Juliana llegó a casa medio arrastrando el resuello; carcomida por el ansia de contarle a su hija la espeluznante noticia.
—¿Ya vuelve, madre? Ni tiempo ha tenido para hacer la compra.
—Calla, hija, calla, que la congoja no me cabe ya en el pecho; que parece que hubieran dejao sueltos hoy to los demonios por el pueblo. ¡Virgen Santísima! No quisiera tener que vérmelas con ellos.
—Madre, ¡si está lívida! ¿Qué le ha ocurrido?
—Anda, ponme una tila a la lumbre y en cuanto recobre el ser, te daré `salutación´ de to.
Pero no pudo esperar por las hierbas para desembuchar.
—¡Qué cosas pasan, Jesús, María y José! —Se santiguó, dispuesta a espetarle la letanía entera—. Tú escucha, escucha, que hasta el aliento se te va a quedar helao.
—¿Ya vuelve, madre? Ni tiempo ha tenido para hacer la compra.
—Calla, hija, calla, que la congoja no me cabe ya en el pecho; que parece que hubieran dejao sueltos hoy to los demonios por el pueblo. ¡Virgen Santísima! No quisiera tener que vérmelas con ellos.
—Madre, ¡si está lívida! ¿Qué le ha ocurrido?
—Anda, ponme una tila a la lumbre y en cuanto recobre el ser, te daré `salutación´ de to.
Pero no pudo esperar por las hierbas para desembuchar.
—¡Qué cosas pasan, Jesús, María y José! —Se santiguó, dispuesta a espetarle la letanía entera—. Tú escucha, escucha, que hasta el aliento se te va a quedar helao.
»Cuando iba a los recaos esta mañana, me llegué un momento donde Paca, pa interesarme por su marido, que lo cogió un aire y anda con la tripa suelta. Na más llegar, ni tiempo se dio pa contestarme. En un verbo, se echó el chal a los hombros y me llevó pa fuera, pa la linde de “el Lucero”. Le pegó un buen repaso a to por el camino; pa refrescarme la memoria, digo yo.
—Claro, menudo sacrifico para ella. Total, no le gusta darle al pico…
—¿Te acuerdas, hija, del Ambrosio el de Chela, Dios se apiade de su alma? Que bien de veces te lo habré mentao. Apareció esta mañana tirao cerca de esa linde, como dormido, pero ¡bien muerto!
—¡Qué dice, madre! Si Ambrosio el de Chela, hará unos cuarenta años que murió!
—Claro que sí, diquiá unos meses se cumplen. Pero lo hemos visto la Paca y yo, con estos ojitos; de carne y hueso, y rodeao de gente por to las partes. Se lo encontró Pedro “el Tapacestas”, camino de la huerta; con la fresca. Aún le tiemblan las carnes. Lo halló tumbao junto a la antigua tierra del difunto. ¡Hay que ver, qué tragos nos manda el Señor! Estaba el pobrecico casi como el día de su muerte. Eso sí, algo más ajao, que los años no pasan en balde ni pa las ánimas. Y con la ropa intacta. El alma debe haberle regresao al cuerpo después de tantos años de vagar su fantasma por el pueblo.
—¡Madre, tenga cuidado, que está la niña delante!
—¡Di que sí, abuela, cuéntamelo!
—Déjala que aprenda, que ya va siendo mayorcica.
—A tu madre le he contao yo la historia esta del Ambrosio cientos de veces. La más sonada de tol contorno. Y esto de ahora… ¡Pa que luego diga que to son chismes en el pueblo; y supersticiones!
»Pues bien, siendo el Ambrosio, ¡en paz descanse!, un mocetón como la copa un pino y muy bien plantao; casao con una joven muy formal, y con una criaturica de pocos meses, perdió to las tierras el pobre desgraciao. ¡Qué digo! Se las quitaron, lo echaron a patadas. Desde entonces, no volvió a ser persona. No tenía el hombre ni donde caerse muerto. Y nunca mejor dicho, que la frase viene que ni pintá para esta historia.
—Claro, menudo sacrifico para ella. Total, no le gusta darle al pico…
—¿Te acuerdas, hija, del Ambrosio el de Chela, Dios se apiade de su alma? Que bien de veces te lo habré mentao. Apareció esta mañana tirao cerca de esa linde, como dormido, pero ¡bien muerto!
—¡Qué dice, madre! Si Ambrosio el de Chela, hará unos cuarenta años que murió!
