Abantú vivía feliz en una
apacible aldea, situada en el gran claro de un bosque cercano al río. Las
cabañas, de maderas y techos de palmilla, se distribuían de forma circular
alrededor de una plaza. La plaza era el alma misma del poblado. Los días
bullían, risueños, de actividades y vida. Las noches se deslizaban y
aposentaban en ella con la magia de la tradición. Se relataban historias y
apasionantes leyendas que se entroncaban en el lecho de la tierra. Los ancianos
transmitían y perpetuaban las máximas y sentencias de los ancestros. Y, entre
ritmos, delirios, vértigos y ensoñaciones, se diluían en el espíritu de la
naturaleza.
Abantú, joven valeroso y osado,
acababa de superar la prueba de Madurez con todos los honores. Ya era un
hombre. Un adulto con palabra. Su trofeo: Brica, un esbelto corcel blanco, y el
mítico puñal, emblema de su linaje.
Abantú era alegre y decidido como
ningún otro joven de la tribu; no existía obstáculo o impedimento que lo
frenara.
Cada mañana, antes de
desperezarse el sol, montaba a lomos de Brica y corría como el viento hasta el
ensanche del río donde rompía la cascada. Le encantaba bañarse en las aguas
cristalinas mientras las primeras luces del sol encendían la cresta de las
montañas. Antes de volver recogía unas flores para la dueña de su corazón, que
cada día salía a su encuentro.
Guayí se aproximaba siempre
exultante, y con la sonrisa en los labios. Entonaba una dulce y antigua canción
de amor, mientras su cabello negro y sedoso bailaba con el viento al son de la
melodía. Abantú le obsequiaba el ramillete, la aupaba a su caballo y juntos
cabalgaban abrazados, como uno solo jinete; tan unidos como deseaban que lo
estuvieran sus vidas.
Guayí era una joven intrépida,
valiente y atrevida; nada ni nadie la asustaba. Le gustaban las competiciones,
la caza, las carreras... Manejaba el arco como el mejor guerrero. Tenía muy
poco en común con las otras jóvenes de la aldea. Esa forma de ser le ocasionaba
serios problemas, la mayoría de las personas la despreciaban y se apartaban de
ella. Solo algunas la admiraban y aceptaban su compañía.
Abantú la adoraba, pero su
relación con ella provocaba enfrentamientos con su familia. Ellos no la
toleraban.
En general, la gente del poblado
vivía muy feliz.
Muy feliz. Hasta que un mal día
la suerte negra bajó por la colina y se zambulló en el río. Las aguas se
volvieron turbias. El espíritu de Zomba, un perverso brujo desterrado, vertió
su maldición en ellas.
Las personas enfermaban si bebían
las aguas del río y si no lo hacían se morían de sed. Las fiebres atacaron a
los niños y a los ancianos en primer lugar, aunque el turno no pasó de largo
para los jóvenes ni para los fuertes.
El llanto y la tristeza se
alojaron en la aldea.
Una noche, mientras Abantú
dormía, el rostro del anciano Kea, uno de los antepasados y protectores del
poblado, se mostró ante él.
—Abantú, noble hijo de Arrán, de
la estirpe de Elbu, ha llegado la hora de demostrarle lealtad a tu pueblo. Tú
eres el más indicado para acometer la empresa que voy a proponerte. Para que
los tuyos recuperen la salud y para que la felicidad regrese a sus corazones,
debes dirigirte al lugar donde reside el Corazón de la Selva Madre y conseguir
el fruto de su manantial. Dicho fruto acabará con la maldición de la muerte
negra de Zomba. Abantú relató a su padre la visión de sus sueños y le pidió su
consentimiento para emprender la misión.
—Hijo mío —respondió el padre—,
no puedo contrariar la voluntad de Kea, noble antepasado, pero debes saber que
para llegar allí no te queda otro remedio que atravesar la franja de los
espíritus agónicos. Tu vida correrá un grave peligro. Estos espíritus son
escurridizos, incontrolables; se pegan a tu cuerpo y lo corroen, tus carnes se
consumen. Los pocos que se atrevieron a aventurarse en esa franja no regresaron
jamás. El último fue Burtán, un aguerrido joven que se empeñó en encontrar la
fuente de la verdad en los confines de la selva. Nunca más se supo de él.
