miércoles, 28 de mayo de 2014

CON EL ÚLTIMO TREN


Finales de otoño. Árboles desnudos de corteza rancia se salteaban a lo largo del terreno; testigos mudos y sufridos del paso de los años. Aquí y allá, alfombras de hojarasca se arremolinaban por el suelo. Ni el más audaz soplo de viento se atrevía a intimidar el monótono letargo.
Adela, ausente del entorno pero enraizada en él, con la mirada errante, captaba en la lejanía aquellos viejos ecos de traviesas y raíles, arraigados a la tierra. Las manos lacias, olvidadas sobre las rodillas. Inmóvil. Hondas comisuras sostenían el cerco de sus labios y por todo el rostro se enredaban lánguidos surcos cincelados a golpe de vivencia. Su mente barajaba una maraña de recuerdos que la agitaban y  aturdían.
¿Cuánto llevaría en la estación? El tiempo se burlaba de ella hasta confundirla; todas las emociones de su vida se embarullaban como grano en un costal. Desde aquel 1.915 cargado de esperanzas e ilusiones, un solo hilo conductor aunaba sus recuerdos: su tren. Su dulce y espinoso tren. Aún hoy, cuando se hallaba ya tan lejos, se aferraba más que nunca a él, ansiosamente. Recostada sobre aquella pared de ladrillo ajado, no pensaba dejarlo escapar.
De pronto, en lo más remoto del túnel de sus ojos saltó una chispa, su pensamiento dio marcha atrás y se recreó en uno de los  pasajes más entrañables de su vida. 

Corría abril: el sol templaba a ratos las remojadas eras. Atrás quedaban ya los días de los pinganillos en los aleros y los tapices de escarcha.  En el pueblo el ambiente desprendía festividad; la algarabía general se derramaba a borbotones. Desde que comenzaron las obras, no se hablaba de otra cosa y se saboreaba prematuramente la prosperidad que se avecinaba en toda la tierra de campos. Los garbeos de las tardes discurrían sin excepción hacia el mismo sitio: la nueva estación, que ya estaba casi a punto.
Para este acontecimiento incluso Adela estrenaría un vestido, confeccionado expresamente para ella con un retal de saldo; en años  anteriores le apañaban alguno de su hermana mediana heredado, a su vez, de la mayor. En la casa se habían estirado, habida cuenta de que el vestido cumpliría un doble cometido: la inauguración de la nueva estación y las fiestas.
Llegó la fecha señalada; colgaron el reloj en la estación y se adornó ésta con un arco engalanado. Todo ser vivo se resistía a recogerse la noche de la víspera, pues en sus mentes bullía una sola idea fija: “la línea de Ferrocarril Económico de Rioseco  a Palanquinos”. Finalmente, la gente se retiró a descansar, remoloneando. ¡Ni un solo vecino pudo conciliar el sueño esa noche de la víspera! Pueblo, autoridades, humildes y hacendados… se debatían entre el sueño y la vigilia.
El amanecer se descolgó y junto con él se desperezó la vida.
A la hora prevista, una lluvia de notas tintineantes, derramada por el repiqueteo atrevido de las campanas de Santa María llamando a Misa Mayor, embriagaba el ambiente. Jóvenes y menos jóvenes, niños y ancianos se apuraban en sus labores. Las muchachas se acicalaron como nunca para deslumbrar. Adela, con sus nueve años, menuda, morena, de ojos saltarines e inquieta como una lagartija, contemplaba extasiada ante el espejo su vestidito, almidonado y limpio como un jaspe.
Camino de la iglesia se escabulló como pudo y dejó atrás a los demás, deseaba ver acercarse el desfile multicolor de estrenos que desembocaría allí; sobre todo ansiaba contemplar el vestido de Brígida, la hija del terrateniente, por quien sentía una profunda y callada admiración. Para Adela aquella niña, unos meses mayor que ella, parecía estar hecha de cielo en su totalidad: ojos de estrella, cutis de luna, cabellos de sol… Además, tenía todo cuanto pudiera desearse; todo, al contrario que ella. La vio avanzar con la cabeza erguida, escapándose de un cuento de hadas. ¡Y su vestido…! Como confeccionado con piel de ángel y pétalos de rosa. Adela suspiró.
Acabada la misa, un tropel de personas enfiló hacia la estación, donde esperaban ya, impacientes, forasteros y vecinos de los alrededores. Todo el mundo trataba de conseguir el mejor puesto. En un pequeño estrado, en el que ondeaba la bandera, se habían colocado las autoridades de rigor. Adela lidió codos y caderas y se coló hábilmente entre el gentío hasta situarse en primera línea, pendiente, eso sí, de su inmaculado vestidito, que se atusaba en todo momento.
Se miró el reloj infinito número de veces. ¡Al fin! Aquel día de Abril de 1.915 se vislumbró en el horizonte la primera brizna de polvo. El silencio se volvió pastoso. La respiración contenida brindó paso al batir de corazones. Incontables cabezas estiradas se volvían hacia un lado. Los ojos, como platos, sin pestañear. El tren inaugural se hizo visible y apareció como un milagro. Se detuvo.
Un concierto de sonrisas se sumo a la dulzaina, que entonó mejor que nunca el repertorio. Gorras por el aire y vítores de júbilo desenfrenado estallaron al unísono y, a lo lejos, trigales y majuelos tempraneros, se contagiaron de esplendor. De nuevo se hizo el silencio.
Todo duró unos minutos, pero unos minutos que se grabarían para siempre en aquellos campechanos corazones. En especial en el de Adela, que se había olvidado de sí misma y observaba boquiabierta. Cuando fue capaz de reaccionar estaba sola en la estación. Pasó el resto del día ensimismada, flotando entre nubes de espejismos.

