Magdalena despertó de un profundo sueño. Su día de
gloria comenzaba. La calle, la vida, la luz… le producían un vértigo excitante.
Al asomar al exterior, después de tanto tiempo, el reconfortante calor del sol
la hizo revivir; un contraste abismal con su obligada e infinita reclusión, en
que el frío le taladraba los huesos y le escarchaba el alma. De inmediato fue
atrapada por una auténtica eclosión de estímulos, que reavivaban sus sentidos:
la refrescante brisa; los penetrantes aromas de las especias (achiote, clavo, coriandro,
cardamomo…), de los dulces (tortas, tejocote,
pan de muerto…), la exquisita fragancia de las flores (cempasúchiles,
nubes, terciopelos, rosas, claveles, crisantemos…), el bálsamo de las velas…; el arrebatador colorido
y sus matices infinitos… Interiorizo sus sensaciones hasta rozar el éxtasis.
Celebraba la festividad año tras año, con renovada ilusión;
ese día de recuerdos entrañables en que las familias se reunían y rememoraban a
sus difuntos con cariño y entusiasmo. Ella era una extraña, a nadie conocía y para
casi todos pasaba inadvertida, pero le encantaba entremezclarse con las
personas e imaginar que se interesaban por ella, que la querían. Garbeaba a su
alrededor y disfrutaba con ellas de la festividad. A través de las ventanas
contemplaba con ternura el interior de los hogares, cuya calidez añoraba.
Cada noviembre retornaba por él, y solo por él, hasta
aquel rincón de México, aderezado de embrujo. Por el hombre a quien amó y que
la amó; porque su recuerdo era poderoso e indeleble y la mantenía encadenada. Lo
llevaba impregnado en su esencia y en su espíritu. Se recordaba en sus brazos,
en aquella memorable celebración del Día de los Muertos; en que se entregaron
el uno al otro. Se dejaron mecer por la sensual melodía hasta perder el aliento.
Bailaron hasta el delirio. Se internaron entre los flamboyanes que resplandecían
más allá de las palapas. La hierba les brindó un dulce lecho. Miradas,
caricias, suspiros, jadeos, promesas… Se amaron con frenesí y se poseyeron. Un
juramento de amor eterno quedo grabado en sus venas.
Cuando Magdalena sufrió el trágico accidente, él la
acompañó hasta el último respiro y hasta su última morada. Mientras la tierra
caía, se mantenía estático, con el semblante demudado y
la expresión errante.
Después desapareció. Nunca más lo vio. Se refugió en
el olvido, con egoísmo, para asfixiar su propio sufrimiento, ignorándola,
borrándola de su memoria. La dejó tirada como a una cháchara y buscó consuelo en
otra. Magdalena quedó allí, abandonada, descorazonada, sepultada bajo la gélida
losa de un desolado camposanto. Él nunca más se presentó para otorgarle
atenciones: unas flores, unas lágrimas, unas palabras, un detalle de amor sobre
su tumba... «¡Enamorado mezquino!».
Sin embargo, Magdalena jamás renunciaría a la
esperanza de un reencuentro. Se aferraba al anhelo de verlo aparecer para reunirse
con ella y compartir sus muertes.
La tarde se consumía, las horas expiraban, la
libertad y el optimismo se evaporaban. Debía regresar a su fúnebre tálamo hasta
que un nuevo Día de los Muertos la despertara y la trajera de vuelta a la vida.