Sin embargo, a pesar del deseo de
Abantú de sacrificarse por los suyos, no estaba escrito en el destino que
emprendiera ese viaje. Las fiebres lo atraparon. Amaneció inconsciente y
delirante. Su padre, desolado, reunió al puñado de hombres que se mantenían
sanos y así les dijo:
—Nobles guerreros, mi hijo estaba
dispuesto a arriesgar su vida por la aldea; por vosotros. Pero, para mi
desdicha y la de todos nosotros, ha sido víctima de las fiebres, no puede
partir en busca del remedio para la maldición negra. ¿Alguno de vosotros desea
ocupar su lugar en tan honorable misión?
Los hombres, conocedores de que
la misión conducía a una muerte segura, miraron al vacío y callaron. De pronto,
una voz firme y resuelta resonó por encima del silencio.
—Yo iré. Tengo que salvar al
noble Abantú y a todos los enfermos. No le temo a los espíritus. Ni a ningún
otro peligro. El mayor de todos se encuentra aquí. Si no lo combatimos, no se
salvará nadie.
El grupo se volvió sorprendido
para mirar a la mujer que hablaba.
Era Guayí. Los hombres inclinaron
la mirada, avergonzados. El padre de Abantú sintió una infinita gratitud hacia
la joven. Había comprendido, con gran decepción, que no podía contar con
ninguno de aquellos guerreros. Un puñado de cobardes, que carecía del coraje de
Guayí. Solo de la joven dependía ahora la salvación de su gente y de su hijo.
Guayí se equipó con lo
imprescindible: algunos víveres, su arco y sus flechas, y un buen surtido de
pieles.
Muy temprano se despidió de su
familia y de Abantú con lágrimas en los ojos. El padre de Abantú le dijo:
—Guayí, deseo que te lleves el
caballo y el puñal de mi hijo, los necesitarás y a él le gustaría así. Guarda
también este ungüento del hechicero, para que untes con él tu piel y el puñal,
es el único repelente contra los espíritus agónicos. Toda ayuda es poca en tan
arriesgada misión.
—Prometo regresar con el remedio
para la enfermedad. El amor por Abantú me dará fuerzas. Debo sobrevivir para
que sobreviva él también —Se esforzaba por reprimir el llanto.
Saltó sobre el caballo y partió
al galope sin volver la vista atrás.
—Y recuerda, Guayí —gritaba el
anciano—, si logras escapar de los espíritus, busca la corteza de la savia roja
y cubre con ella tu cuerpo para que no se corroa.
Después de cabalgar sin pausa
durante dos días, llegó al borde de la franja, pero la noche acechaba y no era
el mejor momento para arriesgarse. Prefería esperar a las primeras luces para
adentrarse en aquel infierno. Tras varias horas de meditación, ejecutó con
ímpetu la danza del valor.
“¡Auka, iua, iua, taika, pombo,
wiu, gu, wiu gu, ata boo, koute boo, boo!”
Cayó extenuada y logró dormir un
poco.
Tan pronto amaneció, embadurnó
todo su cuerpo con la pócima, lo recubrió por entero con las pieles y las
sujeto fuertemente con lianas de los árboles. Se encomendó a los ancianos: el
momento tan temido había llegado.
Avanzaba con sigilo, escrutando
cada milímetro con la mirada. El silencio era demasiado espeso; el bosque,
demasiado sombrío. Un paraje fantasma, cuajado de hojas putrefactas y
crispadas.
Un repentino sonido erizó toda su
piel. A éste se unieron muchos más. Sonaban con tanta intensidad que le costaba
resistirlos. Parecían voces de ultratumba. ¡Al fin los distinguió! Puntos
luminosos diseminados entre el ramaje. Sus ojos, horrorizados, distinguieron
las espantosas formas, y putrefactas también, de los espíritus agónicos. Se
deslizaban por la corteza de los árboles, la miraban con voracidad y lascivia.
Espoleó su caballo para escapar de la emboscada, pero la espesa telaraña de
ramas y vegetación la impedía avanzar.
Se aproximaban amenazantes; la
rodeaban. Uno de ellos rozó su piel y la quemó como un ácido. Otros muchos
saltaron sobre ella. Gracias al puñal, con el que se defendía valientemente, y
al ungüento, los espectros se retiraban enseguida dando alaridos, pero eran tan
numerosos que no podía contenerlos. Cayó de su caballo y el suelo crujió bajo
su peso. Aterrizó sobre una montaña de huesos. Restos descarnados, sin duda, de
los desafortunados aventureros anteriores. Desesperada, se revolvió entre las
osamentas y se escondió bajo ellas.