El tren de su pensamiento corría tan rápido como su propia vida, así pues, su mente avanzó, sin maquinista, hasta una nueva parada.

En su haber quince años y toda una vida por delante. El calor de julio azotaba sin piedad. Ardientes días de parva y olor a paja aventada. Quienes trabajaban bajo el sol pereceaban en sus labores. Adela vivía casi enfrente de la estación y su calle, antes reposada, se había vuelto activa. Viajantes, forasteros, desocupados, curiosos…, muchos eran los que transitaban en una dirección u otra. Pero la afluencia mayor se daba en los atardeceres. La gente se distraía con largos paseos que discurrían por delante de su puerta. Disfrutaba contemplando aquel trajín y aspirando las fragancias de colonias a granel, que, de vez en cuando, veteaban el aire.
Una tarde en que Adela zurcía un delantal a la puerta de casa, Brígida salió de la estación, regresaba de uno de sus breves y frecuentes viajes. Una airosa pamela la protegía del sol y de ella se escapaban tirabuzones dorados ondeando al viento. Adela la observó embelesada: “¡Qué guapa es!” De pronto, Brígida tropezó y cayó al suelo, se incorporó como un rayo y se sacudió el vestido con presteza. Un minúsculo reguero rojo brotaba de su rodilla. Adela se llegó a ella en un suspiro y se ofreció a curarla. La invitó a entrar, le lavó la herida y le ofreció un vaso de agua fresca. Muy pocas palabras mediaron entre ambas. Brígida dio cortesmente las gracias, moldeó una sonrisa y prosiguió su camino bajo la mirada jubilosa de Adela.
Días más tarde Brígida llamó a la puerta de Adela para ofrecerle un obsequio de agradecimiento: un cuadro elaborado por ella misma con retazos de fieltro, que configuraban una imagen femenina. Adela sintió tanta dicha que apenas supo qué decir. Aquel gesto y aquel detalle convirtieron su apego en devoción. Consideraba un premio que una chica de la posición de Brígida le dedicara una pequeña atención. Desde entonces, para corresponder, cogió la costumbre de llevarle una vez al año un ramo de flores de las que crecían en el pequeño huerto que les daba de comer.
En aquella época de sofoco, cuando la tarde bostezaba y la noche repartía frescor, nada complacía tanto como las veladas nocturnas al raso, para respirar a gusto. Los vecinos asomaban, poco a poco, silla en mano, y formaban un corro, donde se improvisaba una animada tertulia. El resplandor de la luna y las estrellas coronaba las cabezas de un huidizo reflejo plateado. Los pequeños exprimían sus juegos favoritos. Y desde el claro silencio de la noche emergían, todas a una y como formando un coro, las impetuosas y espontáneas pláticas de los adultos, la jarana eufórica de los niños y la sonata de los grillos.