—Claro que sí, diquiá unos meses se cumplen. Pero lo hemos visto la Paca y yo, con estos ojitos; de carne y hueso, y rodeao de gente por to las partes. Se lo encontró Pedro “el Tapacestas”, camino de la huerta; con la fresca. Aún le tiemblan las carnes. Lo halló tumbao junto a la antigua tierra del difunto. ¡Hay que ver, qué tragos nos manda el Señor! Estaba el pobrecico casi como el día de su muerte. Eso sí, algo más ajao, que los años no pasan en balde ni pa las ánimas. Y con la ropa intacta. El alma debe haberle regresao al cuerpo después de tantos años de vagar su fantasma por el pueblo.
—¡Madre, tenga cuidado, que está la niña delante!
—¡Di que sí, abuela, cuéntamelo!
—Déjala que aprenda, que ya va siendo mayorcica.
—A tu madre le he contao yo la historia esta del Ambrosio cientos de veces. La más sonada de tol contorno. Y esto de ahora… ¡Pa que luego diga que to son chismes en el pueblo; y supersticiones!
»Pues bien, siendo el Ambrosio, ¡en paz descanse!, un mocetón como la copa un pino y muy bien plantao; casao con una joven muy formal, y con una criaturica de pocos meses, perdió to las tierras el pobre desgraciao. ¡Qué digo! Se las quitaron, lo echaron a patadas. Desde entonces, no volvió a ser persona. No tenía el hombre ni donde caerse muerto. Y nunca mejor dicho, que la frase viene que ni pintá para esta historia.
»Cuando no estaba bebiendo en el bar, estaba durmiendo la cogorza, al raso. Un día lo encontraron en mitá el campo con un tiro a bocajarro. Pero, el diablo siempre enreda y, mientras la Benemérita lo organizaba to pa levantar el cadáver, el cadáver desapareció sin dejar rastro. No hubo forma de encontrarlo. Verdad es que rastrearon hasta reventar. Aquello sí que fue morrocotudo, ¡qué diantre! Las bocas a chitón, porque había miedo: to parecía obra del mismísimo demonio.
»Unos, que si lo habían matao los Churras, pa acallarlo; los que se adueñaron de las tierras, que les removía las entrañas tanto verlo por allí. Otros, que si la mujer, pa quitarse de encima al borrachín. Los menos, que si un ajuste de cuentas por las deudas y las borracheras. De to se dijo. El suicidio se descartó, porque el muerto desapareció, y pa hacer desaparecer a un muerto se necesita un vivo.
»Pa mí que fueron los Churras, pa que no les buscase más las vueltas. ¡Si se vía venir! La mujer…, ¡pa qué os voy yo a contar!, hundida; con el corazón a cachos. Desde aquel maldito día el alma de Ambrosio, Dios lo haya perdonao, no reposó en paz. Son muchos los que han visto su fantasma merodeando por las tierras que eran suyas.
—Madre, deje en paz a los espíritus.
—¡Vaya cuajo tienes, hija mía! Pues yo… a las pruebas me remito. Que si lo pones en duda, ahorica mismo pues ir a verlo con tus propios ojos, que esta vez no se ha ido. Ahí sigue bien tieso, y con la gente en danza, alrededor suyo.
»Como os iba yo diciendo, cada noche su ánima rondaba por las tierras y las removía, hacía agujeros acá y allá; en un sitio y en otro sin parar. Y pa muestra, un botón; porque él se esfumaba, pero los hoyos quedaban allí. Tol mundo vio claro que buscaba sin descanso el sitio donde reposar tranquilo; pero aquel asunto de la tierra le envenenaba el alma y no encontraba el lecho de su gusto. Y así, año tras año, noche tras noche, aullando como el viento en la negrura. ¡Hasta cuando caían chuzos de punta, el ánima se aparecía! Mucho ha sido el tiempo en que la vida les atragantó a los cabronazos esos, ¡que se ensañaron a rabiar con el desdichao!
—¡Madre! ¡Contenga esa lengua!
—¡Quia! Es el coraje el que me la suelta. ¡Pa qué andarse con remilgos! Ellos han tratao de encubrirlo, pa evitar habladurías, pero el alma insatisfecha volvía una y otra vez a remover la tierra, como buscándole un sitio al cuerpo.
»Unos, que si lo habían matao los Churras, pa acallarlo; los que se adueñaron de las tierras, que les removía las entrañas tanto verlo por allí. Otros, que si la mujer, pa quitarse de encima al borrachín. Los menos, que si un ajuste de cuentas por las deudas y las borracheras. De to se dijo. El suicidio se descartó, porque el muerto desapareció, y pa hacer desaparecer a un muerto se necesita un vivo.