Aún así los espíritus agónicos no
se detenían, se infiltraban, se le pegaban… Las pieles que recubrían su cuerpo
se aflojaban y los espíritus se escurrían entre ellas. Toda su piel abrasaba
como las llamas del averno. Eran demasiados; la carcomían. A punto estaba de
abandonarse y sucumbir, cuando uno de los espíritus se le pegó con tal fuerza,
como una llama viva, que no pudo contener un grito desgarrador. Los espíritus
restantes miraban contrariados y coléricos y lanzaban aullidos espectrales.
Mientras Guayí se resistía a
desmayarse, el espíritu la elevó por el aire y al instante la soltó justo en el
límite de salida de la franja. Luego le habló con una voz fantasmal, que apenas
se entendía:
—Mi contacto te ha causado un
insoportable dolor, pero yo he tenido que aguantar esa pócima que apesta y
daña. Era la única posibilidad de salvar tu vida. Y la mía. Me he visto
obligado a adherirme a tu cuerpo por completo para dejar claro a los demás que
ya eras mía y que debían respetar mi presa.
—¿Por qué motivo deseas tú mi
salvación? —preguntó Guayí con voz quebrantada.
—Porque la muerte de una mujer me
trajo aquí y mi única liberación se encuentra en salvar la vida de otra. Ni
remotamente imaginaba que alguna pasaría por este lugar maldito. Cuando te he
visto he creído renacer; mejor dicho, `remorir´. Mi espíritu quedó atrapado
hace tantísimo tiempo... No estoy ni muerto ni vivo..., nada es peor que esta
agonía eterna. Yo ya te he salvado del bosque, sobrevivir es asunto tuyo. Dicho
esto, el espíritu se desvaneció.
Guayí recordó que debía recoger
la savia roja, pero no podía incorporarse. No podía mover ni el músculo más
insignificante. Echó un vistazo a su alrededor. No vio ningún árbol de ese
tipo. Su cuerpo le ardía, su carne comenzaba a descomponerse; apenas tenía
fuerzas ni para respirar; tuvo que arrastrarse. A pesar de su gravedad, su
preocupación era Brica. Se había quedado dentro. Los espíritus ya lo habrían
aniquilado.
Para Guayí no había de existir
descanso: grandes buitres, ansiosos de carroña, olfatearon sus heridas y
comenzaron a sobrevolarla. A pesar de su lastimoso estado, haciendo un esfuerzo
sobrehumano, logró sacar su arco y lanzar sus flechas. Los disparos eran
certeros, las aves caían sobre ella, hasta que su cuerpo quedó totalmente
cubierto de buitres muertos. Los restantes desistieron del festín y se
alejaron.
Guayí se desmayó.
Unas ligeras sacudidas le
hicieron abrir los ojos. Alguien, o algo, tiraba del buitre que le cubría la
cara. ¡¡¡Era Brica!!! La sorpresa la inundó de gozo. Guayí se quitó de encima
los restantes buitres y miró su piel. Milagrosamente, las quemaduras estaban
cicatrizadas. La sangre fresca de los animales muertos sirvió de antídoto
contra la corrosión de su carne.
Brica daba pena; su estado era
lastimoso. Enormes quemaduras, llagas, desgarrones… Como loca, buscó la savia
roja por todo el contorno, y no paró hasta dar con ella. Cubrió completamente
el cuerpo de Brica con el jugo viscoso que le extrajo a la corteza. Se abrazó a
él y esperó impaciente su restablecimiento. La savia no tardó en dar
resultados. Fue milagrosa.
Después de un razonable descanso,
reemprendió la marcha. Atravesó una interminable zona pedregosa, que
desembocaba en un estrecho desfiladero entre montañas. Casi al final, tras un
largo recorrido, el desfiladero se bifurcaba en dos senderos. Uno se perdía
entre las nubes y el otro descendía hasta las entrañas de la tierra. Dudaba
cuál elegir. Las profundidades le inspiraban desconfianza. Prefería el aire y la
luz, así que eligió el ascenso. Además, desde las alturas divisaría el camino.
Llegar a la cúspide fue una tortura, pero desde allí observó un panorama
increíble: la selva; la auténtica Selva Madre, un inmenso océano verde sin
final. Pero, ¿cómo llegar allí? Ese pico no tenía continuación. Tuvo que
descender de nuevo por la escarpada ladera de la montaña. Si la subida fue
dura, la bajada fue penosa. Los cascos del corcel patinaban en la roca. Estuvo
a punto de despeñarse varias veces.