El reflejo ensombrecido de las pupilas de Adela hizo que aquellos fatigados restos de estación también se ensombrecieran. El tren del recuerdo siguió su curso y arribó a una nueva parada. Ésta poco grata.

Una Adela joven presenciaba el baile desde un banco del salón, sabiéndose blanco de las burlas y del cotilleo. Largas sesiones de plantón, de indiferencia; disimulando el anhelo desesperado de alguna petición de baile y soportando aquel bochorno. Algunas veces ni un maldito baile de consuelo; de ciento en viento, alguno caía, pero por lástima o por error más que por otra cosa. Se tragaba la vergüenza y el resentimiento para hacer acto de presencia en el local, no asistir sería claudicar, vocear al pueblo su fracaso. Sentía las miradas de soslayo, humillándola sin miramientos, cargadas de reproche. ¿Qué era lo que le echaban en cara, haber pasado la tuberculosis, a pesar de estar ya restablecida, o tan sólo su insignificancia y su miseria? Bastante carga tenía ya ella con padecerlas. Sí, su mayor culpa residía en su pobreza, en no tener donde caerse muerta.
Allí clavada, de espectadora pasiva, mientras sus paisanas bailaban sin parar y se divertían. Y un domingo como tantos otros, harta de aguantar y cansada de esperar un baile que nadie solicitaba, le echó coraje, se levantó del banco y salió presurosa del salón ante el desconcierto de los presentes.
Buscó refugio en la estación, amiga muda, al tanto de sus penas. En un arranque de impotencia, rompió a llorar y desahogó su ira. Lloró con rabia hasta secarse. Desde aquella tarde, decidió ocupar un banco en la estación y no en el baile. Allí soñaba en solitario: quizás un día algún viajero se apeara del tren para buscarla, y pudiera ser que alguna vez tomara ese tren rumbo a su viaje de bodas.
Su corazón se estremeció cuando una ráfaga de viento pasó hojas en su historia, y se vio de pronto inmersa, contra su voluntad, en una de las peores pesadillas. Un episodio doloroso y punzante, cargado de penumbras. 
Veintinueve años y el mote de “la Vistesantos” colgado al cuello. Tenía por costumbre acercarse a la estación cuando pasaba un tren. Disfrutaba contemplando “las chocolateras” y los vagones que arrastraban; soñaba, imaginaba largos viajes y algún afortunado encuentro.
A primeros de Septiembre, un hombre se apeó del tren; treinta y ocho años le echó por lo alto Adela; curtido y apuesto, con un porte y unas maneras que le distinguían. Miró a un lado y a otro y avanzó directamente hacia la joven. Adela le observaba paralizada. “¿Vendrá por mí?”, pensó.
El pasajero buscaba información sobre alguna pensión o alojamiento. Adela le pidió que la acompañara a casa para consultar a su madre. Ambas atraparon la ocasión al vuelo. La renta de una habitación les serviría de desahogo. Además la de las hermanas quedó libre cuando se casaron.
Se llamaba Pedro y venía a ocupar una plaza de maestro. Se instaló en la casa para pasar el curso. Era un hombre muy listo, pero sencillo; de carácter firme, pero delicado. Para Adela la vida tomó un nuevo color, su casa se iluminó y su expresión se volvió radiante. Era la vez que más próxima estaba de la felicidad. Acababa los quehaceres con diligencia y entusiasmo, cuidando de que todo estuviera impecablemente limpio y en orden. Se desvivía con la habitación del maestro y, cuando podía, colocaba en ella algunas flores frescas.
Le esperaba cada día con la impaciencia de un escolar. Nadie la trató antes como él: con respeto y dulzura, haciendo que por primera vez en su vida se creyese una persona de valor.
Hasta los días de invierno se caldeaban con la presencia de aquel hombre que llenaba cada rincón. Casi todas las noches les acompañaba en las veladas nocturnas frente a la lumbre. Les contaba relatos y anécdotas maravillosas con tal pasión que no podían ni pestañear, y con un sentido del humor que les forzaba a reírse. Adela le examinaba absorta: su rostro dorado por el fuego, su cabello negro pincelado con algunas canas. Y le escuchaban atentos hasta que se adormecía el chisporroteo de las últimas brasas.