»Pa mí que fueron los Churras, pa que no les buscase más las vueltas. ¡Si se vía venir! La mujer…, ¡pa qué os voy yo a contar!, hundida; con el corazón a cachos. Desde aquel maldito día el alma de Ambrosio, Dios lo haya perdonao, no reposó en paz. Son muchos los que han visto su fantasma merodeando por las tierras que eran suyas.
—Madre, deje en paz a los espíritus.
—¡Vaya cuajo tienes, hija mía! Pues yo… a las pruebas me remito. Que si lo pones en duda, ahorica mismo pues ir a verlo con tus propios ojos, que esta vez no se ha ido. Ahí sigue bien tieso, y con la gente en danza, alrededor suyo.
»Como os iba yo diciendo, cada noche su ánima rondaba por las tierras y las removía, hacía agujeros acá y allá; en un sitio y en otro sin parar. Y pa muestra, un botón; porque él se esfumaba, pero los hoyos quedaban allí. Tol mundo vio claro que buscaba sin descanso el sitio donde reposar tranquilo; pero aquel asunto de la tierra le envenenaba el alma y no encontraba el lecho de su gusto. Y así, año tras año, noche tras noche, aullando como el viento en la negrura. ¡Hasta cuando caían chuzos de punta, el ánima se aparecía! Mucho ha sido el tiempo en que la vida les atragantó a los cabronazos esos, ¡que se ensañaron a rabiar con el desdichao!
—¡Madre! ¡Contenga esa lengua!
—¡Quia! Es el coraje el que me la suelta. ¡Pa qué andarse con remilgos! Ellos han tratao de encubrirlo, pa evitar habladurías, pero el alma insatisfecha volvía una y otra vez a remover la tierra, como buscándole un sitio al cuerpo.
La mujer, la pobrecica, acabó emigrando a Francia, pa sacar adelante al pequeñajo y librarse de las malas lenguas. Nunca más volvió pal pueblo.
Y mía tú por donde, ahora, a poco de morir el ladrón del Emeterio “el Churra”, el alma del Ambrosio ha decidido regresar al cuerpo, pidiendo sepultura. Él mismo ha indicao dónde debe ser enterrado. Se lo han encontrao junto a una fosa excavada, espatarrao sobre la tierra y con las manos juntas. Que parece que rezaba cuando se cayó de bruces.
Eso, eso mismo es lo que buscaba, tanto remover tierras y cavar agujeros de acá pallá: su sepultura.
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Y mía tú por donde, ahora, a poco de morir el ladrón del Emeterio “el Churra”, el alma del Ambrosio ha decidido regresar al cuerpo, pidiendo sepultura. Él mismo ha indicao dónde debe ser enterrado. Se lo han encontrao junto a una fosa excavada, espatarrao sobre la tierra y con las manos juntas. Que parece que rezaba cuando se cayó de bruces.
Eso, eso mismo es lo que buscaba, tanto remover tierras y cavar agujeros de acá pallá: su sepultura.
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En París, Alberto tomó un avión con destino a España y emprendió aquella desconcertante aventura. No estaba seguro de que su decisión fuera la más acertada, pero el remitente de la carta parecía sincero: le rogaba encarecidamente que se personara con la mayor urgencia en un pequeño pueblo de León para cumplir las últimas voluntades de su padre, quien acababa de morir.
Tenía que tratarse de un error o de un engaño. Tal vez fuera otra persona, su padre murió cuando él era un crío; una muerte que quedó sellada por un oscuro misterio. No existía una tumba donde recordarlo, y ni siquiera un muerto existía. Extrañas circunstancias rodearon el fallecimiento. Su madre, mientras vivió, evitó remover los posos, para no sufrir. Hablaba de ello lo justo:
—Tu padre era un buen hombre, hijo mío, nunca le hizo daño a nadie. En el pueblo muchos creen que yo lo maté. Sólo Dios y el criminal saben que no lo hice, y qué ha sido de su cuerpo. Me hubiera gustado averiguar por qué lo mataron y cómo se deshicieron del cadáver, pero jamás se descubrió nada.
Alberto, poco antes de finalizar el vuelo, volvió a leer la carta que el desconocido le remitía. Miró una vez más la foto que la acompañaba, y volvió a compararla con la de su padre el día de la boda. Desde luego, parecía el mismo, aunque mucho más viejo.