Para desesperación de Guayí, los
otros dos caminos, el que la había traído y el de las profundidades, habían
desaparecido; solo quedaba roca a su alrededor. Podía volver arriba y desde
allí descolgarse por la ladera exterior, pero… era excesivamente arriesgado y
supondría abandonar a Brica. Alzó la vista, pensativa. Su desconcierto era
total y absoluto: el camino de subida también había desaparecido. Estaba
encerrada entre muros de roca. Furiosa y desesperada, cerró los puños, golpeó
la roca, dio patadas, empujó… Se dejó caer de rodillas, desalentada. Y lloró.
Dejó volar su pensamiento hacia Abantú. ¿Qué sería de él? ¿Seguiría vivo?
“Sigue vivo. Tiene que seguir
vivo. La muerte no podrá con él”, se aseguró a sí misma.
Se recreó en el talismán que
Abantú le regaló el día que le declaró su amor. Lo miró fijamente y lo apretó
contra su mejilla. Las lágrimas brotaron y lo humedecieron. Clavó su colérica
mirada en la odiosa roca que la separaba de su amado. De pronto, las facciones
de Abantú se fueron perfilando en la piedra. Guayí, que no entendía nada, se
aproximó a ese adorado rostro y lo acarició.
Al pasar su mano por la roca,
esta rugió. Y giró.
La selva apareció ante ella.
Árboles gigantescos de un verdor intenso se alineaban uno tras otro, formando
un sendero. Avanzó entusiasmada. Por fin la había encontrado.
No hizo un solo alto hasta llegar
la noche. Despertó sobresaltada por un
terrible rugido. Una fiera extraña y enorme la acosaba. Sólo distinguía unos
ojos relucientes y unos colmillos puntiagudos, que enmarcaban sus enormes
fauces. Brica cabriolaba espantado. Guayí se puso en pie de un salto y tomó el
puñal, dispuesta a protegerse.
La bestia se lanzó contra ella y
Guayí brincó para esquivarla. El tamaño de ambos era injustamente
desproporcionado. Guayí retrocedió y tropezó con una gruesa rama. La fiera
lanzó sus zarpas contra ella, pero la joven rodó hacia un lado y las garras
quedaron incrustadas en la rama. Guayí con gran agilidad trepó a un árbol, y
saltó a la grupa de la bestia. Ésta se revolvía y le rasgaba la piel con las
afiladas uñas. Guayí, magnífica amazona, resistía sobre el lomo de la alimaña,
firmemente aferrada a su compacta mata de pelo. En medio de una lucha de
sacudidas, cabriolas y contorsiones, Guayí se las apañó para asestar al feroz
animal una puñalada en el costado, dañándole el corazón. La bestia cayó de lado
y antes de que pudiera incorporarse, Guayí la remató con una segunda puñalada
mortal.
Jadeante y sin aliento, se
estremeció con un nuevo rugido a su espalda, y otro más a su derecha, y a su
izquierda... Nuevas bestias enfurecidas la rodeaban. No había nada que hacer,
aquellos engendros no parecían terrenales. Este pensamiento le hizo recordar,
de pronto, las enseñanzas del sabio anciano de la tribu:
—En muchas ocasiones nuestros
propios temores nos asaltan. Son los peores enemigos de una persona, pues no
conocen la piedad. Como proceden de nuestro interior, cuanto más los tememos
más se envalentonan. No hay arma que valga contra ellos, salvo el dominio de la
mente.
Guayí apostó por esa idea, de
todos modos no tenía elección. Tomo una cinta de piel que llevaba atada al
brazo y se tapó los ojos; a continuación, se sentó con los brazos cruzados.
Ignoró a las fieras y trató de mantenerse impasible: sus propias fieras.
Estas no tardaron en desaparecer.
Cayó rendida de sueño y de
cansancio.
Un leve rayo de luz dio aviso del
nuevo día. Se adentraba cada vez más en el interior de la selva. Sólo se
detenía lo necesario para alimentarse y descansar, ella y su caballo. El día
era precioso. Sin embargo, comenzó a levantarse una leve brisa. Al poco,
envuelto entre la brisa, apareció un anciano, de barba y cabellos plateados,
que le dijo:
—Muchacha, eres valiente y
decidida, pero, como ya has podido comprobar, la selva se resiste a los
extraños. Mucho bien debe albergar tu corazón para contrarrestar su oposición.