La primavera estaba en puertas. Adela se horrorizó al percatarse de que un sentimiento exageradamente fuerte se había apoderado de ella por entero, infiltrándose en cada uno de sus poros como el agua en una esponja. Si Pedro descubría aquel sentir se disgustaría. Le espantaría y, seguramente, se iría de la casa para eludirlo. Se trataba de la persona más encantadora del mundo, pero, desde luego, muy lejos de su alcance.
A partir de aquel momento Adela se volvió reservada. Rehuía los ojos de Pedro cuando él los clavaba en los suyos, por temor a delatarse y ahogaba sus emociones hasta casi rozar la frialdad. Él la cogía de la barbilla y bromeaba. Trataba de animarla, preocupado por su melancolía; Adela no sabía reaccionar.
El curso finalizaba y la sola idea de la partida de Pedro se le volvía insoportable, pero quiso la providencia poner remedio. Brígida necesitaba un profesor particular para que sus hijos pudieran pasar las vacaciones en el pueblo. Adela vio los cielos abiertos y, por mediación suya, Pedro aceptó el trabajo y continuó con ellos.
A mediados de Julio una negra sombra emborronó la existencia. Estalló la guerra civil; los ánimos y las esperanzas dieron un vuelco. Con el transcurso de las semanas la rutina se volvía turbia, la desconfianza se apoderaba de la convivencia. Cada persona medía las palabras y no empleaba ni una más de las necesarias. El miedo atenazaba las gargantas, los corazones enmudecieron y hasta las almas se volvieron recelosas.
El otoño avanzó sigiloso y cedió el paso a un invierno que pintaba peor que otros: crudo, descarnado… hecho carámbano como la entereza de las personas.
El motivo de apresar a Pedro no tenía explicación, pero se lo llevaron. Una tarde de esa época en que la noche dobla al día, irrumpieron en la casa, atropellando la dignidad y la decencia, y arrastraron a la calle a Pedro, a punta de pistola.
Adela creyó enloquecer de pena y desasosiego. Trató de averiguar lo que ocurría, pero sus recursos eran pocos y el miedo entre la gente, mucho. Lo imaginaba acosado, maltratado, torturado, como sucedía con los detenidos, y el dolor atravesaba sus carnes como un punzón al rojo vivo. Desesperó treinta y seis horas, al cabo de las cuales, se armó de valor y se plantó en casa de Brígida. Se conmovería por el profesor de sus hijos y le ayudaría; los suyos mandaban mucho allí.
Brígida la escuchó desde un mutismo desdeñoso. Por primera vez Adela percibió en sus ojos un asomo de expresión, una turbación mal disimulada.
Al volver, su vecina, que esperaba en la puerta, la arrastró al interior y la espetó desencajada:
—¿Pero qué has hecho, desgraciada? ¿Cómo se te ha ocurrido acudir a esa? ¿No sabes, acaso, que la “señoritinga” es la que le ha hecho prender? La muy putón le tiraba los tejos, y él se negó a entretenerla. La rechazó porque eres tú la que le importas y por eso le ha denunciado, para hacérselo pagar. Lo sé de buena tinta; las paredes oyen.
—¿Que yo le importo? —balbuceó Adela.
—Sí, tú. ¿Es que no eres una mujer? Pareces tonta, hija mía, ¡si te come con la vista! No hay nadie que no se haya dado cuenta. Ahora, con esto, tú misma te acabas de poner la soga al cuello, espabila y márchate zumbando a La Galicia con tus tíos. “Diquiá” un tiempo te vuelves.
No fue capaz de irse hasta no verle salir; pero no salió como ella hubiera deseado, le vio montar en un furgón, encañonado, con la cabeza alta y la frente ensangrentada. Se miraron fijamente. Adela luchaba por contener las lágrimas que la inundaban, para que no le estorbaran la visión del hombre que amaba. Trataron de intercambiar con sus miradas todos los sentimientos acallados durante las largas horas de conversación perdidas.