Tenía que tratarse de un error o de un engaño. Tal vez fuera otra persona, su padre murió cuando él era un crío; una muerte que quedó sellada por un oscuro misterio. No existía una tumba donde recordarlo, y ni siquiera un muerto existía. Extrañas circunstancias rodearon el fallecimiento. Su madre, mientras vivió, evitó remover los posos, para no sufrir. Hablaba de ello lo justo:
—Tu padre era un buen hombre, hijo mío, nunca le hizo daño a nadie. En el pueblo muchos creen que yo lo maté. Sólo Dios y el criminal saben que no lo hice, y qué ha sido de su cuerpo. Me hubiera gustado averiguar por qué lo mataron y cómo se deshicieron del cadáver, pero jamás se descubrió nada.
Alberto, poco antes de finalizar el vuelo, volvió a leer la carta que el desconocido le remitía. Miró una vez más la foto que la acompañaba, y volvió a compararla con la de su padre el día de la boda. Desde luego, parecía el mismo, aunque mucho más viejo.
Apenas traspasar con el coche alquilado las primeras casas de aquel pueblo, un hombre le hizo señas. Se detuvo.
—Perdone —dijo el hombre— usté debe de tratarse de Alberto, el hijo del Ambrosio, ¡que en Gloria esté! Es su vivo retrato.
—Sí, yo soy. Por favor, suba usted al coche.
Llegaron a una casa sencilla, pero confortable. Alberto echó un vistazo alrededor y reparó en una foto de la boda de sus padres, exacta a la que él tenía.
—¡Qué guapo estaba ahí el Ambrosio! ¿No cree usté? Su padre le quería mucho, pero no acertó en la vida. Tome usté asiento y eche el tiempo que necesite pa leerse esta carta que él le escribió hace un tiempo, por si le ocurría lo peor —El hombre le tendió un pliego de papel doblado en cuatro, que empezaba ya a mustiarse—. Cuando acabe hablaremos despacio.
Alberto abrió la carta, confuso.
«Hijo mío, no quería dejar este mundo sin haberte hablado alguna vez, aunque sea de este modo. Aunque te lo he puesto muy difícil, procura perdonarme. En estos últimos años una vecina del pueblo, afincada en Francia, me ha tenido al corriente de vuestras vidas. Dos veces estuve cerca de ti y de tu madre, pero me faltó el coraje necesario para dejarme ver. En ocasiones los fantasmas del pasado no son bien recibidos. Mucho os he querido, aunque mi conducta no lo haya demostrao. Al principio, mi afición a la bebida y la falta de posibles me retuvieron; después me enteré de que a tu madre la pretendía otro hombre, bien situao. No quise estorbar. Más tarde la muerte de tu madre… ¡Cómo me dolió! Me las he sabido apañar pa estar enterao de que te iba bien en la vida.
He sufrido mucho, pero las manos de la tierra han tirao siempre de mí, y yo las he respondido como se merecen. Me he volcao en ellas.
Bueno, hijo, ha llegado el momento. Manolo, que ha sido como un hermano para mí, te pondrá al corriente de todo. Te dejo lo que me pertenece, que no es mucho, y, mientras vivas, recuerda que siempre te he llevao en el corazón. Ya sólo te pido que hagas lo esté en tu mano para que mis restos reposen en nuestra tierra. Nada de cementerios».
Alberto dobló la carta pensativo y antes de que pudiera decir nada, Manolo ya había tomado la palabra.
—Mire usté, Alberto, esta casa y las tierras que la rodean pertenecían a su padre. Ahora son suyas, pa que haga con ellas lo que quiera. Lo único que su padre pide es que le entierre aquí, entre su propias tierras o que mezcle con ellas sus cenizas.
—Perdone usted, mi padre habla de sus tierras. Esas están en el pueblo en que nacimos, pero ya van muchos años que no nos pertenecen.
—Permítame que le cuente una curiosa historia, pa que usté comprenda to. A su padre lo encontré un día en el majuelo, sangrando y casi desfallecido. Con tan mal aspecto que poco me faltó pa ponerme a vocear. Como buen cristiano, lo llevé a mi casa pa curarlo. No supo o no quiso dar explicaciones de su vida. Lo cuidé hasta que se pudo defender. Más tarde, el Soplao, un terrateniente de la zona, le dio trabajo. Así salió palante. Tol dinero lo ahorraba. Era reservao y se le veía poco por la calle. Después de varios años de no gastar un duro, se compró este terreno y se construyó esta casa. Nos hicimos muy buenos amigos, casi como de la familia.