Has traspasado la puerta de roca, vencido a las fieras... A partir de ahora,
acomódate a las fuerzas naturales, porque, quieras o no quieras, te dirigirán a
su antojo.
El anciano desapareció y la brisa
se convirtió en viento. El viento soplaba cada vez más fuerte. Llegó un momento
en que le impidió avanzar. Por más que se esforzaba, no conseguía despegar sus
pies del suelo. El viento se convirtió en un tornado, que se tragó a Guayí.
Giró vertiginosamente hasta perder la conciencia de las cosas y del espacio.
El torbellino cesó bruscamente y
Guayí cayó de golpe a tierra; Brica cayó a pocos pasos de ella. Se puso en pie
y miró a su alrededor sin tener ni idea de dónde se encontraba.
Siguió avanzando entre la soledad
de la selva, cuando llegó hasta sus oídos una música lejana, maravillosa. Se
dejó guiar por la melodía. Llegó hasta un pozo, rodeado de un gran círculo de
piedras blancas, alrededor de las cuales danzaba un grupo de hombres.
Les preguntó qué hacían allí,
pero no le respondían ni advertían su presencia. Estaban poseídos por la
música.
“Quizás cante la hechicera de la
Selva”, pensó.
Por su mal aspecto, ya llevaban
mucho tiempo de ese modo. Los pies de Guayí también comenzaban a moverse a
capricho de la danza, ya casi no le obedecían. Si no hacia pronto algo acabaría
como aquellos desdichados.
A pesar de sus intentos de
alejarse, la canción la enganchaba y la arrastraba al círculo. Fue perdiendo la
noción de la realidad. La música era lo único importante. Se sentía liviana,
liberada de cargas y suplicios. Subyugada por una placentera sensación,
insospechada para ella. Se abandonó. Se rindió al hechizo. Se dejó llevar. Su
cuerpo se cimbraba con seductor embeleso, con sensualidad. Rangi (cielo) la
reclamaba, insinuándole el vuelo hacia sus brazos. Comenzó a alzarse. Pero…
Papa (tierra) la estrechaba, no la soltaba. Le impedía el ascenso. No la dejaba
irse. Tiraba de ella con fuerza. La arrastraba.
“Suéltame, Papa. Suéltame, Papa…
Rangi me requiere”, gritaba.
Se enojó, se renegó, alzó el puño
y lo descargó con fuerza.
El pobre Brica recibió el golpe
en su belfo, pero no desistió. Siguió tirando de Guayí hasta sacarla del
círculo. La joven emergió de la ilusión y miró al corcel a través de la neblina
de su vista. Se abrazo a su cuello. La había salvado. Comprendió lo poco que le
había faltado para olvidarse de Abantú, de su familia y de su pueblo. Se
prometió a sí misma no volver a caer en la debilidad.
Observó bien las plantas. Eligió
y arrancó unas cuantas hojas, las masticó e hizo unas bolitas, que introdujo en
sus oídos. Así, la melodía no la embaucaría más. A continuación fue tapando los
oídos de los hombres. Estos, poco a poco, fueron cayendo al suelo, extenuados,
presas de un profundo sueño.
Guayí los dejó dormir todo un día
con su noche, pero no podía esperar más. Los despertó. Todos habían llegado
hasta allí en busca de un milagro, aunque algunos ya no llegarían a tiempo de
conseguirlo; el cautiverio de la música les ocasionó una gran demora. La selva
sabía protegerse de los intrusos, como le advirtió el anciano.
Compartió sus escasos alimentos
con ellos. Entre bocado y bocado, afluyeron confidencia tras confidencia. Se
contaron sus penas, sus propósitos, sus ambiciones... Unos venían en busca de
ayuda, como ella, pero otros perseguían la fortuna, la fama, el poder...
—Escuchad, amigos, no hay egoísmo
en mi corazón; al contrario, es un deber para con mi gente. Debo adelantarme
ahora que ya estáis bien —dijo Guayí—. Todos los que amo están en grave
peligro. No puedo demorarme aún más, quizás para algunos el remedio llegue
tarde.
Montó en Brica y cabalgó,
adentrándose cada vez más en la espesura. No había avanzado demasiado cuando
oyó gritos: de espanto y de socorro.
—¡¡Por qué, Tūmatauenga!! ¿Es que
mis desdichas no acabarán nunca?
Quería seguir... Debía volver...
