Adriana puso el mantel navideño, un
camino de mesa dorado, el menaje reservado para las
ocasiones especiales y unas velas. Distribuyó los canapés por el centro y apagó el horno. La cena de Noche
Buena estaba lista. Se puso el abrigo, tomó la bolsa con el álbum y se encaminó
al centro de la ciudad. Las calles bullían, los transeúntes caminaban entusiasmados en todas las
direcciones, los rezagados ultimaban sus demoradas compras navideñas.... Echó
un vistazo a los bancos y seleccionó el más apropiado. Colocó el álbum sobre
sus piernas y esperó. Enseguida se sentó a su lado un hombre de mediana edad.
Adriana le felicitó las fiestas y entabló conversación.
—Bonita
época, ¿no le parece?
—Sí, sí, muy bonita.
—¿La pasará usted en familia? ¡Vaya! Perdone
mi indiscreción, no tiene por qué responder. Yo la celebraré con los míos. Desde
hace muchos años nos reunimos en fechas tan señaladas. Aquí tengo precisamente
las fotos de todos. ¿Desea que le muestre alguna? —Sin arriesgarse a un no por respuesta, abrió con
premura el álbum y comenzó a enseñárselas.
Repitió la táctica cuantas veces pudo. Algunas
personas lo ojeaban con desgana y de soslayo; por inercia, más que otra cosa. Los
menos manifestaban cierto interés e incluso preguntaban, tal vez por compasión hacia
la anciana. La mayoría se levantaba y se iba, sirviéndose de pretextos banales.
No obstante, tan poca cosa bastaba para que Adriana regresara a casa ufana y contenta, satisfecha la necesidad de presumir de familia.
Guardó el álbum y se levantó. El frío,
inclemente, comenzaba a clavarle gélidas agujas en sus frágiles huesos. Por el
camino hizo balance de la jornada. No se había dado mal: alrededor de una
docena de personas, mal que bien, miraron las fotos familiares. Apenas
traspasó el umbral, se fue derecha a calentar sus ateridas manos en la estufa; ni
siquiera las sentía. Cuando el reloj dio las nueve, abrió el álbum y lo colocó de
canto, en un extremo de la mesa.
—Poneos cómodos, ha llegado la hora de
cenar. No sin antes deciros, querida familia, lo mucho que agradezco que un año más nos encontremos juntos, ya sabéis que vuestra compañía lo es todo para mí.
Sirvió los entrantes y, al acabar,
retiró los platos. Lo mismo hizo con la crema de almendras, con el asado y con
el postre. Cuando llegaron los turrones, descorchó una botella de champagne y llenó
las dos copas.
—Brindemos por todos nosotros y por
nuestros entrañables momentos. ¡A vuestra salud, queridos!
Se acercó a la copa junto al álbum y entrechocó ambos cristales. Puso música navideña, bebió y habló hasta la
media noche. El ritual se repitió con exactitud en los días festivos que sucedieron.
El Día del Año, su brindis fue el siguiente:
—Lamentablemente, esta será la última comida
que celebremos juntos, tengo demasiados años y mi corazón va dando avisos de
cansancio. No ha existido mejor familia que vosotros. Nunca me habéis fallado y
habéis colmado de felicidad mis vacíos y mis eternas horas de soledad. No
debéis entristeceros, la próxima Navidad la disfrutaremos con un nuevo miembro,
que pronto conoceremos. No tiene a nadie a quien recordar. Nos necesita tanto como
yo os he necesitado.
El día de Reyes, acarició con cariño, repetidas
veces, la cubierta del álbum y lo envolvió con un bonito papel de regalo. Pegó
en el anverso un lazo y una tarjeta, y sin más dilación, se dirigió al orfanato.
—Pase, Adriana, nuestra preciosa Sara y
yo la esperábamos —dijo una simpática monja.
Adriana le dio dos besos a la pequeña
de doce años, cuyos ojos eran la expresividad misma.
—Las voy a dejar solas para que conversen
a gusto y cuanto quieran.
Después de una amena charla y algunas
explicaciones, Adriana entregó el regalo a la pequeña Sara. Se despidieron con
un fuerte abrazo y con los ojos vidriosos por la emoción. La niña, con el álbum
apretado contra su pecho, no apartó los ojos de la mujer hasta perderla de
vista. Adriana prefirió no mirar atrás. Vagó por las calles tan perdida y
solitaria como su alma. Al entrar en casa le cayó el vacío encima, se enjugó
las lágrimas con un revés de mano. «¡Qué más da! —se dijo—. Me reuniré con
ellos enseguida y definitivamente». Se acomodó en el sofá y ancló la
memoria en un punto muy lejano del pasado. Solo tenía once añitos, cuando una
anciana se presentó en el orfanato donde residía y le regaló un álbum de fotos:
—No la conoces todavía, pero esta
es tu familia. Nunca la abandones, te necesita para seguir viviendo en el
recuerdo. Mi vida se va apagando, ya solo nos quedarás tú. Siempre estaremos a
tu lado. Mira estas dos fotos, soy yo: de joven
y como me ves ahora. La primera página está libre, reservada para ti. En las siguientes
se encuentran los demás, con su nombre rotulado al pie.
Mientras la desconocida desaparecía Adriana abrazó el álbum. Jamás olvidaría a la afectuosa mujer que le había regalado a su
familia.