»Un buen día, le vino aquella manía... Se le metió en la cabeza que tenía que recuperar sus tierras; las pocas que heredó de su familia, pa pasárselas a su hijo, y que si no lo conseguía de una forma, lo conseguiría de otra. A partir de ese momento me atrapó pa un buen embolao. ¿Y qué podía hacer yo? Por no contradecirlo, le di gusto como buen amigo. Que se le metió en la mollera, oiga usté, que si no se podía ir a su tierra, se la traería pa aquí. Y ahí nos viera a los dos, como taraos, echando viajes al pueblo de usté y de él, que no pue decirse que esté aquí al lao. Conducíamos un viejo remolque, que nos traíamos casi siempre bien cargao de tierra, ¡de las suyas claro! Siempre de noche, como bandidos, con el alma en un puño por si nos pillaban. Muchos viajes echamos, muchos. Y nunca nos cogieron, que he oído contar que creyéndose la gente que rondaba un ánima en pena, no se atrevían ni a asomar. El tractor siempre listo pa arrancar, por si había un lío.
»Le puedo asegurar que ya hay más tierra suya aquí, en este suelo que ahora pisa, que en su pueblo natal. Pero la última vez… fui un cobarde, lo confieso. Estábamos cargando tierra, como de costumbre. De pronto su padre se encontró mal, y antes de decir ni mu, cayó de bruces al lao del hoyo. Intenté ayudarlo, pero bien se vía que estaba tieso. ¡Pobre Ambrosio! Me entró tanto miedo que me subí al tractor y tiré palante. Si llegan a echarme mano, ¿cómo. hubiera explicado to aquello? Comprenderá que los míos no son años ya pa acabar con los huesos en presidio.
»Ahora usted verá lo que hace, yo ya he cumplido. Si anda ligero, todavía lo encontrará en el depósito y podrá reclamar el cuerpo, pa que repose aquí, bajo sus tierras.
Alberto antes de cruzar la puerta se volvió intrigado y preguntó:
—Perdone —dijo el hombre— usté debe de tratarse de Alberto, el hijo del Ambrosio, ¡que en Gloria esté! Es su vivo retrato.
—Sí, yo soy. Por favor, suba usted al coche.
Llegaron a una casa sencilla, pero confortable. Alberto echó un vistazo alrededor y reparó en una foto de la boda de sus padres, exacta a la que él tenía.
—¡Qué guapo estaba ahí el Ambrosio! ¿No cree usté? Su padre le quería mucho, pero no acertó en la vida. Tome usté asiento y eche el tiempo que necesite pa leerse esta carta que él le escribió hace un tiempo, por si le ocurría lo peor —El hombre le tendió un pliego de papel doblado en cuatro, que empezaba ya a mustiarse—. Cuando acabe hablaremos despacio.
Alberto abrió la carta, confuso.
«Hijo mío, no quería dejar este mundo sin haberte hablado alguna vez, aunque sea de este modo. Aunque te lo he puesto muy difícil, procura perdonarme. En estos últimos años una vecina del pueblo, afincada en Francia, me ha tenido al corriente de vuestras vidas. Dos veces estuve cerca de ti y de tu madre, pero me faltó el coraje necesario para dejarme ver. En ocasiones los fantasmas del pasado no son bien recibidos. Mucho os he querido, aunque mi conducta no lo haya demostrao. Al principio, mi afición a la bebida y la falta de posibles me retuvieron; después me enteré de que a tu madre la pretendía otro hombre, bien situao. No quise estorbar. Más tarde la muerte de tu madre… ¡Cómo me dolió! Me las he sabido apañar pa estar enterao de que te iba bien en la vida.
He sufrido mucho, pero las manos de la tierra han tirao siempre de mí, y yo las he respondido como se merecen. Me he volcao en ellas.
Bueno, hijo, ha llegado el momento. Manolo, que ha sido como un hermano para mí, te pondrá al corriente de todo. Te dejo lo que me pertenece, que no es mucho, y, mientras vivas, recuerda que siempre te he llevao en el corazón. Ya sólo te pido que hagas lo esté en tu mano para que mis restos reposen en nuestra tierra. Nada de cementerios».
Alberto dobló la carta pensativo y antes de que pudiera decir nada, Manolo ya había tomado la palabra.
