus recuerdos antes de que los recuerdos la fragmentaran a ella. Ahora, al cabo de los años, se sentía preparada para enfrentarse a la angustia. Sus ansias de visitarlo, de conversar con intimidad y depositar unas flores en su tumba eran irrefrenables.
Al adentrarse en el cementerio y pensar en los pocos metros que los separaban, se le encogió el alma. Le costaba localizar la tumba, pues
la ubicación se extinguió en su memoria. Hubiera pedido información, pero ¿a
quién? Nadie existía ya que tuviera algo que ver con Sergio. ¡Qué solo se quedó
el pobre…! Ni un alma para llorarlo, ni un alma para visitarlo; salvo ella, que
lo abandonó. Por eso, ahora, por su amor, debía ocuparse de él.
¡La halló! A sus pies: la tumba, su nombre, aquel que
tanto amó. Latió su corazón, colmado de reencuentro. «¡Hola, mi amor! Al fin
juntos tú y yo». Las lágrimas fluyeron. Se acuclilló junto a la lápida y colocó
las flores. Posó su mano sobre ella y suspiró. Mientras acariciaba el nombre y
el epitafio, inició un entrañable diálogo, en el que le musitaba, mientras infería las
respuestas de él. El sol caía, pero los plomizos nublos impedían el resplandor de
su nimbo. La lluvia amenazaba.
«Es la hora de dejarte, amor, pero aún me restan
varios días para acompañarte. Después… volveré a mi tierra. Sin embargo, no tienes
de qué preocuparte, la vida es muy breve y la muerte cierta. Nuestro reencuentro definitivo no tardará. Cierto es que a mí el distanciamiento se me antojará infinito, pero
para ti, allí donde te encuentras, supongo que consistirá en un lapso efímero. Hasta
mañana, vida mía».
La tarde se agriaba, tanta soledad y silencio la
intimidaban. Deseaba verse fuera cuanto antes. Desorientada, concentrada en
hallar la salida, no afianzó los pasos. Resbaló, el terreno se desmoronó bajo
sus pies, perdió el equilibró y cayó. El golpe y el dolor fueron inmensos, pero fue mayor el pánico de verse atrapada dentro de una fosa vacía, recién removida. Al observar tan reducido espacio, un terror visceral la paralizó. Nada. Ni un solo
objeto del que servirse para trepar. Incluso con los brazos estirados, no
alcanzaba el borde. Su respiración se volvió dificultosa, jadeante. La voz se
le asfixiaba al querer gritar; cuando la recuperó, explotó en súplicas de
auxilio. Solo el silencio respondía. Examinó y palpó las paredes del
enterramiento, buscó grietas a las que sujetarse. Luchó por encaramarse, pero pies
y manos se le deslizaban y se escurría de nuevo hacia el fondo. Se descalzó,
golpeó frenética las paredes con los tacones, para abrirles mellas. Acometió conatos
de escalada una y otra vez. Sin descanso. Con desasosiego. Sin éxito... En un desesperado
intento, consiguió alcanzar el borde y apoyar los brazos. Paseó la vista por
entre las tumbas. Sintió alivio cuando divisó a una mujer, postrada ante una
lápida. Sin embargo, las consumidas voces no la inmutaban. Mercedes desgarró el
tono.
«¡Socorro! ¡Ayúdeme a salir de este hoyo, por favor!».
La mujer, al oírla, volvió la cabeza y la observó
atentamente. Palideció: aquellos brazos, aquella cabeza asomando de una sepultura…
Se levantó de un salto y corrió espantada. Las
fuerzas de Mercedes flaquearon, tanto ella como su ánimo se precipitaron al
vacío. Volvió a caer. Oscurecía. Desamparada y
sentada en la fría tierra, hundió la cabeza entre los brazos y lloró desconsoladamente.
Unas gotas de lluvia en la cabeza la alarmaron.
Desquiciada, frenética clavaba las uñas en la tierra y escarbaba. Introducía las
puntas de los pies incluso donde no existían huecos. Las uñas se le rompían, la
piel se le desollaba; sangraba. Su resistencia se agotaba. Llegaron hasta ella
ruidos y rumores desde el exterior. Gritó y chilló hasta casi reventarse los
pulmones. Se desgañitó. Luego…, el silencio. La desesperación y la ansiedad le dieron
el coraje suficiente para no rendirse, para seguir peleando contra la gravedad
y la inconsistencia del barro. Inexplicablemente, logró apoyar un codo en suelo
firme, después el otro. Los pies arremetían contra la pared para impulsarse. Pegó
el tronco a la superficie, estiró los brazos y reptó. Cuando vio todo
su cuerpo liberado, creyó en los prodigios.
Una silueta caminaba en su dirección, pero casi no la distinguía. Mercedes apenas se mantenía en pie, así que avanzó hacia ella pausadamente, medio
doblada, haciendo señas con la mano.
«Me ha visto. ¡Gracias
a Dios estoy salvada!».
A partir de ese momento su mente se desconectó. No fue
consciente de lo que siguió después, salvo que llegó al hostal hecha un despojo:
cubierta de lodo, con magulladuras y moratones, brazos y piernas ensangrentados,
demacrada... Le sorprendió que el recepcionista no saliera corriendo al ver
su apariencia casi espectral. En primer lugar, se relajó con una ducha larga y
caliente. Luego rebuscó en el botiquín y se desinfectó a conciencia las
heridas. Por fin, dolorida y exhausta, se tumbó en la cama y encendió la televisión.
Los párpados se le caían, una súbita paz interior se apoderaba de ella. Casi
vencida por el sueño, reaccionó ante una noticia de última hora:
«Un cadáver, en
un estado lamentable, ha sido hallado en el cementerio del Oeste. Lo descubrió
el encargado del cierre, quien, tras escuchar unos extraños alaridos, inspeccionó
el camposanto. Solo alcanzó a ver cómo alguien arrastraba un cuerpo y salía
huyendo al detectar su presencia. La policía que investiga el caso aún desconoce
los hechos, lo único que se puede adelantar es que se trata de un crimen».
A Mercedes se le desencajaron los ojos. Se levantó y
se pegó al televisor. Era incapaz de apartar la vista de la imagen que
mostraba la pantalla:
«Pero… esto…, no… ¡No lo creo! ¡¡Es imposible!!», se
repetía, descompuesta y lívida.