Se detuvo, descorazonada. No podía, no. Ella era incapaz de abandonarlos. A
todo galope retrocedió en su busca. Se guio por las voces y llamadas. No veía
nada. Se oían lejanas. De pronto Brica resbaló. Sus patas delanteras patinaron.
Guayí desmontó de un brinco. El corcel trataba de afianzar sus patas traseras
para recular. Guayí se acercó a la orilla, que concluía en un pronunciado
terraplén con una ciénaga al final. Por él se habían precipitado los
peregrinos. Varios se aferraban a las paredes, sujetos a salientes y ramaje, de
forma muy precaria. En el fondo se hallaban tres de ellos, lastimados y casi
desvanecidos por el impacto.
—Sácanos de aquí, muchacha, por
favor. Vamos a morir si no te das prisa.
—Yo sola no podré, primero tengo
que salvar a mi caballo. Si se despeña, no podré sacarlo, ni a vosotros
tampoco.
Arrastró una enorme rama y la colocó,
de parapeto, por delante de las patas de Brica. Corrió hacia los árboles, cortó
varias lianas. Un extremo de una de ellas lo anudó alrededor de las ancas del
corcel. El otro extremo lo enrolló alrededor de un árbol. Luego comenzó a tirar
con todas sus fuerzas. Se le cortaba la respiración, el sudor bañaba su rostro,
pero obtuvo su recompensa. Brica fue retrocediendo, despacio, con tiento. Por
fin se libró del peligro.
Resonó un terrible grito. La
visión les heló la sangre en las venas. Uno de los caídos desaparecía entre los
afilados dientes de un gigantesco reptil. Los otros dos trataban, desquiciados,
de escalar y aferrarse a las paredes. Guayí tomó nuevas lianas y las ató al
tronco, luego al cuerpo de Brica. Las lanzó al barranco. Los hombres las agarraban
con ansia. A los de la ciénaga les costaba alcanzarlas. Aparecieron nuevos
reptiles; saltaban y alzaban sus inmensas fauces buscando presa. Un nuevo y
tétrico alarido estremeció a todos. Un segundo hombre había sido atrapado por
los animales. El agua parda se tiñó de rojo. Los hombres trepaban con frenesí.
—¡Atrás, Brica, atrás! Venga, mi
bravo, retrocede.
Brica resoplaba, retrocedía;
dilataba el hocico para atrapar el aire que le faltaba. Ladeaba a un lado y
otro la cerviz.
Cinco hombres fueron asomando
poco a poco, con esfuerzo. Pálidos y temblorosos. Guayí los había salvado.
—Yo no puedo pararme a descansar
—aseguró con firmeza la joven. Quien quiera seguirme que se ponga en marcha.
Estoy perdiendo un tiempo que atañe a vida y muerte. No lo haré más.
Medio arrastraban los pies, pero
la siguieron. Por suerte, el camino se iba despejando y se caminaba mejor. A
medida que avanzaban, un intenso aroma los inundaba de paz. Parecía que el
tiempo se hubiera detenido. Los árboles cedían el paso a plantas y arbustos
exóticos y exuberantes; a hermosas y abundantes flores que esparcían sus
fragancias. Nadie rechistaba. Los pensamientos de Guayí se centraban en su
amado Abantú. Moriría si él no vivía.
A lo lejos los oyeron. Muy tenues
aún; rítmicos y titilantes. Aquel sonido no daba lugar a dudas. Los latidos del
Corazón de la Selva Madre los avisaban de que pisaban ya su territorio.
Casi palpaban ya su destino.
Aceleraron la marcha, tal era el ansia de llegar. Anochecía. Divisaron el
resplandor de unas luces y se encaminaron hacia ellas.
Un grupo de ancianos estaba
sentado alrededor de un círculo luminoso y entonaba inquietantes plegarias. No
fue necesario preguntarles nada, porque ellos tomaron la iniciativa, y cada
cual exponía su sentencia:
—Todo el que llega aquí viene
buscando algún beneficio, pero nadie se acuerda después de regresar a depositar
ofrendas.
—El corazón de la Selva Madre se
va debilitando, sufre demasiado por los desastres del mundo.
—Vuestro grupo es numeroso, nunca
antes llegaron tantos a la vez. Aun así se os atenderá como merecéis.
—Os prometemos que os bañaréis en
la fuente que se llena con las gotas derramadas por el Corazón, pero sólo
encontraréis en ella lo que ella encuentre en vosotros: «corazón por corazón».