Se lo llevaron del pueblo. El alma de Adela se diluyó en su llanto. Segaron su amor al tiempo de brotar.
No tuvieron tiempo de escapar; antes de la madrugada volvieron a su casa, les sacaron a la fuerza, a empujones, entre gritos y culatazos. Sus padres, limpios de culpa, fueron fusilados junto a otros cuantos en unos montes de las proximidades, aunque la auténtica verdad fue aniquilada a la vez que ellos. Aquella fue la última imagen que tuvo de todos sus seres queridos: sus rostros desfigurados por el terror y la angustia; lívidos, pegándoseles de antemano el color de la muerte.
Adela salvó el pellejo por intercesión de una amiga muy devota, que le suplicó al cura su liberación. Aunque, vivió convencida de que la soltaron para no agraciarla con una muerte rápida; la echaron a la calle, al dolor y a la desdicha después de arrancarle las entrañas. Los tres días que estuvo retenida, fueron un auténtico calvario, que su mente se negó a aceptar y desterró. Sólo algún recuerdo la acosaba fugazmente, motivado por las marcas que quedaron en su piel.
Se volvió sola; a una casa fría cuyas paredes rezumaban soledad, del mismo modo que su alma goteaba soledad, al abrigo de unas mantas que se negaban a dar calor. Un puñado de fotografías deslucidas era cuanto le daba algún aliento.
Lo había perdido todo: el cariño y la compañía de sus padres, el amor, el decoro… Se resignó a vivir y se deslizaba alternativamente entre el desvarío y la cordura; entremezclando en cada momento la realidad y la ficción; reteniendo en su memoria la expresión emotiva y desalentada de Pedro, que desbordaba amor en su última mirada. Los años se congelaron en su cabeza y se negó a contarlos. Y la imagen de Brígida…, aquel dechado de virtudes que aparentaba ser de cielo, se desmoronó a sus pies. Su corazón se había fraguado en el infierno.
Para Adela sólo quedaba su estación, donde se refugiaba y esperaba largas horas a que Pedro se apease de algún tren y se reuniera con ella; se concentraba en sus ojos, reflejados en el horizonte, que desprendían amor y luz.
Y hasta eso se lo arrebataron. Un buen día de 1969 llegó la noticia del cierre de línea. El paso del último tren tuvo lugar en la más penosa indiferencia; la gente prefirió ignorarlo. Sólo ella se encontraba en la estación. Delante de la vía, bien erguida, los puños apretados, los ojos humedecidos y los labios temblorosos, evocó a su íntimo amigo largo rato. Más tarde cuando “el tren de desmonte” se fue llevando todo cuanto tenía valor, Adela tuvo la fortaleza de presenciarlo; encima de ese tren de vía estrecha se iba el resumen de una vida estrecha. Por último descolgaron el reloj del frontis, que marcaba un tiempo que a nadie interesaba.
Con el corazón roto, Adela se agachó, hundió la cabeza entre los brazos y lloró. Lloró por las tristes horas de fracaso; por Pedro, aquel amor que nunca disfrutó; por sus padres, a los que no pudo dar sepultura; por su juventud robada. Lloró su soledad.
La estación quedó desnuda.

Ahora, Adela, con sus ochenta y cinco años, jugaba a desafiar al tiempo en aquel suspiro de estación; se burlaba del destino. Parecía dormida.
Sin billete tomó su último tren. En éste nadie más viajó con ella. La condujo muy lejos, muy lejos, hasta la última estación del recorrido. En su semblante podía apreciarse una mueca de satisfacción. Ella ya había esperado tanto..., quizás ahora, donde quiera que estuvieran, saldrían a esperarla.
Ni el más audaz soplo de viento importunaba el letargo. El paisaje dormitaba. Todo él la despidió con un cálido silencio.
Aquí y allá, alfombras de hojarasca se arremolinaban por el suelo.

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