Hoy he salido pronto a
dar el paseo y he atravesado por delante de un colegio. Al sonar la sirena, todo
el alumnado que pululaba por el patio fue pasando al interior, las familias se marchaban y enseguida el patio quedó callado y solitario. Camino unos metros, y veo acercarse, con la lengua fuera, a
una madre que tiraba de la mano de su hija, de unos cinco años. Se dirigían a
la entrada. He tenido que contenerme para no echar en cara a la mujer su
falta de tacto y de consideración con la pequeña; su lamentable forma de educar.
Le iba soltando los siguientes reproches:
—¡Lo ves! Todos los días
llegas tarde a clase. La tutora debe de estar harta de ti. Así no puedes
seguir, tienes que darte más prisa con el desayuno. Cogerás fama de
tardona.
Ella sí que está
convirtiendo a su niña en tardona y le está grabando a fuego en la mente esa característica
para siempre. Yo miraba a la niña y me imaginaba su abatimiento y estado de
ánimo: primero, la regañina de mamá; luego, entrar en el colegio cuando todos
los alumnos están en clase, el mal trago de verse obligada a aparecer cuando sus compañeros ya se han sentado, e interrumpir; posiblemente, ser reprendida por la profesora, soportando
en su interior un insoportable sentimiento de culpabilidad.
Esta pequeña es sometida
a una tortura diaria. Su madre le recrimina el retraso y descarga
sobre ella su propia culpa y su falta de responsabilidad. Así se desahoga, y tranquiliza
su conciencia. Una niña de esa edad no está preparada para asumir la carga que
su madre deja caer sobre ella. No solo la daña, sino que le está haciendo
asumir e incorporar a su perfil la etiqueta de impuntual.