—Si en vuestros deseos hay
nobleza, si son solicitados en beneficio de otros, si resultan convenientes
para la tierra o la naturaleza, el Rostro de la Madre sonreirá y os concederá
la Gracia. Si no es así, entristecerá y os disolverá en la fuente para nutrir
al Corazón, que tanta sangre derrama.
—No es necesario que digáis nada,
vuestros pensamientos y sentimientos serán transparentes.
—Aún estáis a tiempo de volver
atrás. Vuestras palabras pueden engañar, pero vuestros corazones no.
Pasaron al entrañable rincón,
paraíso indescriptible, en el que se cobijaba el Corazón. Las gotas que este
derramaba caían sobre el Rostro del Mundo que las convertía en lágrimas. Las
lágrimas afluían a una fuente de aguas espumosas.
De uno en uno fueron subiendo al
pedestal de las peticiones y formulaban interiormente la suya. El rostro unas
veces sonreía y otras lloraba, aunque ellos no podían verlo.
Luego se introducían en la
fuente, ansiosos por alcanzar sus deseos.
Ante algunos se presentó un fruto
nacarado muy brillante, como las lágrimas del Corazón. Otros, al instante de
sumergirse en las aguas, se diluyeron en ellas para no salir jamás. La ambición
les había hecho creer que burlarían al Corazón.
Le tocó el turno a Guayí. Entró
en el agua con modestia, con respeto hacia la fuente. El agua estaba tibia y
suave como un bálsamo. La joven no dejaba de pensar en Abantú, en su familia y
en su pueblo enfermo. Apenas se hubo sumergido, del fondo de la fuente emergió
un fruto brillante. Guayí lo recogió cargada de esperanza. Tenía la forma de
una lágrima, de color rosáceo con vetas carmesí. Su corteza era dura y
nacarada.
Salió por el otro extremo de la
fuente y le dedicó un sincero gesto de agradecimiento al Rostro de la Madre y a
su Corazón.
Guardó el fruto en el saco de los
víveres, montó en Brica y se dispuso a partir. Cabalgaría como el viento para
llegar lo antes posible. Mas… una turbia inquietud frunció su frente. ¿Cómo
podría sortear una vez más los peligros del camino y burlar a los espíritus
agónicos? No se le había ocurrido pensarlo antes. Una vez podía sonreír la
suerte, pero para salvarse dos veces se necesitaba un milagro.
Un violento tornado la sacó de sus
reflexiones, la envolvió y la absorbió. No se enteró de
nada más hasta volver a caer en el suelo, junto a Brica. La alegría desbordó su
pecho: se hallaba al otro lado de la franja de los espíritus, a tan solo un día
de su aldea. Buscó el fruto en su saco para contemplarlo y agradecérselo una
vez más al Corazón. Palideció. Creyó morir
de dolor: el fruto no estaba dentro del saco. Tampoco fuera. Debió de caerse en el
remolino. Su viaje, su victoria, su esperanza…, todo había fracasado. No le
quedaba nada más que desesperación e impotencia. Abantú moriría por su culpa,
si es que no había fallecido ya. Y su familia. Y su pueblo.
Tentada estuvo de no volver a
aparecer por el poblado, para que la recordaran en una muerte heroica. Pero
ella no actuaba así, afrontaría las consecuencias y la vergüenza de su fracaso.
Se acercaba. Ya se divisaba la
cascada. Enjugó sus lágrimas.
Y entonces... lo vio.
"¡Abantú! ¡Está vivo! ¡Viene
hacia mí!"
Agitó su mano y echó a correr
también; pero, al instante, se detuvo, con el alma rota. ¿Qué iba a decirle?
¿Quién iba a creer lo que contase? Pensarían que había sido una cobarde, que
nunca cruzó la franja, que los abandonó.
Abantú quiso abrazarla, pero
Guayí se echó a sus pies.
—Perdona, por favor. Perdóname,
Abantú.
—Pero... ¿qué estás diciendo
Guayí? ¿Qué te ocurre? Deja que te abrace. Has salvado a tu pueblo. Nos has
dado la vida a todos. Nunca podremos agradecértelo lo suficiente. Creí volverme
loco al aparecer los frutos sin ti. Si te hubiese ocurrido algo, hubiera
preferido la muerte. Nunca me lo habría perdonado. Deberías estar radiante de
alegría.
—Lo siento, amor, lo siento
mucho. Os he fallado —Guayí no lo escuchaba.