—Mire usté, Alberto, esta casa y las tierras que la rodean pertenecían a su padre. Ahora son suyas, pa que haga con ellas lo que quiera. Lo único que su padre pide es que le entierre aquí, entre su propias tierras o que mezcle con ellas sus cenizas.
—Perdone usted, mi padre habla de sus tierras. Esas están en el pueblo en que nacimos, pero ya van muchos años que no nos pertenecen.
—Permítame que le cuente una curiosa historia, pa que usté comprenda to. A su padre lo encontré un día en el majuelo, sangrando y casi desfallecido. Con tan mal aspecto que poco me faltó pa ponerme a vocear. Como buen cristiano, lo llevé a mi casa pa curarlo. No supo o no quiso dar explicaciones de su vida. Lo cuidé hasta que se pudo defender. Más tarde, el Soplao, un terrateniente de la zona, le dio trabajo. Así salió palante. Tol dinero lo ahorraba. Era reservao y se le veía poco por la calle. Después de varios años de no gastar un duro, se compró este terreno y se construyó esta casa. Nos hicimos muy buenos amigos, casi como de la familia.
»Un buen día, le vino aquella manía... Se le metió en la cabeza que tenía que recuperar sus tierras; las pocas que heredó de su familia, pa pasárselas a su hijo, y que si no lo conseguía de una forma, lo conseguiría de otra. A partir de ese momento me atrapó pa un buen embolao. ¿Y qué podía hacer yo? Por no contradecirlo, le di gusto como buen amigo. Que se le metió en la mollera, oiga usté, que si no se podía ir a su tierra, se la traería pa aquí. Y ahí nos viera a los dos, como taraos, echando viajes al pueblo de usté y de él, que no pue decirse que esté aquí al lao. Conducíamos un viejo remolque, que nos traíamos casi siempre bien cargao de tierra, ¡de las suyas claro! Siempre de noche, como bandidos, con el alma en un puño por si nos pillaban. Muchos viajes echamos, muchos. Y nunca nos cogieron, que he oído contar que creyéndose la gente que rondaba un ánima en pena, no se atrevían ni a asomar. El tractor siempre listo pa arrancar, por si había un lío.
»Le puedo asegurar que ya hay más tierra suya aquí, en este suelo que ahora pisa, que en su pueblo natal. Pero la última vez… fui un cobarde, lo confieso. Estábamos cargando tierra, como de costumbre. De pronto su padre se encontró mal, y antes de decir ni mu, cayó de bruces al lao del hoyo. Intenté ayudarlo, pero bien se vía que estaba tieso. ¡Pobre Ambrosio! Me entró tanto miedo que me subí al tractor y tiré palante. Si llegan a echarme mano, ¿cómo. hubiera explicado to aquello? Comprenderá que los míos no son años ya pa acabar con los huesos en presidio.
»Ahora usted verá lo que hace, yo ya he cumplido. Si anda ligero, todavía lo encontrará en el depósito y podrá reclamar el cuerpo, pa que repose aquí, bajo sus tierras.
Alberto antes de cruzar la puerta se volvió intrigado y preguntó:
—Oiga, ¿es posible que mi padre le dijera qué persona intentó matarlo?
—¡Qué iban a intentar! Él mismo se pegó el tiro; pa quitarse del medio, que estaba amargao y no quería amargar también la vida de su esposa y la de usté. Se encañonó la sien, pero le temblaba el pulso, ¡que pa matarse hay que tenerlos bien puestos! El tiro se desvió y le llevó un buen tajazo de la frente. Se desmayó del susto y de los nervios. Cuando recobró el sentido y vio toda esa bulla alrededor, salió corriendo como alma que lleva el diablo, sin mirar pa atrás. Con el barullo, nadie reparó en que el muerto se marchaba. ¡Na más!
»A trancas y a barrancas, sus pasos le trajeron hasta aquí, por mera casualidad. Llegó medio desangrao. Con los años se alegró de que le fallara la mano.
»A trancas y a barrancas, sus pasos le trajeron hasta aquí, por mera casualidad. Llegó medio desangrao. Con los años se alegró de que le fallara la mano.
Alberto sonrió con ironía. Habían sido demasiadas revelaciones para un solo día.
Arrancó el coche. La vida lograba ser desconcertante. ¡Quién le iba a decir que sabría de su padre después de cuarenta años muerto. Y recién fallecido por segunda vez!
Arrancó el coche. La vida lograba ser desconcertante. ¡Quién le iba a decir que sabría de su padre después de cuarenta años muerto. Y recién fallecido por segunda vez!