Abantú seguía hablando:
—Los frutos que nos enviaste han
sido milagrosos. Aún quedan. Para ti.
—¿Los frutos? —preguntó Guayí,
algo más serena.
—Sí, los frutos. He sentido tanto
que no pudieras verlo. Déjame que te lo cuente; ya no se habla de otra cosa en
el poblado. A la tercera mañana de tu partida, nuestras gentes vieron llegar
por el horizonte un inmenso torbellino. Parecían hojas, pero a medida que se
aproximaba pudieron distinguir las aves. Se fueron acercando. Cada una con un
extraño fruto en su pico. Los fueron depositando en el suelo, ante ojos
atónitos e incrédulos. Contemplaban un espectáculo Divino. Aves desconocidas,
majestuosas, deslumbrantes... No quisieron privarnos a los enfermos del
espectáculo y nos sacaron a la plaza. Las aves se fueron elevando, formando un
arco iris con sus alas de mil reflejos. Volaron en espiral durante varios
minutos, como una corona celestial. Por último se fueron alejando, alineadas,
como una procesión de canoas en el aire. Todos comimos aquellos deliciosos
frutos. Un manjar exquisito. Milagrosamente, sanamos.
»Llevo varios días rastreando la
zona comprendida entre el poblado y la franja, suplicando por verte aparecer.
Pero en ningún momento perdí la esperanza, el Corazón estaba de tu lado.
—Pero…, Abantú, lo que dices no
es posible. Yo no conseguí el fruto hasta hace unas horas, o ayer, o… Ya no
estoy segura de nada. No pudieron llegar hace unos días.
—El hechicero lo interpretó,
entró en trance. Él vio en sus sueños, sabía que tú no habías llegado aún al
destino, pero sí tu corazón. La Selva Madre lo examinó y decidió concederle lo
que clamaba en su interior. Su conocimiento es infinito. Si hubiera esperado tu
cuerpo y alma, muchos no lo habríamos superado.
Guayí reflexionaba: las rocas, el
rostro de Abantú dibujado en ellas; aquel anciano de cabello plateado, que le
advirtió: “Quieras o no quieras, te dirigirá a su antojo”; sus propias fieras
internas… El Corazón había respetado sus rituales, pero anticipó el desenlace.
—Creo, Abantú, que todo cuanto
nos acontece no es en vano. El Corazón ha sido demasiado generoso conmigo,
fiándose de mí. Aunque… conocía la urgencia de la misión.
—El Corazón de la Selva Madre
solo ha recompensado con su generosidad la tuya, que es inmensa.
La pareja se abrazó con ternura y
con pasión.
—Ahora regresemos, ¡venga! Están
locos por verte.
La aldea en pleno esperaba su
llegada. La rodearon entre júbilos y vítores. Su familia lloraba de emoción. No
contaban con volver a verla. Los padres de Abantú se postraron a sus pies. La
pasearon en una angarilla.
Con el ocaso, se celebró el mayor
festejo conocido, en honor de la salvadora de la aldea. Los que despreciaban a
Guayí la admiraron. Se anunció el compromiso de los jóvenes. Todos danzaron
hasta caer extenuados.
Y por primera vez en la historia
de aquel pueblo ignoraron las costumbres y las máximas de los ancianos: una valiente
joven superaba la prueba de Madurez. Recibió como regalo un caballo parecido a
Brica. Aunque... Abantú se lo cambió; Brica ya solo pertenecía a Guayí.
Nunca se vio pareja más feliz. Se
rodearon de pequeñ@s valientes, nobles y alegres como los padres.
Aseguran los ancianos de la aldea
que otra vez volvieron juntos a la Selva Madre con ofrendas para el Corazón.
Esa vez no tuvieron que arriesgar la vida, la Selva Madre los guio.
Y aquí se acaba vuestra historia
favorita, y la mía —concluyó el hechicero—. Nuestro pueblo ha tenido mucha
suerte. Han transcurrido muchos, muchos, pero que muchos años, y aquí nos
encontramos, relatando y escuchando esta bella gesta una y otra vez.
Abantú y Guayí siguen jóvenes y
vivos en nuestra memoria. Y así deben seguir. Si nuestra aldea existe hoy día
se lo debemos a Guayí. No hay leyenda que la iguale; por eso es vuestra
favorita, y la mía. Ninguna otra nos enseña tanta valentía, tanta generosidad y
tanto AMOR.